Cada vez que una mujer denuncia un abuso, muchas otras lo hacen, es un efecto en cascada. El acto de insumisión de una nunca queda aislado, va recogiendo otras voces, se respaldan unas a otras, se hacen fuertes en el eco, una vibración que se hace estruendo, que es capaz, en la caída de moldear las rocas. Una mujer denuncia un abuso y otras más van a decir lo suyo, afluentes del mismo río corriendo hacia el mar empujando la masa de agua para que se retire y vuelva después como tsunami, golpeando a quienes creyeron que estaban a salvo en la orilla. Así es como viene sucediendo, así nos venimos respaldando, reconociendo, sosteniéndonos, defendiéndonos. Es condición para poder sostener ese limite que implica hablar, ese corte con la secreta complicidad que imponen los agresores con sus víctimas, no estar sola. Lo aprendimos, no queremos ni podemos ser heroínas aisladas, aunque haya voces más potentes que otras, aunque sea una la que dice la primera palabra; es posible sostenerla porque hay otras.
Hay un primer momento de fragilidad: exponer al agresor, hacerlo en primera persona, es como prender sobre una misma un seguidor y quedar desnuda bajo esa luz descarnada que en los teatros alumbra a una única figura. Exponer un abuso es exponerse: sobre el cuerpo de quien pone la palabra para adueñarse otra vez del cuerpo violado empiezan enseguida las conjeturas: Se lo observa, se lo disecciona. Merece que alguien se arriesgue a tocarlo sin permiso o denuncia por resentida? Por qué se victimiza, acaso no podía poner un límite y ya? Es necesario arruinar a un tipo que ni siquiera tuvo la intención? Acaso hay alguien que está exento de cometer errores? Es violento enumerar los interrogantes, pero están ahí en la sospecha y en los descargos de quienes saben que violaron el límite del consentimiento, y que lo violan, justamente, cuando se saben en ventaja, cuando cuentan con que pasarán desapercibidos, con que su palabra es más fuerte que la de aquellas –o aquellos– que podrían acusarlos. Por eso es necesario el eco que pone filtros a la luz blanca de las sospechas, por eso se necesitan compañeras, desconocidas o no, no importa, para poder decir que se fue víctima y que ese lugar no es estanco, no es para siempre, que nombrarlo es cómo empezar a diluirlo, porque actuar es fluir hacia la corriente que puede transformarse en ola. No siempre fue así. No siempre es así. Toneladas de silencio acumuladas detrás de la represa del aislamiento empiezan a filtrarse cuando una voz decide abandonar el lugar de la pura víctima y señala o cuando un hashtag, como una contraseña, invita a abrir grietas para que fluya lo no dicho.
Cada vez que una ola como esas empieza a arrasar, creo que ahora sí, que es momento, que vale la pena. Y después me detengo. Las preguntas vuelven sobre mí, recuerdo el disciplinamiento brutal que me impusieron cuando tomé coraje a solas, cuando me dijeron que no me creían porque no estaba la otra persona para hacer su descargo. #Yotambién, dice el hashtag y su traducción se acomoda a todas las lenguas de la rebeldía, porque necesitamos seguir empujándonos, unas a otras, ya no tanto por la figura de ese a quien se denuncia si no para salir de la vergüenza de creer que algo se hizo para merecer el abuso, para saber que cualquier voz puede confluir en un grito. Yo también, voy a decir, con el temblor de la pregunta por la ocasión, la necesidad, el temblor de poner ese pronombre que vuelve sobre mí la luz blanca del seguidor. Yo también fui violada cuando era una niña por un hombre de mi familia, un tío con el que me seguí encontrando durante muchísimos años en silencio. Y fui abusada después, en la adolescencia, por otro hombre que yo creía mi familia, a quien busqué para saber sobre mi madre desaparecida. Y acá se termina el pacto de silencio aunque sus nombres no sean dichos. Los dos están muertos, yo sigo acusando, aumentando con mi voz la marea, la ola que es tsunami porque es colectiva.