El cuento por su autor
La infancia era una tierra casi atemporal, el tiempo transcurría moroso, todo tenía el gusto de una siesta larga y profunda. Lo que me rodeaba era confuso y fascinante, mi vida germinaba tratando de acomodarse al mundo. De esa otra vida me quedan algunas imágenes, en este relato quise dar cuenta de algunas de ellas sin ánimo de ser verídico; coagular algunos recuerdos y dar cuenta de lo que veía en crudo, sin esquivar el lirismo ni la mitificación, porque así veía las cosas. Mis padres y sus amigos en un asado, las enfermedades de la época, las pesadillas, el reconocimiento del propio cuerpo, la caída de ese mundo idílico. A la hora de escribir este relato me fue imposible desligarme de mis vivencias, pero fueron solo motivos para narrar, la historia personal importa poco. Lo que intenté fue dar cuenta de las fabulaciones de un niño, de la locura de esos primeros años en la Tierra.
La comilona
Lo primero que hacía al despertarme era meterme en la pileta. Durante el verano vivía feliz en una parcela de la eternidad, antes de volver a la escuela. Pero había hollín en la pileta. Mamá puteaba, la chimenea de la fábrica de al lado nos arruinaba las mañanas; en el agua verde flotaban costras de óxido, pétalos de carbón. Mamá odiaba el hollín y que sus hijitos no pudieran refrescarse en las aguas transparentes de la pelopincho. La chimenea de la fábrica era un tubo largo, grasiento, ladeado, amenazando con caer sobre nuestra casa, que parecía reírse de mi vieja cada vez que nos gaseaba con ese humo químico. Cuando la chimenea se activaba el cielo, como regado por líquido solvente, se tornaba de un celeste cristalino a blanco grisáceo, sucio. Nuestro patio se oscurecía por el humo. Había que refugiarse en la casa. La casita estaba ubicada en el fondo de una fábrica de zapatos. Los ladrillos de las paredes del patio eran naranja, como el sol, las chapas de la casa y el pelaje de nuestro perro. La corrosión del óxido era nuestra decoración natural. Solo la pileta de lona azul, desbordante de agua clara nos arrancaba de ese color ácido y candente. Mi hermano era un perro, o un mono. Un cuerpito desnudo que gateaba frenético por el patio y comía hojas y tierra. Mi hermano marrón, mi hermano animal. Papá era joven y fuerte, mamá era joven y linda. Mamá: rosa, papá: negro. Yo, blanco. Hermano, mono. Papá no estaba nunca, pero mamá era mi amiga y se pasaba toda la tarde conmigo y mi hermano perro en la pileta. Mi hermanito se colgaba a ella como un tití y yo le compartía el lujo de una mamá linda y rosada, aunque él fuese un salvaje, para que nadaran juntos. Papá volvía de trabajar con cara de odio y se iba a dormir. Pero, a veces, llegaba y se tiraba a la pileta de un bombazo. Y también se hacía el muerto, flotaba con su melena negra que se expandía en el agua como una tinta y con mi hermano le pegábamos en la cabeza para que saliera a respirar. Papá siempre estaba en cuero, con los músculos bien redondeados igual a mis muñecos de guerra, salvo cuando salía por la noche que usaba unas botas de vaquero, unos jeans celestes ajustados y unas camisas sueltas de bucanero adentro del pantalón. Papá se me escapaba, su presencia era fugaz, inalcanzable, pero mientras jugaba en la pileta sabía que en algún momento iba a llegar a refrescar su melena.
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Cuando la casa se limpia con muchos productos, va a llegar gente. La limpieza empezó temprano aunque los invitados llegarán de noche. Suena música, es Pink Floyd, el cassette de The Wall. Me quedo tirado en la cama escuchando esas canciones y empiezo a conocer un sentimiento nuevo, apenas puedo asimilarlo. La casa parece vacía, me siento abandonado, me van a dejar solo cuidando a mi hermano salvaje, se van a ir. Vamos a pedir ayuda en la fábrica, alguien capaz venga a darnos de comer. Mamá está cerca, papá también, uno lava los platos y el otro trapea, pero están lejos. Me gusta torturarme pensando que voy a ser dejado por mi familia. Ahora estoy muerto, cierro los ojos y aguanto el aire, juego a estar muerto. Quiero morir y que todos lloren. Se siente bien simular tristeza con esa música sonando, pero después de un rato me angustio de verdad. La sensación nueva va germinando, se pueden extrañar las cosas que todavía no perdí. Ahí están los cuerpos que amo y los extraño como si estuviesen lejos mío. Asomo la cabeza y veo la pileta con el agua recién cambiada, mamá y papá toman sol en el piso rojo crudo del cemento que parece baldeado con sangre de gallo. La melancolía, con su cuerpo de monstruo recién parido, ya hizo su presentación triunfal y vuelve a descansar en algún gabinete de mi cerebro. Si papá y mamá no duermen siesta, me siento bien, odio las siestas. Saber que a la noche vienen los amigos de papá que también se meten en la pileta me llena de euforia. A la tarde, mamá me hace pasar Blem a los muebles. Ese perfume cremoso se embarra por la madera sacándole brillo. El piso también reluce. Pino. Lavanda. La casa se refresca y el naranja del patio es lavado por el verde cuando empieza a declinar la fuerza del sol.
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Instantáneas. Papá en bata con su melena de cacique bíblico, tomando mate en la cama. Papá en cuero y shorts de jean pintando el patio color salmón. Papá de remisero en un Peugeot 504: el rayo amarillo. Mamá, linda, rosa, joven. ¿Es tu hermano? No, es mi hijo. Papá escuchando con auriculares un cassette que se llama “Negociación efectiva”, tiene los ojos cerrados y solo los abre para tomar notas. Papá vestido de blanco siendo bautizado en una pileta de lona. Papá les corta el pelo a los zapateros de la fábrica. Papá empieza a trabajar en la fábrica. Mamá se hizo un tatuaje, una florcita en la panza para tapar una cicatriz. Mamá se rapó el pelo y todos le festejan cómo le queda. Hermano mono crece. Tiene dientes, habla, aprende a trepar. Hermano mono salta de la cama marinera y se rebana la cabeza con el ventilador, corre con el cuero cabelludo levantado aleteando, empapado de sangre. Sobrevive. Se cae del techo de cabeza, convulsiona. Se la pasa en hospitales: no lo mata nada. Es un animalito que va embelleciéndose. El nene lindo y principesco que yo creía ser, pierde terreno y el niño salvaje conquista las miradas de la gente. Juega al lado mío, me imita, imita cómo hablo, mis movimientos. Papá trabaja diseñando ropa con un amigo, tiene su propia marca. Se viste a la moda. Cambia de auto. Se ata la melena, usa unos lentes redondos. Sacaron la chimenea de al lado, mamá ganó. Papá sin trabajo. Duerme la siesta en el sillón, fuma y escucha la radio. Papá empieza a estudiar de noche. Yo los veo crecer, cambiar, pero yo sigo siendo un bebé, estoy en una habitación que no sufre la corrosión de los años. Tomo la mamadera tibia en la cama, la pieza está llena de luz, no hay tiempo. Suspendido entre el sueño y el alimento. Haciendo nuditos en las sábanas, larvando pensamientos como pastas informes, deglutiendo leche dulce, deyectando mierda líquida.
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Me desperté de un salto, sabía que no había nadie en la casa, que no había nadie en el barrio. Fui a la pieza de mis papás, silencio, la cama vacía. Desde la oscuridad de mi cuarto podía ver un resplandor de materiales crepitando y una luz roja que titilaba en el comedor, grité llamando a mi familia y nadie respondió. Fui al comedor, tampoco los encontré ahí. No había fuego, nada se quemaba, pero la luz rojiza de una combustión alumbraba el ambiente. La tele estaba prendida, el cenicero de papá echaba humo, el ventilador giraba; en el patio las plantas de mamá se retorcían como un gusano al que le tiraron sal. Todos los aparatos y los objetos parecían vivos, animados, querían expresar algo; a partir de ese momento, y para siempre, iba a compartir mi vida solo con ellos. Fui a la fábrica. La fauna mecánica vibraba, las máquinas funcionaban igual que en una jornada cualquiera. Corrí gritando por ayuda por los depósitos, los altillos, las oficinas. No había gente, solo ese gusto a sus presencias, como si hubieran tenido que irse minutos antes dejando un perfume humano en el aire. Cuando escuché, a lo lejos, el teléfono de mi casa sonando, corrí con toda mi fuerza. Mientras más me acercaba el sonido se volvía un chirrido metálico parecido a una sirena, no podía llegar, el pasillo se estiraba en un bucle infinito. Finalmente, cuando por fin iba a alcanzar el teléfono, me inundó el terror, no me animaba a contestar la llamada, pero la voz del otro lado del tubo se escuchó igual.
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Publicidades de prevención. CÓLERA y SIDA. El cólera era verde espinaca, el sida rojo. El cólera era una enfermedad que se compartía en familia, una peste vegetal, muy solemne pero no aterraba. El sida era implacable, atacaba individualmente; un virus nocturno y joven que se escondía en los callejones oscuros. Yo solo lo asociaba a las drogas, el sexo no existía en mi cabeza. El cassette de The Wall tenía mucho sida, la música que escuchaban papá y mamá también, los pibes que paraban en la esquina de casa tenían sida, algunos obreros de la fábrica, las hermanas mayores de mis amigos. El sida estaba impregnado en las cosas que más me gustaban. Una publicidad de prevención retrataba una cocina humilde, las manos de una mujer lavaban verduras que se veían fragantes y carnosas, después las hervía en una cacerola con un chorrito de lavandina, la voz en off severa de médico, guiaba cada paso. Yo almorzaba un churrasco seco, moría por comer esas verduras limpias de cólera. No me gustaban las verduras, pero manipuladas por esas manos gorditas y suaves se veían deliciosas. Cada vez que ponía la tele al mediodía con hambre, esperaba ver esa publicidad. Las publicidades de prevención del sida eran de una atracción espectacular y me las confundía con las de prevención de drogas. Había dibujos animados, parejas besándose en autos, hospitales con gente entubada, noticias de famosos enfermos, y se potenciaban con las charlas de mis padres, del exterior llegaban historias de esa enfermedad. Si tenían sida, eran drogadictos, si eran drogadictos, se arrastraban por callejones y vivían en las alcantarillas. Las drogas para mí se comían. Dentro de una caja llena de formas extrañas venía la droga, igual a un paquete de galletitas surtidas pero con colores de comida descompuesta. Los jóvenes se comían la droga y se volvían monstruos, según la droga que les hubiera tocado iban a tomar una forma especial y un tipo de locura. Y después de consumir mucha droga, la última mutación física los transformaba en sidosos. Lo más aterrador: papá y mamá tenían amigos con sida.
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Dos veces pegó papá. Pegó más, pero dos veces a lo grande. Thor era un perro ovejero, la gente le tenía miedo, cuando alguien entraba a la casa había que atarlo porque enloquecía de furia. Le gustaba arrancar con los dientes pedazos de ladrillos salidos de las paredes. Cuando nació mi hermano mis padres tenían miedo de que el perro se lo comiera, pero el animal lo olfateaba y lo lamía como si fuese su cachorro, a veces comían del mismo plato de lata donde mis viejos le tiraban sobras de comida. El perro era voraz, no le alcanzaba con la comida que le dábamos, podía comer ladrillos, un gato, cualquier cosa. Después largaba unas tortas de mierda humeantes que nadie quería limpiar. Por esa época mamá fue conmigo a buscar una caja de comida que repartían en una unidad básica del barrio. Cuando hacíamos la cola esperando nuestra caja, mamá tenía la misma cara que cuando se despertaba con la pileta negra de hollín. Una noche papá hizo un guiso de fideos y dejó la olla cerca de la ventana. Al momento de cenar no estaba la olla, en el patio se escuchaba la boca de Thor engullendo. Mi viejo salió al patio y quiso arrebatarle la olla, Thor le gruñó, papá volvió a enfrentarlo con una escoba, se le fue encima mientras el perro devoraba nuestra cena. Le entró a dar palazos en el lomo, papá ya no era papá, era un asesino, con otra cara. El perro corría y papá tiraba esos palazos mientras lo puteaba con una voz que nunca habíamos escuchado; el perro no se defendía. Nosotros mirábamos llorando desde la ventana y mamá trataba de pararlo, pero papá no escuchaba. Solo quería matar al perro. Le pegó hasta que le quedó la escoba partida a la mitad en la mano. Cuando nos fuimos a dormir, papá se quedó en el patio sentado, acariciando y hablándole al perro que parecía dormido.
La segunda vez que pegó, no sé si fue antes o después de lo del perro. Llegó del trabajo con un chocolatín para cada uno. Después de cenar comí ese chocolate como una ambrosía, disfrutando cada pedacito. Cuando me acosté en la cama, entró mamá a la pieza y me preguntó cuántos chocolates había comido. Me comí uno. Decí la verdad. Me comí el mío. Pero falta un chocolate y tu hermano no se comió el suyo, lo comiste vos. Yo me comí el mío. Mamá estaba furiosa. Después vino papá con el mismo interrogatorio. Me dijo que si decía la verdad, no me iban a retar. Yo no fui, se habrá perdido, comí uno solo. Papá me dio una cachetada. Decí la verdad. Es la verdad. Otro bife: picoso, sonoro. Decí la verdad o te cago a palos. Torrente de llanto, tallarines de mocos colgando: ¡Es la verdad, comí uno solo! Si me decís que fuiste vos no te pego más. Lo seguí negando. Al rato dormía, papá entró a la habitación, tenía un cinturón en la mano. El primer golpe fue caer en una nueva realidad donde nuestro héroe nos puede traicionar. Sentí la rabia, otro sentimiento hacía su desfile por mi cerebro, y fuimos uno con la rabia; a cada latigazo en el culo, más me abrazaba a esa compañera de hierro que era superior al dolor, no iba a declinar, la rabia hablaba por mÍ: no fui yo. Me quedé dormido pensando que tal vez había comido ese chocolate sin darme cuenta, que era un mentiroso y un cagón, que merecía tener el culo al rojo vivo. Papá me despertó y me dijo que encontraron el chocolatín. Me abrazó y me besó, él lloraba y yo también, pensé que me iba a sacar por el barrio cargado sobre los hombros porque estaba poseído de alegría. Papá fanático. Habló de orgullo y de mantener la palabra, de la verdad y la mentira y la injusticia del mundo; tal vez habló de Jesús y si no habló, era lo mismo, porque siempre que papá se emocionaba, Jesús parecía estar crucificado en nuestro patio, agonizando.
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Fueron muchas noches, pero ahora se me presenta como una sola, la comilona interminable. El recuerdo está vivo. Puedo caminar por él, tocarlo, habitar la comilona con mi cuerpo de nenito. Paseo por ese patio, no es la realidad, pero es superior a la realidad. La realidad miente. Si pudiese ver las cosas tal cual sucedieron en el pasado, me decepcionaría. El registro real de los momentos no existe, el fárrago exagerado de la memoria es lo único que importa.
Camino entre ellos, algunos me rascan la cabeza cuando pasan por al lado. Papá está en la parrilla. Veo una gárgola jorobada con la barbilla de piedra rozando el suelo, se llama Garufa, viene hacia mí, con voz gangosa empastada de hiedras, me dice: ¿quia hashés vándalo?, y me da unas palmaditas. Después se me acerca el Mugre, tiene un chaleco de jean y la panza pálida al aire, el pecho caído le transpira alcohol, me da un cassette. Cabezón, andá a poner este. Es Riff en vivo. Voy corriendo con mi misión. Se escucha el sonido lluvioso del cassette mal grabado, todos putean al Mugre que hace puchero. Ahora suenan los Stones. Me estoy cagando, tengo que hacer fila para entrar al baño. Van pasando abrazados, de a dos o de a tres. Cuando estoy por entrar sale un adolescente de rulos que me sonríe con ternura. Yo sé quién es, él tiene la enfermedad. Entro al baño, lleno la tapa del inodoro de papel higiénico, cago lo más rápido que puedo, ¿me contagiará?, ¿se habrá sentado en el inodoro?
El patio parece enorme. Los invitados se dividen en grupos. Veo a tres flacuchos en cuero tomando de una jarra y charlando con mi padrino, Pascual, que me parece alto, negro y flaco, como un jugador de básquet. Una pareja baila en patas rocanrol. Un tipo vestido con ropa verde oliva de militar le hace una toma de judo a una chica que se cae al suelo cagándose de risa. Fabi, borracho, es un tornado y rebota por el patio arrasando todo lo que se cruza, con una risa que da miedo. Agarro unos muñecos y juego abajo de la mesa del patio. Entre las cervezas vacías veo la pileta llena de hipopótamos y sultanes hirviendo en el agua. Las piernas de las mujeres zapatean al ritmo de la música, pies con sandalias, me dan ganas de hacerles cosquillas. Me arrastro con mis muñecos por el suelo. Atravieso las damajuanas negras con su corsé de plástico, los sifones tirados que parecen loros petrificados, las tapitas de cerveza, el pegote dulce de un manchón de vino. Me fascina escuchar las carcajadas. Son carcajadas contagiosas que van encendiendo a los grupos como una llamarada; cada contagiado de risa vomita la carcajada, llora, se cae de rodillas. Carcajadas batidas con las puteadas que no se dicen en casa, las palabras prohibidas que yo no puedo decir, porque están envueltas en púas (rebota por el patio de un grupo a otro: gordo trolo/ chupame la pija/ pedazo de puto), toda la ponzoña que largan los amigos de papá y mamá cae al piso como frutas lascivas con la pulpa al aire, las voy juntando y me las trago, las repito para adentro: concha, culo, pija, puto, saboreo el jugo de cada palabra, me siento desnudo cuando las escucho. Las guardo para el día que pueda lanzarlas en público. Cada vez más gente se mete a la pileta donde chapotean los gordos, el agua rebalsa. Papá charla con Pascual y Fabi del pájaro metálico de una canción, en otro grupo hablan del avión negro de Perón. Para mí un avión negro con cabeza de aguilucho surca el cielo alumbrándonos con luces rojas a punto de caer en picada sobre nosotros.
Me mandaron a dormir, pero estoy excitado y quiero seguir jugando. Desde mi cama puedo escucharlos. Me trepo a una silla y los miro desde la oscuridad. La reunión languidece, los amigos empiezan a irse, de a poco llega la luz al patio y queda la mesa chica de la reunión. Papá y mamá están sentados uno junto al otro contentos, olvidándose de la guerra doméstica, de tener que vivir reinventando capacidades para no sucumbir. En unos días papá va a ir a vender bombachas con mi tío a Paraguay. Mamá va empezar la facultad. Tienen 23 años.