El cuento por su autor

Algunos disparadores de mis cuentos aparecen durante ese singular momento de transición entre la vigilia y el sueño. Instantes en los cuales la racionalidad parece rendirse ante las ideas más alucinadas y disruptivas. Y así sucedió también con el disparador de este relato, que inicialmente llamé “Los sentados”. Imaginé una sociedad que, en vez de velar y sepultar a sus muertos, los conservara, embalsamados, en sus casas. Sentados para toda la eternidad en su sillón favorito, o a la mesa de la cocina, en una convivencia silenciosa con sus familias. Esta curiosa práctica mortuoria, la de “los sentados”, es la que caracteriza al pequeño pueblo de este cuento. Sus habitantes deciden conservar de esta forma a sus muertos, en lugar de darles sepultura o cremarlos, y los integran a su cotidianeidad. El concepto del “sentado” me pareció tan atractivo como inquietante. Porque, con este particular ritual funerario, se desarma la tajante separación territorial entre vivos y muertos. Estos últimos ya no están en casas velatorias ni cementerios, esos espacios hostiles que transitamos cada tanto para luego volver con alivio a nuestras casas y comprobar que seguimos vivos. Aunque tampoco debe ser fácil convivir a diario con “los sentados”, mientras nos miran fijo desde su silla, sillón, banquito o butaca. Y, menos aún, cuando parecen querer rebelarse contra su destino. Probablemente por eso, los personajes de este cuento creen –al igual que la autora– que nunca podemos descansar del todo.

NUNCA PODEMOS DESCANSAR DEL TODO

Corren rumores por el pueblo. La semana pasada volví a escuchar la misma historia, en el almacén. Dicen que hay un sentado que se está despertando. Así dicen. Un sentado que se está despertando. Que se está moviendo. Que empezó a querer levantarse de su silla. Que trató de despertar a otro sentado.

Acá todos crecimos con los sentados. Probablemente empezaron a existir en épocas de mi abuela, cuando este pueblo quedó marcado en los mapas como Colonia Los Sentados. Los que mueren son ubicados en una silla, sillón, banquito o butaca. Y ahí quedan, sentados, junto a sus seres queridos. En una suerte de embalsamamiento, con las piernas flexionadas sobre el asiento elegido para toda la eternidad. Así, se integran a su entorno, en el ambiente que sus familiares quieran. Por eso, acá no existen casas velatorias ni cementerios. No hay nadie a quien despedir ni enterrar: los sentados habitan en sus casas. En silencio, junto a sus parientes.

A la luz de los resultados, no es difícil convertir al muerto en un sentado. El equipo a cargo pide privacidad. Busca una habitación de la casa y cierra la puerta. Dicen que los desvisten. Dicen que los limpian. La preparación no lleva más de un par de horas.

Las familias son las que eligen los asientos donde van a quedar, por siempre, los sentados. Y también ropas y calzado. Cuando ya están listos, algunos los ponen a la mesa del living. Otros los van corriendo de lugar, para compartir con ellos distintas actividades a lo largo del día. Cocinar, mirar el noticiero o la novela.

Nunca pudimos siquiera imaginar que algún sentado pudiera despertarse. Esto que cuentan empezó en la casa estilo colonial, la color ocre de dos pisos, a metros de la plaza. Los curiosos se las ingenian para pasar especialmente unas cuantas veces al día, tratando de ver algo a través de los ventanales. Pero mi prima Alicia dijo que las persianas están bajas y las cortinas, corridas.

Dicen que se llevaron a los dos sentados a otro lado. Al que había empezado a moverse y al que trató de despertar. Dicen que los mandaron a la parroquia que está enfrente del vía crucis. El sentado que supuestamente despertó primero es el viejo Aquiles. Pero, quien sabe, tal vez fue solo uno más de los muchos inventos de este pueblo. Se dicen tantas cosas y buena parte no son ciertas.

Alicia ya está grande, como yo. Mi prima vive justo enfrente de casa y viene seguido a tomar mate. Entra sin pedir permiso y me comenta: “¿Viste lo de Aquiles? Ahora resulta que se escapó de la parroquia”. No termino de creerle. Pero, de a poco, los nervios parecen esparcirse junto con el polvo e ir entrando bajo las puertas de las casas.

En la panadería de la vuelta dijeron que, por las noches, Aquiles sigue caminando despacio, como puede. Y que pasa por otras casas, para despertar a otros sentados.

En la radio del pueblo no hablan del tema, en el diario del pueblo nadie escribe nada. Pero en los negocios del pueblo sí hablan. Y en la plaza. Y en la calle. En el colegio de los nietos de Alicia, también.

Las noches de Colonia Los Sentados comienzan a ser poco apacibles. Ya no se apagan las luces del alumbrado público; el intendente decidió que queden prendidas. Por lo general, a eso de las once no queda un alma. Solo se escucha el viento, dueño absoluto de las calles. El pueblo nunca puede descansar del todo. Sus habitantes nunca podemos descansar del todo. Dormimos, pero lo hacemos con un ojo medio abierto mirando a nuestros sentados y un oído atento a cualquier ruido extraño en las inmediaciones. Nos inquietan las ráfagas que golpean puertas, persianas y postigos.

Dicen que Aquiles recorre varias casas por noche. Que algunos sentados se despiertan de a poco y que a otros les cuesta más. A veces empiezan a moverse recién varios días después, según escuchó Alicia.

Duermo intranquila, pensando que, tal vez, esta sea la noche en que aparezca Aquiles a despertar a mamá y a la abuela.

A la abuela la pusimos en una de las tres sillas de mimbre de la cocina, porque con mamá nos pareció el lugar más lógico. Y después nos fuimos acostumbrando a que la abuela nos mirara fijo desde el rincón, entre el horno y la mesa verde.

No conocí a mi papá. Algunos dicen que era director de la escuela del pueblo, donde mamá trabajaba de maestra. Otros, que fue un romance pasajero de carnaval. Nunca lo voy a saber. Mientras ella vivió, jamás quiso hablar de eso. Ahora mamá ocupa la segunda silla de mimbre, al otro lado de la mesa, debajo del televisor.

Me quedó una sola silla, pero no importa demasiado. Casi no recibo visitas, y menos en la cocina. Cuando viene Alicia, tomamos mate en las banquetas del patio, junto a las azaleas que florecen en rojo y rosa. Ella, por supuesto, también tiene a sus propios sentados en casa: los suegros y su mamá, o sea, mi tía.

El intendente Domínguez dispuso que, después de este fin de semana, haya un toque de queda. Porque este sábado es la fiesta de la fundación de Colonia Los Sentados y eso se respeta. Todos sabemos que no la pueden suspender.

Hace días que se apilan las sillas plásticas blancas en la plaza, bajo las guirnaldas con lamparitas de colores. Y que los grupos folclóricos locales y de pueblos vecinos ensayan cantos y bailes.

A toda hora, un camión con altavoz invita a concurrir al festejo. Promete sorteos, carreras de sortija –hace cuánto tiempo que no las organizaban–, la exhibición de un caballo pura sangre campeón en no sé dónde, una obra de teatro para los nenes. Los infaltables puestos de empanadas y choripanes. Y la feria artesanal, donde venden más velas, sahumerios y jabones que otra cosa.

Alicia me propuso ir temprano para conseguir una buena ubicación. Le dije que sí. Así que me levanté temprano a preparar el equipo de mate, la reposera ultraliviana y un mantelito.

Durante la noche, por una vez, el viento se detuvo. Mi prima golpea, puntual. El cielo luminoso y sin nubes nos trae algo de certeza y normalidad. Porque, aunque no salimos de noche, de día también estamos paseando poco.

Caminamos a buen ritmo, así que no demoramos en hacer las diez cuadras hasta la plaza. Están realizando las últimas pruebas de sonido. Las primeras filas de sillas plásticas ya se ocuparon. La zona de reposeras empieza a llenarse, pero igualmente conseguimos una ubicación a no más de veinte metros del escenario.

Con Alicia nos turnamos para dar una vuelta a la plaza, mientras la otra se queda con las reposeras. La feria ya tiene todos sus puestos armados. Los chorizos se cocinan lento sobre las brasas. Las moscas revolotean encima de las campanas que cubren empanadas de carne y pastafrolas.

Mi prima vuelve del humo de las parrillas con dos choripanes enormes, un lujo de almuerzo. Después, la hora vuela, mientras les sacamos el cuero a vecinos y vecinas que toman mate a nuestro alrededor. De a poco, empiezan los primeros números, tímidamente, sobre el escenario. Unas zambas, una competencia de coros escolares a la hora de la siesta. Y la infaltable lista de negocios que auspician el evento, en la voz de una joven locutora.

A medida que avanza la tarde, se va nublando. Y reaparece el viento, otra vez dueño de la llanura pampeana. Los árboles altos de la plaza sacuden el poco follaje que les queda en otoño. Algunas hojas caen sobre las piedritas rojas esparcidas por los caminos.

Mientras oscurece, se van encendiendo las guirnaldas de lamparitas que cruzan la plaza en distintas direcciones. Los focos del escenario, también.

Hace rato que no sube nadie al tablado de madera. Está por comenzar la fiesta propiamente dicha. En la plaza ya no cabe un alfiler. No solo se ven caras conocidas, también vino mucha gente de los pueblos vecinos. En los alrededores se amontonan autos estacionados sobre las veredas, a veces tapando las entradas de los garajes.

Algunos inescrupulosos que llegaron tarde se metieron a la fuerza con las reposeras en las filas de adelante. Pero, igualmente, logramos ver bien. El público comienza a aplaudir, a la espera de que finalmente comiencen los platos fuertes de la celebración. Con Alicia nos sumamos, un poco tibiamente al principio, al batido de palmas que logra tapar la música que sale por los parlantes.

Ya se hizo noche cerrada. Además de las guirnaldas y los focos, las luces azules de los patrulleros se reflejan sobre los troncos de los árboles. Están estacionados sobre las calles laterales, varios con las puertas abiertas. Los aplausos siguen, ganan en intensidad.

Hasta que aparece el intendente Domínguez, de traje y corbata, delante del micrófono. Lo golpea con el dedo, antes de iniciar su discurso, al que prevemos tan soporífero como siempre.

Pero, esta vez, sus palabras duran poco tiempo. Desde los confines de la plaza, empiezan a escucharse voces. Son voces raras, ahuecadas. Voces que nunca habíamos escuchado. Voces que no pueden modular palabras. Voces que emiten sonidos en un coro gutural.

Como puede, Domínguez sigue leyendo. La gente comienza a levantarse de sillas y reposeras a ver qué pasa. Con Alicia también nos incorporamos. El discurso del intendente empieza a mezclarse con las voces gangosas. Oímos sirenas que se aproximan; posiblemente serán los camiones de bomberos. Domínguez da un paso al costado, o tal vez alguien lo empuja. El micrófono queda vacante.

Ya nada parece transcurrir según lo previsto. Los bailarines de folclore que aguardaban subir al escenario desarman filas. El cura se abre paso entre el público. El intendente intenta pasarle el micrófono. Los vendedores desmantelan los puestos a toda velocidad.

Un ruido corto y seco marca el final del sonido. Entonces Alicia me aprieta el brazo derecho tan fuerte que me hace doler, mientras señala hacia el monumento central. Vemos venir la fila larga, interminable, encabezada por Aquiles. Los sentados avanzan a paso torpe por la plaza, mientras el público se desbanda en busca de las salidas. Juraría haber visto a la abuela por el medio de la fila, caminando con su bastón.

Quisiera decírselo a Alicia, pero tiene los ojos desorbitados. Con la mano derecha se tapa la boca. Con la izquierda me sigue apretando, fuerte, el brazo. Vamos, le digo. La sacudo de los hombros y, al fin, reacciona.

La policía no se anima a intervenir y los bomberos que acaban de llegar, tampoco. Un chasquido brusco anuncia el corte de la luz. Ya no hay guirnaldas, solo penumbras y el resplandor de luna que cada tanto se filtra entre las nubes.

Abandonamos las reposeras, volcadas arriba del pasto, como tantas otras. Y nos alejamos pisando basura. Restos de pan, latas de gaseosa, vasos plásticos y servilletas usadas. Giro la cabeza y veo que, a nuestras espaldas, la fila interminable sigue avanzando. Aquiles, en pijama, lidera a ancianos y ancianas que se mueven a los tumbos. Apoyados sobre bastones y trípodes, caminan con torpeza y obstinación por la plaza oscura.

La mayoría del público se aleja lo más rápido que puede. Unos pocos se quedan para intentar entender este espectáculo, el de los viejos y viejas que caminan con las piernas semiflexionadas. Posiblemente se pregunten si, tal vez, alguno de sus propios sentados está en esa larga fila. La panadera de la vuelta, por ejemplo, abraza a una señora con rodete y delantal celeste, que la ignora.

La gente se sigue dispersando en todas direcciones y sin orden alguno. De repente, siento el brazo libre. Alicia desapareció entre la multitud.

Me acurruco contra un árbol, para que nadie me lleve por delante, e intento divisar a mi prima.

Aquiles sube lento las escaleras que conducen al escenario y algunos otros sentados, también. Los siguientes en llegar enderezan sillas y reposeras sobre el césped. Y, pese a que algunas son bastante bajas, logran tomar asiento.

Con dificultad, los sentados empujan dos cañones de humo hasta el borde del escenario. Y empiezan a tirar un vaho denso y gris sobre la plaza, que me hace toser.

Aquiles toma el centro del escenario. Levanta un brazo con lentitud, en señal de triunfo. Los demás sentados sobre el tablado también levantan como pueden sus brazos encorvados, enflaquecidos.

El saludo es correspondido desde las primeras filas de sillas blancas, donde ya no queda nadie del público original. Y los sentados siguen llegando, innumerables. En un desfile torpe, por la diagonal desde el monumento.

Aquiles se para delante del micrófono. Si lo viera mejor, podría decir que hasta, tal vez, sonríe. Entonces habla o, mejor dicho, emite un sonido gutural, larguísimo. Un vocablo lúgubre que se replica. Y retumba en las gargantas de todos los sentados, en la plaza reconquistada.