Una cumbre con “insatisfacción mutua”. El rótulo, incómodo pero preciso, lo colocó el carismático Ralph Gonsalves, primer ministro de San Vicente y las Granadinas y presidente saliente del más amplio y representativo organismo diplomático regional. La Celac, fundada en 2011, en pleno auge del ciclo progresista e integracionista abierto a comienzos de siglo, recientemente culminó su octava cumbre en Kingstown, capital del pequeño archipiélago sanvicentino.
El “camarada Ralph”, como se le conoce entre sus partidarios y amigos, cede así el bastón de mando a la siguiente presidencia pro tempore, que encabezará desde Honduras Xiomara Castro, para luego continuar la rotación prevista con la Colombia de Gustavo Petro, a partir del año 2025. Muchos avatares atravesó en estos 13 años el organismo que fue llamado, de alguna manera, a ampliar el radio sudamericano de la Unasur, así como a suplantar a la Organización de Estados Americanos, tradicionalmente alineada y tutelada por los Estados Unidos desde su fundación en 1948.
De los tiempos más cálidos de la primavera latinoamericana, pasando por el crudo invierno de la contraofensiva conservadora de 2013-2019, la Celac supo sobrevivir hasta estas coyunturas ambivalentes, en donde ya no son tan claros ni manifiestos como antes los “signos de los tiempos”.
Presencias insustanciales
La cumbre tuvo una asistencia perfecta en términos nominales, con la participación de delegaciones de los 33 países miembro. Incluso se dieron cita los cuestionados gobiernos de facto de Perú y Haití. Sin embargo, se trató de una participación francamente insustancial. No hubo portazo pero si una sorda protesta de parte de los gobiernos más conservadores de la región, que decidieron delegar al cónclave a figuras de rango menor.
Así, no fueron de la partida los mandatarios de Ecuador, Uruguay, Panamá, Perú, República Dominicana ni Haití. Tampoco marcaron tarjeta las estrellas más rutilantes del nuevo firmamento conservador, Nayib Bukele y Javier Milei, quienes sí participaron de la Conferencia de Acción Política Conservadora (CPAC), que reunió hace apenas una semana a lo más granado de las ultraderechas globales.
Al otro lado de un espectro muy generosamente definido, tampoco se hicieron presentes los presidentes de Chile, Nicaragua, México y Guatemala; faltazo sorpresivo éste último, si se tiene en cuenta el espaldarazo dado por varios líderes de la Celac a Bernardo Arévalo, que afrontó una traumática asunción presidencial, en el último episodio de lawfare conocido en la región.
El manifiesto ralente de los procesos de integración regional no parece haberse revertido, a caballo de un segundo ciclo progresista que de momento parece haber hecho más espuma que oleaje. Al respecto, resulta significativa la laxitud de la declaración final de esta cumbre, así como la esperada declaración especial referida a Palestina.
Sobre lo general, lo más concreto versó sobre la necesidad de promover la integración del transporte, en particular de la conectividad aérea; la propuesta de establecer un organismo sanitario regional que apuntale la integración en este rubro, y la generación de un marco jurídico que permita la validación regional de los títulos educativos. Metas discretas y concretas, tan loables como alcanzables.
Aunque se abogó por un “sistema financiero internacional más justo”, no hubo menciones a la desdolarización global ni a la creación de una moneda regional. Por otro lado, la cumbre se hizo eco de la agenda de reparaciones a las poblaciones afrodescendientes por la esclavitud y la trata. Por último, se trató entre algodones la disputa fronteriza por el Esequibo que sostienen Venezuela y Guyana, delegando el asunto en las mediaciones ya acordadas.
Otras de las propuestas que volvieron a resonar fueron la creación de un secretariado permanente que tonifique la institucionalidad del espacio, así como el establecimiento de un mecanismo rápido de consulta y toma de decisiones, análogo al de la Unasur, que supo ser clave en conflictos como los de Bolivia en 2008 y Ecuador en 2010.
Sobre Palestina, el posicionamiento no alcanzó un consenso general, pero sí fue rubricado por una inmensa mayoría. Previsiblemente, el documento fue elaborado en un tono bastante moderado, si consideramos que Lula calificó el asedio a la Franja de Gaza como un genocidio, y que Petro acaba de suspender la compra de armas a Israel, país vinculado a la formación de los paramilitares locales en el conflicto interno armado colombiano. Lo más significativo, en suma, fue el apoyo a las resoluciones de la ONU que piden un cese al fuego inmediato, así como el acompañamiento a las presentaciones de Sudáfrica y otras naciones a la Corte Internacional de Justicia (CIJ).
Los (opacos) signos de los tiempos
Tanto las inasistencias como la parquedad de las declaraciones son indicativas de varias cosas. Por un lado, de que el bloque progresista ha perdido solidez, empuje y liderazgo respecto de las primeras cumbres del organismo. Del mero matiz a la frontal discrepancia, pocos son los puntos que hacen de pegante en la agenda de una “segunda ola progresista” que arropa, con mucha dificultad, a proyectos nacionales y orientaciones de política exterior tan diversas como las de México, Chile, Brasil, Venezuela, Nicaragua o Barbados, por caso. Basta repasar sus posicionamientos en temas clave como la guerra de Ucrania, el inclemente asedio a Gaza, la integración a los BRICS o la transición energética para percatarse de ello.
Por su parte, los liderazgos se han diversificado y ejercen ahora una atracción más limitada. Venezuela y Cuba continúan al frente de ALBA-TCP, quizás el bloque más unificado en términos ideológicos; Lula refuerza la tradicional prioridad sudamericana de Brasil mientras proyecta decididamente al gigante regional en los Brics; López Obrador, ya al filo de su sexenio, pivotea en los equilibrios inestables de Centro y Norteamérica, entre la problemática migratoria y la estrecha imbricación de las economías mexicana y estadounidense; Mia Mottley y Ralph Gonsalves encarnan liderazgos caribeños emergentes, y se enfocan, desde la Caricom, en la crisis securitaria de Haití, el cambio climático y la descolonización inconclusa del Caribe anglófono; mientras que Gustavo Petro gana visibilidad y prestigio en los cónclaves internacionales, en particular en relación a los temas de paz, economías ilícitas y transición energética.
Pero no sólo la unidad del bloque progresista se ha deshilachado. Tampoco el bloque conservador muestra la misma coherencia y decisión que supo ostentar en un año clave como 2018, cuando se produjo el retiro simultáneo de la Unasur de Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Paraguay y Perú, hiriendo casi de muerte al organismo; y cuando se suspendieron, por dos años, las cumbres planificadas de la Celac.
Enterrado el Grupo de Lima, y desvanecida aquella entelequia que se llamó Prosur, no parece interesar a la derecha el disputar una integración de signo conservador. Con la mera balcanización alcanza, y para eso parecen bastar la OEA del resiliente Luis Almagro, los discrecionales tratados de libre comercio, las directivas del FMI, las giras del Comando Sur y la conducción del Departamento de Estado.
*Lautaro Rivara es sociólogo, doctor en historia y analista internacional. Coordinador de los libros El nuevo Plan Cóndor e Internacionalistas.