Era 2017, ella tenía en una mano la olla y en la otra el cucharón de madera, y los golpeaba al ritmo para reclamar por las medidas del presidente de turno. Mientras lo hacía sonreía, porque la bronca, la indignación, el temor y su entendimiento de la realidad quedaban en segundo plano al ver un grupo de veinte o treinta vecinos que, convocatoria virtual mediante, se congregaban en la plaza central de su amado pueblo por una misma causa.
Él, que se había mudado allí hacía pocos meses, apenas estaba a mitad del secundario. La movida la organizó su papá, y como lo acompañaba a todos lados, aquella vez no fue la excepción. Como toda plaza típica de pueblo bonaerense, ésta estaba rodeada por la Municipalidad, la iglesia y la vieja estación de tren, que fueron testigos del amor a primera vista.
En la única escuela de la zona no se cruzaron porque ella había terminado sus estudios secundarios el año anterior. La joven ya estudiaba en La Plata y volvía a sus pagos para ver a su mamá, asistir a los encuentros políticos o visitar algún amigo por su cumpleaños. Algo de eso coincidió con aquel cacerolazo, donde el pibe que venía de otro lado la conoció por primera vez y donde lo flechó para siempre con la sonrisa que sobresalía a la distancia.
Siempre pillo y calando la jugada, él no le demostró su devoción por dos motivos. Primero por el contexto, porque en los pueblos el boca en boca corre rápido y al otro día capaz ya se había enterado hasta el almacenero. Y segundo, porque quizás estaba el novio a dos metros y se comía una trompada por interpretar erróneamente que la chica alta estaba sola. Al final el silencio fue su amigo, porque a los tres meses ella lo invitó a militar en la unidad básica del pueblo y él tenía todas las cartas en la mano.
El contexto político nacional y provincial profundizaba su crisis teñida de amarillo y juntos decidieron Levantar la voz en una localidad acostumbrada al silencio (forjado por la base militar ubicada a un par de kilómetros). El caso más sobresaliente fue el de Santiago Maldonado. Pintaron banderas, salieron a la calle y reclamaron semana tras semana. Al igual que la primera vez, al pibe lo volvía loco que, a pesar de las dificultades, ella no perdía la sonrisa.
En una fiestas de esas que los viejos de ahora llaman "asaltos", a casi un año de conocerse, él le dijo lo que siempre quiso decirle y ligó un beso que hasta hoy recuerda. Ella, un par de años mayor, interpretó que el pibe se lo merecía, pero meses más tarde formó una pareja con otro pibe y se distanciaron por cuatro años.
Durante ese tiempo, aquel amor que nació en un cacerolazo y por culpa de una sonrisa entró en un loop que se asimilaba con el gobierno nacional que juntos habían militado. El movimiento que los representaba tomó el poder en 2019, y como si su relación se hubiese mimetizado, siguieron la lógica de la burocracia, la virtualidad, la falta de tacto, y dieron todo por descontado. Se ponían Me Gusta en Instagram, se saludaban para los cumpleaños y si se veían en la calle era un seco "¿todo bien?". Sin embargo, ante cada una de esas situaciones, él tuvo una llama que nunca se apagó: ella sonreía cuando lo veía.
Para fines de 2023 se volvieron a encontrar, esta vez los convocó una nueva elección. El adversario ya no nadaba en globos de colores ni prometía revoluciones de la alegría, era algo más jodido. Él estaba terminando su tecnicatura, ella estaba recibida, y mientras doblaban boletas y planteaban los escenarios posibles, ya con más conocimiento que cuando se metieron en política, notó que la sonrisa estaba, pero que había cambiado su fuente. Ya no estaba impulsada por la soltura y la explosión. Tampoco la sostenía en el tiempo. Esas sonrisas de octubre pasado tenían sus raíces en la incertidumbre, en el "qué vendrá", en "qué pasará si gana este".
El amor que tenía por la justicia social y su desvelo por pensar en el otro se habían tornado oscuros. Ninguna promesa libertaria le hacía creer que la vida de los demás iba a mejorar. Era muy crítica de lo hecho por su partido en el último tiempo, pero levantaba las banderas de que los problemas se resolvían con más Estado, y no con la desintegración nacional. En su laburo la cosa estaba cada vez más jodida, y la preocupación y la incertidumbre la rodeaban, por lo que necesitaba que llegue la elección con urgencia para ver de una vez por todas con qué se iba a enfrentar.
Él con el sentir fue más cauto. Trataba de no ponerse tanto la camiseta y analizar las cosas de una manera más equilibrada, ya que al fin y al cabo todavía no había ganado nadie. De hecho, las elecciones generales fueron un oasis en el desierto, porque en el municipio sí ganó el partido que querían, por lo que brindaron entre conocidos y escucharon cuarteto hasta el amanecer.
Pero la película no había terminado, y para ellos el final no era el mejor.
Una semana después del balotaje se juntaron por última vez a hacer catarsis. Desencuentros mediante, ella tardó un mes en no contestarle más los mensajes, y dos meses le alcanzaron para dejar de sonreír.
Él tiene que afrontar un alquiler que aumentó sin escalas, cargar una Sube que no tiene servicio, comer algo más que arroz y fideos y llegar a fin de mes sin deberle nada a nadie. Pero sabe que ella no sonríe, y eso lo preocupa más que su propia vida.