Vivimos rodeados de una toponimia de la que poco sabemos, pero a medida que nos introducimos en la historia encontramos, en el extenso entramado de calles, parajes, pueblos y ciudades, nombres que homenajean a decapitadores y nombres que homenajean a decapitados. A esta relación entre destino y toponimia en derredor de las cabezas de las figuras que hacen a un padrón provincial podemos darle el nombre de cefaleútica (del griego κέφαλος, cabeza y ευτικη, dar a luz. Dícese del arte de señalar cabezas trofeo). El lector que consulte nuestras futuras entregas podrá constatar que en la provincia existe una rica tradición a este respecto y que cortar cabezas fue un método adoptado, desde el comienzo de nuestra historia, como una costumbre argentina.
En la conquista bonaerense es posible observar una lucha bautismal por el espacio. Un caudal simbólico hecho de nombres que pugnaron por ocupar el territorio en una contienda enmarcada por el degüello y la exhibición del resultado. La provincia muestra en sus nomenclaturas las huellas del la Revolución de Mayo, el avance de los federales, la posterior derrota de Juan Manuel de Rosas y la nueva conquista del desierto a cargo de Julio Argentino Roca, aparte del trazado del tren británico, con nombres de estancieros, gerentes y alguno que otro inmigrante italiano. Así, la provincia, fue apilando —o desplazando— nombres autóctonos, religiosos, liberales y empresariales en un glosario de solapas y metamorfosis.
El partido de Rivadavia homenajea al primer presidente unitario. Fue fundado en 1910 cuando aún campeaba la sensibilidad liberal en el estado nación. El partido de General Lavalle, otro unitario, se estableció en 1864, a veintitrés años del fallecimiento del héroe. Coronel Dorrego, su víctima, tiene también su ciudad y partido, aunque fue recién establecido en 1887. General Sarmiento, controvertido escalafón militar conseguido a la sazón por su peso político, obtuvo su partido en 1889, a un año de su fallecimiento. También existen topónimos anteriores a la guerra civil donde el enemigo común era el español o el Brasil. Pocas menciones a la mujer, al indio, al negro, quizá porque los federales —y en mayor medida los unitarios— no los tenían en gran estima.
La ejecución de Dorrego en Navarro da inicio a la escalada de una guerra intestina. Ya no habrá por el próximo cuarto de siglo ni acuerdos, ni elecciones, ni convivencia. Lavalle, antiguo compañero de armas de Dorrego, ordena sin juicio el fusilamiento del gobernador de Buenos Aires un 13 de diciembre de 1828. Lavalle es instado por sus partidarios, entre ellos Salvador María del Carril (una localidad de Saladillo lleva el mismo apellido, debido a su hijo Víctor, heredero de sus tierras), que en su carta de la víspera dice:
“Una revolución es un juego de azar, en el que se gana hasta la vida de los vencidos cuando se cree necesario disponer de ella. […] Si usted, general, la aborda así, a sangre fría, la decide; si no, […] habrá perdido usted la ocasión de cortar la primera cabeza a la hidra y no cortará usted las restantes.”
Un año más tarde en un traspaso de poder entre Viamonte y Rosas se decidió homenajear al gobernador fusilado y trasladarlo en un catafalco a la capital. Aquellas palabras de del Carril dirigidas a Lavalle parece que fueron escuchadas mas allá de la figuración. La comisión que inhumó los restos de Dorrego encontró el cráneo reposando sobre el pecho. En 1841 Lavalle padece un destino similar, sólo que esta vez oficiado por sus propios soldados. Con el fin de evitar que la cabeza del ya difunto Lavalle caiga en manos de Manuel Oribe (una calle en la localidad de Moreno), el coronel Alejandro Danel (González Catán) la corta y guarda en una vasija con miel para así preservarla y escapar con mayor facilidad a la frontera boliviana.
Unitarios y federales sin duda tuvieron sus mártires, pero es ingente la presencia de los primeros en la Provincia. Avellaneda, Berón de Astrada, Rauch, Arenales, Vilela, Cortina, Garmendia, Medina, Lavalle, Conesa, Hornos, Rodríguez, Madariaga, La Madrid, Adolfo Alsina, Castelli, sólo por mencionar a algunos degollados y degolladores.
Aún así, observando que la provincia es el escenario geopolítico de los homenajes, es curioso para el cefaleuta constatar que el esfuerzo no garantiza la memoria. Para el bonaerense común este padrón representativo generalmente pasa desapercibido. Ocupados como estamos en nuestra lucha diaria heredamos los nombres sin ninguna noción de conquistadores y vencidos. Para el habitante las localidades conservan a lo sumo recuerdos personales: una escuela, un pariente, una novia, un accidente, un viejo hogar. Quizá no sea así para los descendientes del antiguo patriciado con evocaciones y nostalgias de viejas glorias. Quizá para ellos la toponimia sea el geométrico reflejo de la victoria. Si es así, en el patricio argentino vive latente y sin saberlo, un cefaleuta.
Para la mayoría, en cambio, la calle, su nombre, el partido, es en general un utilitario para nuestra orientación geográfica, no política. Muy pocos —creemos— se mudarían a una ciudad por lo que su título representa y muchos, casi todos, somos capaces de vivir en un lugar toda la existencia sin saber quién fue y qué representó la figura que le dio su nombre.
Si bien la propaganda liberal hizo de Rosas el líder indiscutido de la barbarie la práctica del degüello va más allá de su época y de la Mazorca. Ya había sido puesta en uso de manera federativa por varios caudillos y practicada con frecuencia por unitarios, orientales, y riograndenses. Seguramente nuestra incipiente economía basada en la ganadería influyó para extender este oficio de matadero sobre los opositores políticos. En una Argentina cuya principal industria era el saladero el espectáculo en el mismo era el de “una verdadera orgía de sangre. Al animal se lo enlazaba, desjarretaba y degollaba en una batahola de gritos y perros, y entre charcos de sangre, pisando achuras y residuos”. Los niños de esa época jugaban al degüello, a quién era el paisano y quién el carnero, las niñas tenían “que esconder las muñecas porque los muchachos las degollaban para jugar”.
Hasta bien entrado el Siglo XX el degüello fue la norma para el sacrificio de un animal, como un sanguinario recurso para economizar. Incluso el lastimado caballo de carrera pasaba por el trance con tal de evitar el gasto en munición. Un concepto similar acompañó a nuestras guerras intestinas: al militar de rango ajusticiado se lo tendía a fusilar, al soldado raso, al gaucho y al indio se lo pasaba a cuchillo. Una carta escrita por Rosas al general Ángel Pacheco con respecto a los indios, lo instruye: “Mejor degüéllelos, no gaste pólvora en chimangos”.
Durante el largo conflicto se llegaron a crear estilos de degüello, “a la oriental”, “a la brasilera”, “a la argentina”. La “oriental” se hacía “por afuera”, de oreja a oreja seccionando las carótidas y la yugular. La manera “brasilera” era un corte hecho por detrás de la tráquea, llevando el filo de atrás hacia delante con un tajo seco. El “argentino” se denominaba cuando se hacía por delante, con dos cortes rápidos en la carótida. Pero el acto de cercenar la cabeza del adversario tiene influencias de variadas procedencias. La cercana presencia de la revolución francesa y la invención de Joseph Ignace Guillotin entre ellas.
Hay un origen atávico en todo esto que podríamos llamar la pulsión por la cabeza trofeo, la cual involucra la capacidad de hacerse con el poder del otro, de anular al enemigo e imponer la poderosa imagen de la cabeza separada del tronco. En este particular guaraníes, españoles, araucanos, jacobinos, monárquicos, gauchos, argentinos, orientales, paganos, cristianos, bárbaros y civilizados colaboraron en dar forma a esta costumbre rioplatense que hace a la cefaléutica de nuestra provincia.
Así podemos encontrar en los nombres de algunas calles los casos de venganza sobre los conquistadores Pedro de Valdivia y Martín García Óñez de Loyola tomados por los araucanos, el jesuita Roque Gónzalez cercenado por los guaraníes, los casos de José de Antequera y Túpac Amaru ejecutados a instancias de los jesuitas, Mariano Antezana, Manuel Padilla, Mateo Pumacahua, decapitados por los realistas, los perjuros criollos decapitados por orden de Manuel Belgrano y que Gregorio Aráoz de Lamadrid se ocupó de exhibir en la cercanías de Vilcapugio, el sinnúmero de unitarios degollados por Manuel Oribe, los trescientos degollados federales en la masacre de Cañada de Gómez bajo la comandancia de Venancio Flores ante la vista gorda de Bartolomé Mitre, y nuevamente condonado por Mitre el asesinato y decapitación del general Vicente Ángel Peñaloza por orden del Director de Guerra, Domingo Faustino Sarmiento. En próximas entregas iremos viendo en detalle algunos de estos casos que hacen a la toponimia, a la suerte y al olvido.