Por fin habla la china. Ya estaba siendo hora de que alguien le otorgara un ayer ilusorio a esa figura femenina que no fue ni la cautiva ni el ángel del hogar burgués del siglo XIX. ¡Que hable la que le cebó mate y le parió los hijos al hombre sojuzgado de la mitología patria cuando “el paisano vivía y su ranchito tenía / sus hijos y su mujer”!
Habla la china y se presenta con una voz poética como si eligiera los versos nunca rimados que quedaron como fantasmas en la llanura después de que pasó lo que pasó: “Me llamo China, Josephine Star Iron y Tararira, ahora. De entonces conservo sólo, y traducido, el Fierro, que ni siquiera era mío.” El “entonces” remite al poema de Hernández donde fue apenas una mención al paso. Y el “ahora” es esta novela donde nos venimos a enterar, entre muchas conjeturas, que Fierro la ganó en una partida de truco cuando ella tendría 12, que cada tanto le hacía abrir las piernas para descargarse, que había achurado a un hombre no se sabe si por borracho o por obligación; que también se cargó a Raúl, un gaucho sospechado a ojo de haberle birlado la paternidad de uno de los dos hijos que le hizo a su mujer antes de cumplir los 14. Sabemos por esta novela que la china desde entonces no habló más, que muchas veces pensó en achurar a su marido pero luego se acordó de que no tenía a dónde ir. Todas cuestiones que eran de suponer, pero que ahora están dichas.
Un buen día, y esto sí es de público conocimiento, la policía se lleva a la bestia de Fierro. Entonces fue que salió disparada, dejó a los hijos y avanzó por una tierra sembrada de cadáveres que no se ven por la sequía pero que aparecen cuando la lluvia les saca el polvo.
El salto de un cachorro -la animalidad amiga- y una serie de objetos importados -la imaginación técnica- le dieron la pauta de que podía andar suelta. Con ese saber, tan pequeño en apariencia, construye algo mucho más groso: una utopía queer donde el deseo tiene poder de aglutinar voluntades. La China (ya no como sinónimo de hembra sino con mayúsculas) nace de nuevo en el punto que había quedado en la obra de Hernández: la nada.
-¡Porque ni nombre se gastó en ponerle! Tampoco tienen nombre los dos hijos de Fierro que se llaman Hijo mayor e Hijo menor. Claro que el que habla en el libro es el gaucho y es muy probable que ni se acordara de cómo se llamaban los pibes. Muy pocos merecen un nombre en ese desierto.
La que interviene aquí otra vez pero con una vehemencia de facón en mano como si El Gaucho Martín Fierro (1872) hubiera sucedido ayer, o como si estuviera sucediendo, es la autora que, para más pruebas, recita de memoria.
-Fijate que dice: “Tuve en mi pago en un tiempo/hijos, hacienda, mujer”. ¡En ese orden! Y cuando Cruz habla de su china dice así: “No me gusta que otro gallo/ le cacaree a mi gallina/ yo andaba ya con la espina, / hasta que en una ocasión/ lo sorprendí en el jogón/ abrazándome a la china.” Vuelve a nombrarla Fierro una vez y no mucho más cuando se lo llevan: Jergas, poncho, cuanto había/ en casa, tuito lo alcé/ a mi china la dejé/ media desnuda ese día.” Cuando volvió, una vida después, no la encontró. Y él la perdona.
En tu novela es Martín Fierro el que le pide perdón a ella. Además, hace una salida del closet… Narra su encuentro sexual con Cruz. ¿Cómo se te ocurrió hacerlo gay?
-No lo hice gay. Simplemente dejé que se expresara. Martín Fierro enamorado de Cruz es una lectura que el texto original habilita. Pensemos en cómo termina la Primera Parte…
Cruz y Fierro unidos por amistad y recíproco interés abandonan sus obligaciones, “se descuelgan”, y se van con los indios a las tolderías.
-Sí, ¿pero vos viste los términos de la propuesta? “Fabricaremos un toldo/ Como lo hacen tantos otros,/ Con unos cueros de potro/ Que sea sala y sea cocina…”
Pero después dice “Tal vez no falte una china/Que se apiade de nosotros.”
-Bueno, claro. La mujer que se apiada con los quehaceres de la casa y en un segundo plano, es un objeto de época. Hernández y su tiempo, no hablaban en nuestros términos, por supuesto. ¿Pero a vos qué te parece? Nos encontramos vos y yo, a mi me están por matar. Vos dejás tu cargo en la policía y te das vuelta porque me ves muy valiente, te ponés a luchar de mi lado, los matamos a todos, salimos corriendo, de pronto nos miramos y yo te digo: ¿nos vamos a vivir juntas? ¿A qué te suena?
Un poco a Thelma y Louise
-¡No! Ellas no construyen una casita.
Tenés razón.
-Igual no importa “lo que pasó”… Tampoco soy la única que se sintió tentada a pensarlo. En Biografía de Tadeo Isidoro Cruz Borges presenta una especie de flechazo, un amor a primera vista. Cruz, luchado al lado de una docena de soldados contra el gaucho desertor, se ve a sí mismo reflejado en Martín Fierro: ese instante le da su identidad y lo decide a pasarse al lado del otro.
Tu Fierro es un poco más explícito: “Supe su amarga saliva,/ y supe más, me montó, ya nunca quise otra vida”.
-Cuando estaba escribiendo esta novela leí un cuento precioso de Martín Kohan, se llama “El amor”... Allí, Fierro y Cruz asumen su deseo. Van caminando en un silencio muy tenso hasta que finalmente hacen lo que se siente a lo largo del relato que estaban queriendo hacer. Claro que Martín Kohan no pudo con su genio y le da a Cruz el lugar del que chupa y del que pone el culo. No se mete con el culo de Fierro a quien le hace decir en un momento: “Vos date vuelta, Tadeo, que me voy a acomodar, con tantas ganas de entrar que la hora ya no veo.”
Una nación para el desierto
“La miseria alienta la grieta” es la primera reflexión de la China. Y si bien la autora niega haber pensado en el sentido coyuntural de la palabra grieta cuando empezó esta novela hace cuatro años, la tradición gauchesca que siempre ha sido un escenario elegido para dirimir identidad cultural, organización política y social del país, la lleva al campo de batalla.
La china se bautiza sin escatimar cipayismo, sentido del humor y echando mano a lo primero que encuentra por fuera de la miseria: los ojos celestes, los modales, la piel blanca y las tetas pecosas de otra mujer. Una inglesa estanciera de armas y whisky tomar, que pasaba por la llanura en su carreta y la subió. Se llama Elizabeth -como la reina, como el segundo nombre de Cristina, como Elizabeth Taylor- y con ella, la china de pelo duro conoce la seda, el lino, las toallas, el sombrero que le permite una vida sin ampollas bajo el sol, zapatos con cordones y palabras en dos lenguas. La primera en ese vocabulario amoroso es la palabra té. Que en castellano suena como segunda persona del singular (Tí) y en el idioma inglés, se toma en taza de porcelana. El triunfo del modelo de país dependiente, la bienvenida al capital inglés ya no es amenaza ni lamento sino provecho. La china ingresa a esa carreta como quien hoy se sumerge en una página de eBay. Acopia, asocia y aprende. Gabriela dice que al principio pensaba hacer una novela en clave reaccionara, pero luego derivó en este periplo de aprendizaje. “No hay nada mas peligroso que un indio con celular”, afirmaba los otros días un descendiente mapuche entrevistado por SOY. Algo de eso transmite esta china, que no se deja limitar por la crítica al capitalismo entendido como consumo ni por la corrección política, entendida como ética.
Esta libertad del personaje expone también un modo posible de sobrevivir al reconocimiento liberal que reconoce desprotegidos y marginados pero los obliga a acatar las normas que los hacen reconocibles como tales. Pobres, migrantes, travestis, mapuches sometidos a parecerlo. “Ella lo que quiere es vivir, quiere más y más -acota Gabriela- quiere mundo, se interesa por esta mujer y todo lo nuevo que trae, se interesa porque es blanca como ella, porque se le parece un poco, y además… Creo que esa inglesa ha de haber sido un minón.”
Las aventuras de la China Iron es una novela quilombera, presenta una versión desorbitada de los hechos que todos creímos conocer y encima plantea para el aquí y ahora un proyecto de nación migrante, actualizada y comunitaria.
-¿Poliamor? No pensé en esa palabra específicamente. Los lleva el deseo, en la novela están en parejas, viven así, pero se van cruzando, entreverando según lo que vayan deseando. Están organizados, se sienten y son argentinos, son hiper civilizados. Trabajan tres meses y descansan dos. Se ajustan al clima.
Gabriela traza un plan político y social como si esa comunidad que ella sueña ya estuviera en marcha. Un proyecto literario hacia atrás peroque ilumina las desposesiones territoriales, simbólicas del presente.
Aunque si alguien quisiera leer esta épica como una gran historia de amor, tendría con qué. Gabriela Cabezón Cámara, consigue narrar, además, otra forma de la desposesión: ese desgarro que provoca el encuentro con el otro, la ansiedad, el choque amoroso capaz de deshacer el uno. Capaz también de ponerlo ante el abismo, darle una oportunidad y provocar a la acción. Lo que le abre los ojos a la China es una pelirroja de película que anda por medio de la pampa como si nada. Y la china, la ve, y flashea.
El amor aparece aquí por todas partes, pero del lado de los desposeídos. Entre Cruz y Fierro también hay amor además de un sexo rimado y gracioso.
-Sí. Pero ahí sí, insisto en que es un amor que se puede leer en el Martín Fierro original. En La Vuelta cuando Cruz se enferma, Fierro lo cuida tanto como tradicionalmente una mujer cuida al amado. Viste que hay algo de la tradición de lo femenino en el cuidado especial del cuerpo del otro. Bueno, lo cuida con ese amor. Y cuando Cruz se muere, Fierro se quiere morir: Faltó a mis ojos la luz,/ tuve un terrible desmayo./ Caì como herido del rayo/ Cuando lo vi muerto a Cruz. Un tipo que no tiene nombre para la mujer que perdió ni para los hijos que tuvo, se desmaya como una dama victoriana cuando muere el amigo. Después va a la tumba y llora un montón. Pero bueno, más allá de lo que quiso decir Hernández, a mí me gustaba que Fierro se asumiera. Que fuera no puto, re puto.
Muchas veces la imaginación popular decide hacer putos a los mitos o a los patriotas como una especie de revancha, un castigo.
-Puede ser. Yo, en absoluto. Mi idea es que en ese asumirse, en ese renunciar a ser re macho, pueda surgir un ser más libre, más amoroso, más alegre.
Capaz de pedirle perdón a la mujer y sumarse a la caravana.
-Capaz de ver en la mujer otro ser humano. Y de ayudar en el trabajo de la comunidad que armaron.
¿Recordás cuándo leíste el Martín Fierro por primera vez? O mejor: ¿cuando te dieron ganas de meterte con él?
-Lo leí en la facultad y no recuerdo que me haya impresionado. Sí me impactó mucho cuando leí la reescritura tumbera que hace Oscar Fariña en El guacho Martin Fierro. Se podría decir que la primera vez que lo leí de verdad, lo leí traducido. Después volví a leer el original y me encantó.
¿Qué es lo que te sigue fascinando?
-Lo que más me interesa es lo que está afuera, lo que produjo, el universo que se construyó a su alrededor, las reversiones y las lecturas de Borges, de los Lamborghini, Martínez Estrada, lo que hace Lugones me resulta fascinante. También me gusta la música, lo bien que suena el poema. Me interesa la construcción que hace de la lengua popular. Y creo que me gusta especialmente que Fierro sea un héroe que no aprende nada de sus desgracias. Empieza malo y se va haciendo más malo.
“Me dormí en paz, feliz, contenida por perfumes, algodones, perro, pelirroja y escopeta.” Cuando la China ingresa al mundo de la carreta donde no entra tanto polvo, también hace su enumeración y la mujer vuelve a estar casi última …
-Bueno, la última es la escopeta, que no es menos importante en una tierra amenazada. Y más adelante se verá que la enumeración es más amplia todavía. La China no para de enumerar y de organizarse. Más adelante se encuentra con la india, va apareciendo una manada, no te olvides.
¿De dónde saca tu Hernández esas cosas que dice sobre cómo llevar una estancia y sobre lo que hay que hacer con la peonada?
-Lo que dice Hernández, prácticamente todo, lo tomé de Instrucción al estanciero que es un libro posterior al Martín Fierro. Los datos en general están tomados de la primera parte. No me meto con la segunda porque no me interesa La Vuelta, es el libro que escribió para la gilada. Prefiero la parte que pensó cuando estaba en problemas y no la parte relativamente edificante con esos consejos del viejo vizcacha y un sentido común que por otra parte, nunca deja de alertar sobre que hay que hacerse amigo del juez porque la justicia no existe. Una suerte de lo que hoy podríamos llamar un sentido común o sabiduría de reality show.
Revulsionismo histórico
Si Martín Fierro pedía ser leído como paradigma de lo que se vuelve un ser humano bajo presión del Estado, la China Iron es todo lo contrario: lo que puede un ser humano si encuentra un atajo. Una vez que entendió que puede andar suelta, burla la suerte y a los que la tienen. Hernández, aparece en su estancia como un viejo baboso y caballero que cae como un chorlito bajo la modorra del alcohol importado y los coqueteos de Elizabeth, Martín Fierro, por su parte está furioso porque el viejo le ha robado y tergiversado sus versos. Y para coronar el desvío: el primer íntimo e intenso encuentro erótico entre la china y la inglesa se produce en la estancia de Hernández. Gran desacato. El viejo habla, discursea y empieza a desvanecerse mientras el ardor de las mujeres lo va dejando fuera de cuadro, como por efecto del alcohol. Se descubren en una coreografía voluptuosa mientras de fondo el hombre de la casa pierde la voz, la compostura y la conciencia. Lo que nunca se pierde en esta historia es el humor, coartada para sostener esa cuota de poder que ya había señalado Lamborghini en “La gauchesca como arte bufo”. Se ha evaporado el tono de denuncia y de lamento que traía el Fierro original. Ese gaucho cantaba su historia partiendo de su adultez mientras que la China crece sobre la marcha, incluso aumenta algunos centímetros entre las primeras páginas y las últimas, tiene el espíritu maleable de los héroes más próximos, los que no están del todo hechos.
Gabriela Cabezón Cámara practica una suerte de revulsionismo histórico, una mirada al pasado no tanto para rescatar ni como revancha sino como purga. Escritura revulsiva en el sentido de purgante y de un movimiento que empuja la aparición de una voz que desentona, que se deja oir, como lo hace todo ejercicio de lectura queer. “Saber cómo habla un personaje es saber quién es -Borges dixit-, descubrir una entonación, una voz, una sintaxis peculiar, es haber descubierto un destino.” Y eso es exactamente lo que viene sabiendo Gabriela Cabezón Cámara desde que irrumpió con La virgen Cabeza. “Hay que vernos, pero no nos van a ver. Migramos en otoño por los ríos no navegables para los barcos de los argentinos y los uruguayos. Migramos para no pasar frío, migramos para no estar nunca en el lugar en el que esperan que estemos”, anuncia y amenaza la voz de esta comunidad que va por ríos, se multiplica. Las aventuras de la China Iron construye una utopía invertida y le arranca al pasado una esperanza: nunca fuimos tan queer como podremos ser.