El cuento por su autor

¿Cómo surge un cuento? Es la pregunta que tiene tantas respuestas como autores. Yo tengo varios modos de escribirlos. Puede ser que la imaginación se dispare con algo que veo, o una frase se me venga de repente a la cabeza, o necesite escaparme de algún lugar mientras mi cuerpo permanece allí.

La idea de “Downswing”, por ejemplo, apareció un domingo mientras manejaba en la multitrocha que atraviesa la ciudad de Neuquén (un lugar que trato de evitar porque me resulta deprimente). Si alguien me preguntara el porqué, le diría que lea este cuento; es lo que me provoca esta ciudad del norte de la meseta patagónica: un desierto violentamente urbanizado por la abundancia de petrodólares, en el cual sus habitantes sistematizan el ocio y maximizan el relax de los feriados apiñándose en enormes shoppings.

El semáforo se puso rojo. A la vera de la ruta, en una calle colectora, vi un autoservicio de hamburguesas de esos en los que se puede pedir y retirar la comida sin bajarse del vehículo. Tuve tiempo de observar el primer auto de la hilera con un hombre al volante y un chico al lado, esperando su turno junto a la ventanilla. El semáforo cambió y yo avancé, pero la imagen de ese momento entre quienes supuse padre e hijo, no me abandonó. Me pregunté si, a diferencia de lo que me sucedía, ellos la estarían pasando bien. Entonces cuando llegué a casa, escribí esta historia para descubrirlo.

Downswing

El bocinazo lo hizo sobresaltar. Miró por el espejo retrovisor: el tipo del auto de atrás lo apuraba, ahora con cambio de luces.

–¡Dale, pá! –protestó Enzo, que con diez años parecía más rápido de reacción que él.

Puso primera y avanzó en la hilera interminable del Automac de la zona. Al chico lo entusiasmaban pocas cosas, pero comer hamburguesas en el coche parecía algo que podían hacer juntos. Era domingo y le tocaba tenerlo hasta la cena. Casi ocho horas más lidiando con sus caprichos, porque a Enzo, además del Iphone 13 que acababa de regalarle, se le había ocurrido que quería un perro. Y de eso estaban hablando cuando le pegaron el bocinazo. “¿Adoptar un perro?”, había preguntado él como si hubiera escuchado mal, pero el chico deletreó irritado comprar. E incluso agregó dónde: “En la veterinaria de la calle Alem”, quitándole capacidad operativa hasta en los detalles.

El auto de adelante era el que no avanzaba ahora y entonces él también, ya alerta y reactivo, empezó a darle a la bocina. Miró a Enzo de reojo, pero no vio más que la cara de aburrimiento y decepción de siempre, aunque oyó que seguía:

–Fuimos con mamá a verlo, se puede elegir el color. Un schnauzer tamaño grande, de tres meses.

El sonido schnauzer, pronunciado con el correctísimo alemán de la Deutsche Schule a la que lo enviaban desde el jardín (y con una cuota que ya estaba por las nubes), le indicó que el asunto debía resolverse de alguna manera, sin darle el gusto a su exmujer de llamarlo miserable o rata, los adjetivos con que adornaba las conversaciones en los últimos tiempos. Pero Enzo no le dio tregua ni para pensar una respuesta y entonces él le dijo okey dos o tres veces. Era algo que simplemente hacía, su única forma de ser padre: consentirlo.

Las bandejas de papel metalizado que le alcanzó la empleada del Automac se torcieron y se derramó coca en la ventanilla, pero él logró meter el cambio y acelerar antes de que los de atrás volvieran a la bocina. Resultaba incómodo sostener la hamburguesa con una mano y maniobrar con la otra, pero a Enzo le gustaba comer en movimiento. Puso el guiño y subió a la multitrocha.

El plan de los domingos consistía en almorzar mientras se dirigían al shopping en la otra punta de la ciudad, con sus máquinas estrepitosas y los pisos de alfombras que amortiguaban los pasos, los sonidos electrónicos de los juegos y las risas casi siempre histéricas de los adolescentes que las manejaban. Familias completas mirando vidrieras y precios inaccesibles, mientras la naturaleza impresionante de la zona se ofrecía gratuitamente al otro lado. Eran las dos y media. Conectó la radio y buscó el relato del partido. El chico se calzó los auriculares del novísimo smartphone frenando cualquier intento de compartir la tarde charlando o lo que fuera.

Entonces tuvo la sensación de conducir un barco agujereado: su exmatrimonio, su paternidad, su propia vida se hundían. ¿Quién era él en la mirada de los otros? Trató de componer una imagen aceptable de gerente de banco, pero no llegaba a esa altura. Apenas un oficial de cuentas de una sucursal de provincia en un pueblito de mierda, incapaz de obtener algún logro para que su pibe lo viera con los mismos ojos con los que admiraba al padre de Nelson, el señor Williams, a la salida del colegio. El tipo parecía verdaderamente un empresario hasta en la vereda y él, invariablemente, su empleado: “qué tal, señor Williams”, “buenas tardes, señor Williams”. Se odiaba por no poder tutearlo, aunque ambos rondaran los cuarenta y no los uniera ninguna dependencia laboral. La dependencia era de otra índole: el hombre imponía respeto, con esa clase de superioridad que da el dinero en abundancia, el simple hecho de no tener que sumar y restar cuando uno necesita hacer un gasto. Las miradas de las madres se clavaban con disimulo en su cabeza perfecta, su bronceado eterno y sus anteojos Ray-Ban haciendo juego en una alianza casual de poder y elegancia.

Se le vino a la cabeza su propia infancia, a los diez años, cuando esperaba los domingos para ir a pescar con su padre, don Aldo. No le importaba que el viejo, considerado el mejor pescador de la zona, pronunciara mal algunas palabras o exhibiera cataratas prematuras y dedos en garfio, típicos de soldador: dedos torpes que le impedían asir una copa de cristal. Todos esos detalles que avergonzaban a su novia, la futura madre de Enzo, a punto tal que sin proponérselo, después del matrimonio, fueron dejando de invitarlo a la casa y luego también de ir a la de él, hasta que terminaron distanciados de forma irremediable. Don Aldo murió sin conocer a su nieto y él lo aceptó como un hecho fatal. Pero ahora, sin saber por qué (quizá por las palabras comprar y schnauzer) lo asaltó un malestar profundo, un deseo de cambiar las cosas. Entonces se acordó que desde el domingo anterior cargaba las cañas en el auto, pero no se había atrevido a proponérselo al chico, que tenía un temperamento eléctrico y urbano, propio de esta era y a siglos de distancia de su niñez rural.

Puso el guiño y dobló a la derecha por una calle de tierra.

–¿Y el shopping? –se alarmó Enzo quitándose los auriculares– ¿Adónde vamos?

–A pescar –le respondió con una autoridad fingida–: es hora de un poco de aire libre.

Lo vio cubrirse los oídos bufando y patear en forma rítmica la mochila colocada a sus pies. El río no estaba lejos, se podía adivinar el cauce detrás de las últimas hileras de álamos al final de la ruta.

Estacionó en el inicio del sendero que llevaba hasta un lugar preciso: “Allí en el pozón, debajo del sauce, ¿ves?”. Su propio padre le mostraba los rincones de mejor pique, con sus dedos deformes enlazaba el sedal, colocaba los señuelos y luego lo dejaba hacer bajo su mirada atenta. Vigilaba esas manitos temblorosas y él se esforzaba por repetir todo sin errarle, esperando el movimiento de cabeza con que el viejo expresaba su satisfacción.

Abrió el baúl y le dio una caña a Enzo sin mirarlo para no ver el mismo gesto desdeñoso de su madre. Porque Nelson Williams los domingos no iba a pescar, sino a jugar golf “en el patio de su propia casa” y el papá lo dejaba manejar el carrito. Luego ambos, vestidos con la misma ropa deportiva, se acercaban hasta la barra del Club House a tomar una coca servida en vasos de un cristal facetado, tan fino que la bebida parecía destellar al sol que entraba por los ventanales. Su exmujer lo había presionado para que compraran un lote allí mismo. La información quedó sobre la mesa de luz: un folleto de tapas gruesas, satinado y a color, con el nombre del barrio impreso en relieve: Los Canales de Plottier. Lo ignoró todo lo que pudo hasta que ella le dijo que ahí era donde quería vivir. Recuerda haber mirado entonces, por complacerla, esa foto de campos inmensos como de seda verde:

Un proyecto emblemático para la región, con cancha profesional de 18 hoyos par 72 que apunta a satisfacer las más altas exigencias de los jugadores, atrayendo a empresas y marcas líderes que acompañan al deporte. Un campo que propone extensos fairways y el agua como su sello distintivo…

El folleto continuaba describiendo las bondades técnicas de la cancha y los terrenos circundantes, añosos sauces y recientes plantaciones de calafates, cohiues y mutisias, las ventajas de vivir la Patagonia de esa manera. En resumen, un modo de ser con todo lo que implicaba: mujeres hermosas de gustos caros que lo mirarían como al señor Williams, pero principalmente con respeto. Así que terminó solicitando un crédito a tasa favorable para empleados del banco y compró lo único que pudo: un lote de los últimos que quedaban a la venta –el más pequeño y alejado–. Pero aún así por un tiempo tuvo la satisfacción de ver cierto asombro en la mirada de su esposa, alguna clase de ternura que lo emocionaba y el entusiasmo del chico, al que habían puesto al tanto del lugar en el que construirían la futura casa y de la necesidad de ahorrar en consecuencia. “Así que nada de caprichos que todo no se puede”, había dicho él. “Bueno, no será para tanto”, dijo ella al ver que Enzo ponía los ojos en blanco y torcía la boca.

Las clases de golf que se vio obligado a tomar para que tuviera sentido vivir en aquel barrio, y la ropa adecuada –“es un deporte taaan elegante”, decía su esposa con voz suave, mientras le masajeaba los hombros cuando a él lo que le dolía era la cintura–, le agregaron gastos astronómicos a su tarjeta.

Poco tiempo después, la situación económica empeoró: “era algo que todos sabían menos vos que justo trabajás en un banco, cómo te metiste con un crédito en dólares, en qué estabas pensando, y ahora qué hacemos”, etcétera. Vendieron el terreno y adiós Club de Golf, adiós miradas de asombro y gestos de ternura. Pero, ¿quién hubiera sido capaz de advertir lo que iba a suceder en el país? ¿Cómo anticipar que todo se iría al diablo igual que su matrimonio? ¿Debía haber tomado clases de política también, además de trabajar como un esclavo para satisfacer exigencias inalcanzables?

Tres meses más tarde se separaron y lo único que les tocó repartir fue el tiempo de Enzo, porque las deudas las había asumido a su cargo.

Armó la primera caña y colocó el reel, intentando que su hijo prestara atención al ajuste de las roscas. Tomó la tanza y comenzó a sacarla con cuidado por los pasahilos y, cuando llegó a la punta y quiso que el chico abriera el esmerillón para enganchar el señuelo, lo vio bostezar ostensiblemente. Igual intentó entusiasmarlo, enseñarle cosas elementales: “Así, Enzo, ¿ves? tiene que estar perpendicular a la superficie del agua cuando hay viento. No tan atrás, arriba, vamos, rápido”. Era su padre enseñándole a él. Pero su hijo no le tenía ningún respeto, ni quería agradarle ni complacerlo. Quería ir al shopping.

Decidió dar por terminado el domingo casi cinco horas antes para alivio de ambos (una reunión urgente de trabajo, mintió). Durante la vuelta tuvo que soportar otra vez el acoso por lo del perro. “Vos insistí, tesoro”, lo habría instruido la madre. Y bien que lo consiguió: los ojos le brillaban al pronunciar schnauzer, ya entusiasmado sin duda por imaginarse dueño de un animal de raza más grande que el de Nelson Williams, que era mediano. Para conformarlo le prometió ir a la veterinaria el lunes y siguió manejando distraído, apenas consciente de haber tomado el camino hacia la casa donde vivió su infancia. Necesitaba volver al origen de todo, a aquello de lo que ojalá nunca hubiera salido. Se recordó jugando al fútbol en el terreno pedregoso con una pelota de goma, extrañamente feliz, transpirado, sin más conocimiento de que para ganar había que meter goles. Las reglas del golf eran mucho más complicadas y aunque se las sabía de memoria se habían convertido en información inútil: el desplazamiento de la cadera, el movimiento lateral que componía el downswing y aseguraba la bajada precisa del hierro antes del golpe: la exactitud dependería de lo flexible que uno pudiera ser. En esos momentos le entraba un nerviosismo inexplicable; temía fallar en esa maniobra que su mujer consideraba, además de elegante, tan sensual. Quizá lo estresaba no poder jugar como el señor Williams, quien le llevaba años de ventaja transitando el fairway.

Se detuvo un momento frente a su antigua casa. Quién viviría allí ahora. Tuvo el impulso de contarle a su hijo lo que estaba mirando pero desistió. Enzo no quería coleccionar historias: solo acumulaba objetos.

Manejó durante media hora más, ambos en silencio, hasta que llegó a lo de su ex. Estacionó frente al jardín delantero. Una cuatro por cuatro ocupaba el garaje que nadie usaba, porque tenían un solo vehículo compartido en días alternados.

–¿Quién será? –preguntó.

–El novio de mami –dijo el chico brutalmente, y se desprendió el cinturón, cerró de un portazo y corrió hacia la entrada.

Se quedó inmóvil, las manos aferradas al volante hasta que los nudillos se le pusieron blancos y luego rojos. Bastaba algo tan grosero como esa enorme camioneta negra con llantas de aleación para que se sintiera despreciable: podía imaginarse sin esfuerzo quién le regalaría a Enzo un Apple Watch serie 6, un lápiz 3D, una Mini Soccer de Sphero. Abrió la ventanilla para no ahogarse. El aire de otoño hizo volar las últimas hojas del plátano de la vereda. La calle parecía ancha y solitaria, y él estaba ahí, tan rígido e indefenso.