Mi papá, desnudo, aplasta a mi mamá, pero se ve que no la aplasta del todo porque se sostiene sobre los brazos. Y ella se ríe, no llora. Me parece que no le duele. Veo las piernas de ella que abrazan a mi papá por sobre la cintura mientras que sus manos se cruzan por detrás de la nuca. Se cuelga como si fuera un koala. Lo veo contorsionarse y medio que bufa como si estuviera agitado, igual que cuando terminamos de jugar una carrera. Mi mamá le dice que siga, que siga. Y yo no sé qué es lo que quiere que siga porque todo el tiempo siento que ella se va a romper, debajo de mi papá que es re grandote. Me dan ganas de hacer algún movimiento para salvarla. Algo no es normal. Están en medio de una luchita como las mías con mi hermano y creo que a los dos les gusta. Ahora mi mamá grita. Dice sí, sí, sí. Yo espero que diga no o basta o salí. Es todo al revés. Me quiero ir, pero estoy como pegado al piso. Mi papá rebota como un resorte y cada vez que baja parece que empuja a mi mamá dentro del colchón, como si estuviera rellenando una botella de plástico con bolsas de nylon y las apretara para que entren más y más en menos espacio como nos enseñaron a hacer a nosotros para cuidar el medio ambiente. Después mi papá se desploma encima de mi mamá, como si se hubiera muerto y ella le acaricia la cabeza y lo besa. Parecen en calma. De repente, mi mamá le hace una toma de yudo y ahora ella está sentada sobre él. Le veo la espalda. El pelo le cae suelto, despeinado. Y ahora es ella la que rebota y mi papá le dice: “Gorda, me estás matando”, pero no suena como si se estuviera muriendo. Las sábanas y la frazada están en el piso. Es todo un desorden. Parece un campo de batalla. ¿Por qué nos dicen a mi hermano y a mí que no peleemos si están haciendo lo mismo? O peor. Y me dan ganas de decirles que estoy aquí, pero abro la boca y no me sale nada.
El corazón me late fuerte. Salgo de la habitación igual que entré, sin hacer ruido. Entorno la puerta para dejarla como estaba. No la cierro. Me voy a ver la tele, pero no me puedo concentrar.
Al rato ella aparece como si nada, atándose el pelo con una colita. La miro para ver si le duele algo, pero no. Está sonriente. Canturrea y me pregunta si quiero que cenemos. Voy a contestarle y otra vez no puedo hablar. Ella me mira, pero empieza a poner la mesa.
Mi papá tiene el pelo mojado. Se ve que se bañó antes de comer. Me pregunta qué están dando en la tele y me doy cuenta de que no lo sé. Hecho un vistazo rápido a la pantalla y ni idea. Él se sienta al lado mío. Estoy incómodo. Siento que tengo un secreto que no quiero tener. Mi papá me da una palmada cariñosa en la cabeza y me pregunta por mi hermano. Me encojo de hombros. Está en lo de la abuela, dónde va a estar.
Papá se va a ayudarla a mamá en la cocina. Sirven la cena y yo no puedo mirarlos a ninguno de los dos. Son tan distintos de esos pulpos que se enroscaban hace nada más que un rato. Es como si no los conociera. ¿Será que pasa siempre eso cuando cierran la puerta? No quiero ni pensarlo. Pero algo me da curiosidad. No parecen tristes. Al contrario.