El cuento por su autor
Todavía tengo la imagen clavada. La misma fascinación y un poco del espanto que sentí de chico cuando mi viejo me explicó cómo se atrapaban los picaflores. Había que tener paciencia, preparar el terreno y tender una trampa tan absurda como prolongada para detener un bicho que no puede vivir en cautiverio. No sé muy bien si alguna vez lo logró, atrapó uno, pero la imagen de un hombre que pinta la rama de un árbol con pegamento es el germen de este relato.
También lo es la figura de un tío del cual se decían muchas cosas porque él había dejado de hablar: que había sido coleccionista de orquídeas y las quemó todas en un arranque de locura, que sembró un dique con pejerreyes en Salta porque le gustaba ir a pescar, que pasaba horas avistando y catalogando pájaros. Terminó consumido por un cáncer sin dejar otra prueba de sus obsesiones más que un reconocimiento que le dio una asociación fantasma. “Por sus aportes al naturismo salteño”, decía la medalla en una cinta bordó.
Podría insistir en lo verdadero de esta historia, pero lo que más me interesa de este cuento es lo otro. Sus puntos ciegos; el choque entre la memoria infantil y la memoria del adulto; los relatos familiares que se repiten sin dar explicaciones y dejan silencios, manchones que son el vehículo del relato.
Volví tantas veces a esa imagen que nunca creí que podría publicarla. La escribí en primera, en tercera persona, di vueltas sobre el asunto y tiré borradores una y otra vez hasta que durante la pandemia me quedé varado en el exterior. No pude volver a la Argentina por muchos años. Durante ese tiempo, sólo pude escribir sobre personajes que volvían a un lugar que no existe, que buscaban recuperar algo que ya no estaba. Así surgieron una serie de relatos que narran regresos, el primero es este.
Y al mismo tiempo, la imagen del encierro me abrió un mundo que se repite en otros textos: Lerma, mi pueblo imaginado al que nunca puedo volver.
Cazador
El tío Ernesto tenía una técnica para atrapar colibríes. Pasaba horas vigilando desde la galería cómo los pájaros se lanzaban sobre una madreselva en el extremo del jardín. Durante unas pocas semanas en el año, brotaban unas flores naranjas que se llenaban de las abejas y moscardones. Ernesto aprovechaba esa temporada para preparar unas jaulas de madera que parecían de juguete. Y, enfundado con esos pañuelos que le cubrían la garganta, estudiaba la dirección de la que venían los pájaros, en qué rama se posaban y hacia dónde se perdían. Después, con un pincel fino como un pintauñas, encolaba una sola rama de la higuera y volvía a sentarse. Había que esperar dos o tres horas, quizás toda la tarde, pero al final un pájaro verde y brillante aparecía en el lugar donde había tendido la trampa. El colibrí batía las alas, se sacudía y volvía a quedarse inmóvil, respiraba agitado dentro de la mano de Ernesto que lo sujetaba y despegaba las patitas atrapadas en el pegamento. Al final, ponía el colibrí en una de sus jaulas y lo colgaba en la galería junto con los otros.
Yo miraba esos pájaros con la sensación de estar viendo un elefante en una pecera. Eran animales desmedidos para el encierro, revoloteaban de a pequeños estallidos que se apagaban de golpe y volvían a pararse con el pecho inflado como si aceptaran su suerte con orgullo. Verlos me servía para matar el tiempo mientras esperaba a que mamá pasara a buscarme, abriera los portones y me liberase del silencio en el que me encerraba el tío.
—Bichos de costumbres —me dijo una vez, con esa voz ronca y siempre inesperada—. Se posan en la misma rama. Comen de la misma planta.
Ernesto llegó a tener unos quince o veinte colibríes al mismo tiempo. Hasta que uno se murió y él abrió las jaulas, dejó que los otros se escaparan y nunca más volvió a usar su técnica para atraparlos.
***
No dejo de pensar en él desde que volví a Lerma porque ahora vivo en su casa. A veces, cierro los ojos y siento su olor ácido, a tabaco y perfume, como si todavía impregnara las paredes. Yo no quería vivir aquí, me recuerda a la época que esperaba, desde las doce y media después de la salida del colegio, hasta las dos de tarde cuando mamá salía de la oficina. Vine porque me iba a quedar sin herencia.
Mamá siempre tuvo la misma manera de resolver los problemas: postergarlos hasta que desaparecieran, se transformaran en problemas de otros o todo volara por los aires. Y así, en ese orden, fue lo que sucedió con sus bienes. Antes de morir, mamá le había dejado el departamento a mi hermano Marco que formó una familia católica, apostólica y romana con una esposa y dos hijitos rosados y rechonchos. Por ende, los bienes de la familia estaban a su entera disposición. Mi hermana Virginia, después de trabajar unos años en el exterior, volvió embarazada a nuestra casa de la infancia, hizo los arreglos y decoró la que había sido mi habitación y allí crio a mi sobrina.
En un lugar como Lerma, hay sólo dos reglas. Quedarse y vivir en el mismo sitio, en el mismo barrio, en la misma cuadra, con amigos de la misma clase social y, por supuesto, tener hijos para que lo repitan todo. Por eso, cuando decidí quedarme en Buenos Aires y ni Mariela ni yo dimos señales de buscar un embarazo, mi pertenencia a este lugar se rompió. Yo no merecía nada que me atara a esta tierra, ni siquiera una parcela en el cementerio a mi nombre. Por eso, cuando nuestra madre murió, el departamento y su casa ya estaban ocupados por mis hermanos y la inercia definió cómo nos repartiríamos su herencia. Yo vivía lejos y tomar una decisión a la distancia me parecía una tarea titánica.
Por ese entonces, la casa de Ernesto ya era una baulera abarrotada por las cosas que quedaron del tío y nunca fuimos capaces de tirar junto con las chatarras de mis hermanos. El parque, que rodeaba la casa, en los últimos años se había transformado en todo lo que puede ser la zona roja de una provincia. Prostitutas, dealers y autos polarizados de los diputados. Por el tamaño de la casa y la zona, se había vuelto imposible de alquilar o vender a un precio razonable. O, al menos, eso nos dijo el de la inmobiliaria. Como no teníamos apuro en venderla, no la vendimos.
Marco cuando discutía con su esposa entraba y se sentaba a fumar en uno de los sillones de cuero deshilachados y se servía una copa del whisky que escondía en una de las alacenas. Mi hermana también había avanzado en uno de los cuartos de arriba. Dejó bastidores, pinceles, pilas de papeles de distintos tamaños y una mesita de madera para armar su taller de pintura.
Fue por la misma época que decidí volver a Lerma. En Buenos Aires, daba clases en un colegio privado que apenas me dejaba para cubrir el alquiler. Por eso, cuando Mariela se llevó la mitad de nuestros muebles, su ropa en dos valijas y me dijo, todavía con cariño, que me fuera a la mierda, descubrí que nada seguía atándome a la ciudad.
Con bronca y satisfacción, supe que había encontrado la forma de resolver las discusiones eternas con mis hermanos sobre qué hacer con la casa de la calle Córdoba.
***
Lo del tío quedaba a tres cuadras de mi colegio, caminando recto por Caseros hasta llegar a Córdoba desde donde se podía ver el portón verde oliva que todavía separa el jardín del parque. Tenía que cruzar tres cuadras en total, mirando para ambos lados y sin tardar más de diez minutos en llegar. Eso dijo mamá después de pedirle a su hermano que me recibiera cuando papá dejó de buscarme a la salida del colegio.
Yo caminaba arrastrando la mochila, saltando las baldosas de dos en dos, inspeccionando los árboles del parque y demorándome en cada esquina, aunque no pasara un auto. Cuando llegaba al portón, tenía que aplaudir porque Ernesto nunca instaló un timbre. La casa era (y todavía es) grande. A veces, él no me escuchaba o se quedaba absorto mirando el jardín. Ese era el tiempo suficiente para que yo me imaginara corriendo hacia el lago en el centro del parque, donde alquilaba un bote y me escapaba remando al pueblo vecino. Cuando abría, el olor me golpeaba: era lo primero que recibía de él. Después, el tío dejaba la puerta entreabierta y me daba a entender que ya podía pasar.
Como no almorzaba (la comida ya le raspaba la garganta), sólo me ofrecía un vaso de limonada que dejaba sobre el mesón. Así eran los únicos intercambios con él, hola ¿qué tal?, preguntas concretas, ¿querés algo? y vasos de limonada. Después, silencio.
Me desesperaba mirar a Ernesto, cómo se movía serpenteando por los pasillos, sacaba un libro de la estantería o buscaba un vaso de la vitrina, como si sus pasos, cualquier movimiento de su cuerpo, no dejara ninguna marca en las habitaciones. Mi percepción del tiempo cambiaba, se estiraba, se volvía viscosa, las dos horas que tardaba mamá me parecían eternas y me dolía la panza del hambre. Así que me encerraba en el baño para lavarme la cara, correr en dos metros cuadrados o gritar frente al espejo con la boca tapada. Cualquier cosa que implicara un gasto de mi energía contenida.
Mientras tanto, Ernesto pasaba casi toda la tarde sentado en la galería. Leía un tomo grueso, con los márgenes rotos que tenía imágenes de los pájaros de la zona. Cada tanto dejaba el libro y me miraba para chequear que yo estuviera sentado en el mesón. A veces, pasaba y revisaba mi tarea y con un lápiz corregía un signo o una cifra de mis ejercicios de matemática. Cuando él miraba para otro lado, yo borraba sus marcas. Prefería que las ecuaciones estuviesen mal.
En los ratos libres, me imaginaba historias para sus candelabros y las bailarinas camboyanas que decoraban las vitrinas de la sala. Cazadoras de una tribu de Amazonas ayudaban al valiente niño a cruzar el valle del Señor de la Serpiente para alcanzar el cenicero dorado. Una vez, me guardé el candelabro con la cara del tigre en la mochila. Mamá notó que estaba más pesada de lo habitual cuando me ayudó a subirla en el auto.
—¿Qué tenés acá? —me dijo.
—Nada.
—Pero algo tenés…—y con un movimiento, abrió la mochila, sin darme el tiempo para que la escondiera debajo del asiento. Entre mis cuadernos y manuales del colegio, vio el candelabro de Ernesto.
Se bajó del auto con la prueba del crimen en la mano. Yo miraba la escena apoyado en la ventanilla: mamá aplaudiendo en la puerta de entrada y los segundos eternos que el tío se tomaba para abrir, después las palabras de mamá entrecortadas pidiendo disculpas una y otra vez.
—Cosas de niños —le dijo, al final, el tío. Cada palabra suya era un esfuerzo que lo impulsaba de nuevo a mantenerse callado—. Esto también es duro para él.
Mamá lo abrazó y le dio las gracias. Le dijo que no iba a volver a pasar y le pidió que descansara, que no se agitara tanto. Después, subió al auto. Me miró por el espejo retrovisor y manejó sin decir una palabra en todo el viaje.
Yo sentía que ella me había traicionado.
***
Antes de volver, desarmé mi departamento en Buenos Aires, tiré la ropa que quedaba de Mariela, vendí mis libros y con eso pagué el envío de la cama de dos plazas y la heladera que eran los únicos muebles que de verdad necesitaba. Cuando llegó el camión de la mudanza, uno de los hijos de Carrazco, que viven al lado desde la época de Ernesto, se paró en la puerta a revisar lo que estaba pasando.
—Ya sabía que uno de ustedes vendría a vivir acá. Lo sabía —me dijo y cruzó los brazos como si evaluara el trabajo de la mudanza.
—Ya no hay casas como esta en Lerma.
No le contesté. Decirle cualquier cosa hubiera bastado para que me invitara a pasar, tomar un café y un minuto después, estaría viendo fotos de sus nietos.
Cuando se dio cuenta de que no era el vecino que hubiera querido, agregó:
—Espero que no se hayan tomado mal lo de las denuncias.
Traté de ser conciliador y llamarlo al silencio. Le dije que estaba todo solucionado, todo fumigado y enrejado, así que ya no tenía nada de qué preocuparse.
—No era contra ustedes. Pero me afligía el estado de la casa. Varias veces me entraron a robar saltando por esas pircas. Y a mi esposa la mordió una rata…
Cuando los empleados terminaron de bajar mis pocas cajas, él se despidió con una de esas palmadas que dan por concluida una conversación:
—Pero ahora me quedo más tranquilo.
Pasé varios días limpiando la habitación del segundo piso donde ahora a duermo. Saqué bolsones con pañuelos deshilachados y sacos con manchones de la humedad de los placares. Tiré todo lo que pude y el resto, es decir las acuarelas de Virginia y los expedientes de Marco, los apilé con delicadeza en el patio interior, para que tomaran sol y aprovecharan el agua de la lluvia.
Mis hermanos esperaron varios días para llamarme. Una noche, me invitaron a cenar en el restaurante italiano, el favorito de mamá. Pedimos pastas y tomamos vino. Marco me dijo que le parecía bien que alguien cuidara de la casa de Ernesto hasta que encontráramos un comprador que pagase el precio justo. Mi hermano sonaba como el gerente de una empresa ante una crisis, necesitaba justificar mi presencia como si fuera parte de su plan.
—No hablemos de eso cuando recién llega —dijo Virginia y le sirvió más vino a Marco.
Quería insultarlos a los dos, decirles que cada uno se había quedado con una baldosa donde caerse muertos. Ahora yo haría lo que se me diera la gana con la casa del único tío que me recibió cuando papá se fue con sus otros hijos y con su otra familia. Y no me importaba en lo más mínimo qué pensaran o decidieran porque ya estaba ahí y en esta familia no había nada más estable, nada más duradero en el tiempo, que lo provisorio. Y eso era lo único que compartíamos: la bronca, el resentimiento y la dejadez.
Virginia dijo que estaba contenta de que nos habláramos de nuevo.
***
Una de mis tardes a la salida de la escuela intenté darle charla a Ernesto. Ya sabía lo que había dicho mamá sobre su enfermedad, pero aún así me rehusaba a creerle que no podía mantener una conversación. Él me respondía cortante, con esa voz que parecía escupir las palabras. Le pregunté por sus pájaros, por sus jaulas, por las maneras de atraparlos y cuántos pájaros había visto en la vida real. Le pregunté por qué no tenía hijos ni esposa. Él cerró los ojos y me señaló su garganta con una mano que cortaba el aire.
Desde ese momento, me di cuenta de que en esta casa, no se hablaba, se esperaba o se percibían las cosas. Una vez, Ernesto señaló el horizonte con el mentón, alargó el cuello y dejó ver debajo de su pañuelo, la piel escamosa y de tortuga. Yo buscaba algo más allá de la medianera de flores naranjas, detrás de los árboles, en el recuadro de palos borrachos que se veían del parque. Abrió el libro y me señaló: “Pechito colorado”, decía el título sobre una imagen de un pájaro nada especial posado sobre una rama en los márgenes del libro. Después, cerró los ojos para escuchar el canto del pechito colorado.
Una tarde, después de aplaudir en el portón, una mujer vestida con un ambo celeste me atendió. Me miró extrañada hasta que alguien, detrás de la puerta le hizo señas para que me dejara pasar. Cuando entré, vi a Ernesto en el sillón, con cables y tubos que le salían de la muñeca. Me saludó con un gesto gatuno, cerrando y abriendo los ojos del cansancio.
El olor había cambiado, ahora las paredes estaban impregnadas de lavandina y desinfectante.
Al poco tiempo, mamá me inscribió en clases de francés e italiano entre las doce y media y dos de la tarde. Las clases las daba la misma profesora enamorada de cualquier ciudad europea que pudiera pronunciar y me generaba casi tanto aburrimiento como pasar las tardes con el tío.
Mamá me llevó al velorio pero no me dejó entrar a la habitación donde estaba el cajón. Me lo imaginaba tendido con su pañuelo de dibujos geométricos como en la reposera de la galería cuando miraba los pájaros.
***
Ocupo la casa de a pedazos. Después de preparar el café de la mañana, empiezo por la sala del primer piso. Los ventanales, que daban a la galería de Ernesto, dejan ver la pared de ladrillos sin revoques en el edificio del frente. Son ladrillos toscos, esos ladrillos que están hechos para esconderse dentro de un muro y no para ser vistos.
“Este lugar es un perno”, decía mamá. Después de que ella murió, nos ofrecieron comprar la parte de atrás para un edificio de oficinas. Ahora, la casa parece desmedida para el tamaño del jardín, si es que a este segmento de tierra seca, se lo puede llamar jardín.
En la habitación de arriba, debajo de los diarios viejos y el sillón deshilachado, hay una caja con fotos. La encontré cuando buscaba las jaulas de madera, el libro de pájaros, las bailarinas camboyanas o cualquier cosa que atara este lugar a las tardes que pasaba después del colegio.
Entre las fotos, Ernesto sonríe inclinando la cabeza hacia atrás como un actor de revistas. En otra, sostiene un dorado con una mano y abraza a ese amigo con el que iba a pescar al Río Bermejo. Hay una de mi madre y él disfrazados con sombreros de plumas y antifaces para el carnaval.
Pienso que debe haber sido difícil, con sus pañuelos de seda y sus sacos de lino, vivir en un lugar como Lerma. En uno de los álbumes, encontré una foto de los dos, yo con pantalones cortos y cara de empaque, miro al costado, mientras él, me toma del brazo y señala la cámara.