Una telaraña tejida con discreción y encanto por las mujeres de una casona a la que va a parar un soldado herido: esa es la imagen posible para definir The beguiled, y de hecho en un momento breve la película así lo enuncia al presentar, casi transparente al atardecer, la telaraña concreta, real, perlada de gotitas. Suele ser un riesgo cuando una película se resume -o se explica a sí misma- en una imagen, pero The beguiled es una obra minimalista, tan depurada y simple que se trata de concentrar en el espacio de una casa una disputa entre géneros que se da casi todo el tiempo con elegancia y en clave doméstica. Estamos en Virginia en 1864, tres años después del comienzo de la Guerra de Secesión. Un grupo de mujeres ha quedado varado en una mansión en el campo que funciona como colegio de señoritas por culpa de esa guerra. Claramente, están en el limbo: dedicadas a mantener una apariencia de normalidad en medio del desastre, perdieron a sus hombres y toman clases de francés sin esperanza de que algún día vaya a servirles de algo esa educación que las vuelve “casaderas”. Además el lugar donde viven, más que una casa, parece un mausoleo abandonado, extrañamente blanco, casi un templo. Hasta que un día, una de las niñas encuentra en el bosque a un soldado herido, como una joya olvidada y también un peligro.
La nueva película de Sofia Coppola se trata de lo mismo que varias películas de Sofia Coppola y al mismo tiempo no es como ninguna. Adaptada de una novela de Thomas Cullinan publicada en 1966, la historia fue llevada al cine por primera vez en 1971 en una película que dirigió Don Siegel y protagonizó Clint Eastwood. Áspera, terrosa y más extensa, esa versión se concentra mucho más en la verosimilitud histórica y se ocupa de la guerra como drama, además de que dota a cada uno de sus personajes de otra densidad. A Sofia Coppola, como se vio en María Antonieta (2006), la Historia le importa bastante poco, apenas como un lugar donde situar muy libremente a sus heroínas que siempre son gorriones en jaulas de oro. Pero lo que Coppola hizo esta vez es puro acierto estético: despojó a la novela de varios de sus componentes (incluso lxs esclavxs negrxs que trabajaban en la mansión, y por eso fue criticada bajo el reclamo de “borrarlos de la historia”), se quedó con las mujeres y el soldado, e incluso a esas mujeres no las concibió del todo como individuas sino más bien en tanto grupo.
Ya casi no se hacen películas así, donde lxs protagonistas no tengan un extenso desarrollo psicológico sino que estén ahí como piezas de ajedrez. Coppola compuso un cuadro donde lo femenino se muestra como colectivo, y se revela en su verdadero deseo solo cuando la presencia de un varón empieza a desarmar el orden en el que se desarrolla la existencia, armónico, sí, pero aburrido. Porque la irrupción de John McBurney (interpretado por Colin Farrell) desencadena una pequeña conmoción en la casa que tendrá consecuencias inesperadas: en primer lugar, el despertar de la calentura, mostrada no solo como poético “deseo” sino como jadeo en la respiración de Martha Farnsworth (Nicole Kidman), como súbita necesidad de calmarse y mojarse la cara frente a ese cuerpo desnudo que se muestra en su esplendor y en el detalle fetichista del hueco del pecho, los muslos peludos, el hueso de la cadera. Como si se tratara de un ente vacío que se llena de sentido según a quién tenga enfrente, el multifacético McBurney será algo diferente para cada una de las mujeres y niñas que habitan la mansión: para Martha (Nicole Kidman) un marido, alguien con quien conversar un poco después de terminada la jornada y que se encargue de los trabajos físicos más pesados de la casa, o que pueda aplacar su sed de viuda; para Edwina Morrow (Kirsten Dunst) un héroe romántico, que esté dispuesto a enamorarla y llevarla lejos, a sacarla de la mediocridad de esa vida de maestra; para Alicia (Elle Fanning), que está en la edad en la que lo más deseable que podés tener, si es que sos heterosexual, es un hombre desnudo a mano, es el tipo con el que experimentar todo lo que su calentura desea. Para las más pequeñas, incluso, es el caballero galante que las hace “despertar” a ciertos aspectos tradicionales -como la coquetería- de ser mujer.
La guerra importa solo en la medida en que trastorna la economía de la población, la posibilidad de distribuir los cuerpos y deseos de una manera más o menos razonable: acá, con un solo varón para tantas mujeres, no hay manera de que no se desencadene la tragedia. Y eso es lo que The beguiled narra sin apuro y con una firmeza asombrosa, en una película compacta que desarrolla los personajes y situaciones solo lo suficiente como para ejecutar esa danza -el baile de la silla, quizás, donde casi todxs pierden- en la que, en algún momento, McBurney tendrá que elegir sí o sí entre todas esas mujeres. Pero mientras las mujeres, más frágiles en apariencia, parecen llevar las de perder, se teje una trampa. La película destaca una y otra vez el arte del hilo y la aguja, de la costura para suturar una pierna y la costura para despedir a un cadáver: es esa labor eminentemente femenina la que se desvía de su uso aceptado y construye una tela de araña tan sutil, tan delicada -como el tejido decorado con perlas pequeñísimas que McBurney contempla en una escena- que agrega otra dimensión a la metáfora, una que tiene que ver con la materialidad y la textura: aquí hay una directora que sabe perfectamente el tipo de película que está haciendo, que da a mirar con una seguridad y una madurez en cuanto a lo estético que hacen a The beguiled una obra indiscutible (aunque muchos, los fans de comparar con versiones anteriores en lugar de mirar lo que un director está inventando, como pasó con Zama, de Lucrecia Martel, la discutirán).
El cine de Sofia Coppola siempre se ocupó de la fascinación por la diferencia entre los géneros, desde la mirada ansiosa de los varones sobre las cinco hermanas rubias de Las vírgenes suicidas (1999) hasta la relación de un padre famoso y una hija preadolescente en Somewhere (2010). Pero en esa película, especialmente, la representación del varón era grotesca: mientras que su hija rubia -como todas las rubias en las películas de Coppola- era pura gracia y frescura, sonrisa y calidez-, el padre era un mujeriego torpe que vivía en un hotel, maltrataba a cuanta mujer se le cruzara y estaba mortalmente aburrido de la facilidad con que conseguía chicas. Además, no sabía ni hervirse unos fideos. No está muy claro por qué un ejercicio tan burdo de ridiculizar a los varones y lo masculino en general con recursos fáciles se considera una película interesante, pero The beguiled es un salto incomparable con respecto a esa historia. Coppola ya no necesita ser terriblemente cool como en Perdidos en Tokio (2003) o María Antonieta (2006), ni verduguear a un personaje tratándolo como un payaso y contraponiéndole la belleza inefable de una chica, como en Somewhere. Por primera vez, está entregada a narrar una historia de la forma más sólida posible, pero dejando a la vez un espacio en las sombras, una zona desde atrás del tronco de un árbol oscuro desde donde algo mira todo lo que pasa.