Es imperativo desalojar la tristeza, una imposición de cuidado, una promesa de futuro. No hay tarea transformadora que pueda prescindir del disfrute de estar ensayando ahora la vida que queremos construir. ¿Se puede esperar a que las condiciones materiales sean ideales para reírse a carcajadas, para intercambiar una sonrisa torcida de complicidad por estar haciendo lo que se quiere con alguien más? Sabemos que no, que la risa irrumpe como irrumpe el amor como se instala un paso de baile cuando suena esa musiquita aun en el territorio más desposeído. Hay una sabiduría en esa resistencia alegre que no se transmite de manera ordenada; más bien se contagia, exuda una pedagogía sin palabras, cuerpo a cuerpo. Una prepotencia por vivir. Hambre, del más duro; también hambre de cosas ricas, de colores, de esa fruta que aquel día mordiste en la copa de un árbol donde una confabulación de amigues te ayudó a trepar.
Hay una imagen reciente de ese disfrute compartido: la persona en silla de ruedas a la que se alzó entre muches para cumplir con el molinetazo el viernes pasado. La fuerza que tracciona el deseo, la desobediencia es con todes. No sólo la crueldad se hace viral, la ternura es una fibra que cuando se toca genera conmoción, permite sentirse parte de esa manada fugaz que conspiró para que esa silla de ruedas volara sobre el aumento del boleto para el transporte. Eso podemos. También el alivio del cacerolazo espontáneo el 20 de diciembre, inmediatamente después del anuncio del DNU fue un alivio, un corte al agobio, un goce colectivo. O aquel momento mítico de diciembre de 2022, cuando tantos brazos subieron a quien no alcanzaba a levantar su cuerpo por encima de un techo para disfrutar del canto de la multitud. Son imágenes distintas que comparten el hacer colectivo, la rebelión a lo posible, a lo que se debe; que no le esquivan al riesgo, se lo apropian. Esas imágenes son semillas que pueden brotar y expandirse, semillas de alegría y potencia común que pueden devolver al cuerpo su resonancia, su espesor, su capacidad de rebelión frente al sufrimiento que nos ofrecen desde el poder todos los días.
Este 8M, ya no tanto Día Internacional de las Mujeres sino Paro Internacional Feminista, se viene cocinando así. Tiene su propia memoria de desobediencia, a la sudestada, por ejemplo, cuando en 2016 se hizo el Primer Paro Nacional de Mujeres. Era tan intensa la lluvia que era impensable que se colmara de tal manera la calle. Pero la complicidad se leía desde temprano, en el transporte público, cuando se veía a las mujeres vestidas de negro en señal de luto por una adolescente muerta. También de resistencia a la represión; fue en 2017 cuando la Policía de la Ciudad levantó a pibas de la calle, sin más trámite que sospechar las manifestantes porque tenían el pelo corto o tomaban cerveza en ronda con cara de felicidad. Pero no es la represión lo que le dio la épica a las movilizaciones transfeministas, fue y es esa manera de habitar el cuerpo y la calle en una coreografía compartida de potencia y goce; de cuidados mutuos, ternura y convicción política. Hacia allá vamos, contra viento y marea, como fuimos otras veces, contra el hambre y la crueldad.
No la ven, no la ven; repiten todos los días los que hablan la lengua de la ultraderecha. Tienen también su coreografía colectiva y la reproducen hasta el hartazgo en las redes sociales y desde el estrado de la vocería presidencial, el mismo Presidente alimenta ese goce sádico de ver “lágrimas de zurdo” que ahora somos todes y cada quien que no aplauda las medidas de ajuste brutal, incluso las que no tienen ningún sentido para las metas que tanto se mencionan, déficit cero, superávit, superávit gemelo y otras palabras todavía más opacas para las grandes mayorías pero que se cree que hacen más inteligente al presidente. No la vemos, pero te las hacen ver con el mismo método que al protagonista de la Naranja Mecánica, sin posibilidad de cerrar los ojos, sin piedad. Es el espectáculo cotidiano.
La ultraderecha se exhibe y habla, habla sin parar, se regodea. En el inicio del ciclo lectivo, metiendo preso a un joven por una discusión en Instagram, anunciando despidos como si fuera un cumpleaños, justificando el saqueo a jubilados y jubiladas porque es la franja etaria que, se supone, tiene menos pobres que entre las infancias. Y lo que es peor, nosotres, los zurditos, también hablamos. Nos invitan a ver y también a hablar su lengua; contradecirla, lamentarla, replicarla en redes como si así pudiéramos contrarrestar algo de su crueldad manifiesta. Estamos jugando en su cancha, diría la metáfora futbolera que tan bien entendemos y cuyo goce de campeones quedó tan lejos de nuestros cuerpos.
Hoy es el octavo 8 de marzo desde que una complicidad internacional lo convirtió en Paro Internacional Feminista, iremos a la calle, con rabia, con hambre, con miedo. Pero tenemos la oportunidad de estar otra vez entre nosotres, hablando nuestra lengua, la lengua de nuestros cuerpos. Es la posibilidad de reencontrarnos con eso que sabemos, en alguna fibra compartida con el saber y la memoria popular más allá y más acá del movimiento transfeminista, cada momento de alegría que le arrebatamos al imperio de la crueldad es una semilla de futuro. A regarlas y que crezcan brotes en ese mismo pavimento donde se supone que sólo puede reinar el tránsito. Como las semillas de girasol que caen de los camiones sobre la ruta –en el verano poblaron la autopista Ezeiza-Cañuelas–, serán flores. Y habrá quienes no sabrán cómo enraizaron en superficies tan ásperas, pero habrá quienes torcerán la sonrisa en la complicidad compartida, porque sí sabremos.