El profesor araba en terreno fértil --colegio secundario de curas en plena dictadura-- pero el alumnado no parecía estar a la altura de su prédica. En su clase de Instrucción Moral y Cívica había lanzado la pregunta: "¿Qué es lo que mueve a los países hacia el progreso?" Las respuestas eran en general afines al corpus ideológico de la institución (alguno dijo "el trabajo", otro "el comercio", también se escuchó "el ejército") pero iban irritando crecientemente al profe porque no daban con la palabra justa, por otra parte bastante obvia en ese contexto. La respuesta correcta era "la fe", pero llegó tarde, cuando este buen hombre ya había explotado de rabia. El culpable de la explosión había sido un chico que casi nunca intervenía en clase y que arriesgó con insospechada certeza: "¡la cultura!". El profesor lo miró y nos miró a todos, se le hinchó una vena en el cuello y nos mandó al demonio: "¡¡Pero eso es gramsciano!!" Por supuesto, nadie comprendió lo que decía, que de todos modos fue unánimemente interpretado como un insulto.
Esa palabrita maldita, que en aquel momento resultaba difícil retener correctamente, quedó retumbando en los oídos como si esperara que un futuro viraje ideológico la redimiera. "Gramsci", "gramsciano", se fueron incorporando al lenguaje a través de lecturas inorgánicas, pero funcionaban mejor como contraseña de pertenencia o como código aspiracional de educación política. Los intentos de lectura profunda de sus textos fracasaban una y otra vez, pero la apropiación de algunas de sus frases más famosas permitía avanzar algún casillero en medio de conversaciones triviales.
--¿Cómo estás? --preguntaba por ejemplo una amiga.
--Acá andamos, con el pesimismo de la razón y el optimismo de la voluntad...
Poco importaba en realidad que la frase en cuestión no fuera original de Gramsci, sino del escritor francés Romain Rolland. Como buena parte de aquello que, con tanta generosidad, pasó a ser "kafkiano" o "surrealista", lo "gramsciano" se convirtió en una muletilla tan abusiva como difusa.
Tiempo atrás, por ejemplo, Javier Milei alertó en una de sus arengas contra el "adoctrinamiento" de los estudiantes: "(los políticos) utilizan el colegio para lavar el cerebro, para perseguir a los que piensan diferente, para impulsar el socialismo, ¡esto es Gramsci puro!". Aunque fuese un disparate, muchos entendieron el sentido de la alusión.
Tal vez a Milei se le hincharía una vena, como a aquel profesor, si le dijeran que él también es "gramsciano", muy a su pesar. Con las armas 2.0 y su carisma revulsivo modo Joker busca implantar una hegemonía cultural ultraconservadora y a la vez (valga el oximoron) anarco-liberal. No es verdad que Milei pretende "eliminar la cultura". Lo que busca es suplantar un modelo de producción de sentido heterodoxo (dominado por la visión "mitrista" de la historia pero con hendijas por donde se han filtrado los más diversos revisionismos, a derecha y a izquierda) por otro cerrado, excluyente y discriminador.
Como buen gramsciano de la nueva derecha, Milei cree en la importancia de la educación (lo demostró, llevado a un plano grotesco, en su reciente visita al colegio donde estudió), cree en la influencia del cine en la subjetividad social, cree en la propaganda subliminal que gotea de un simple recital de música pop. Pretende subvertir ese imaginario social supuestamente "neo-marxista" por otro, atravesado por el individualismo y la meritocracia salvaje. Opera, también siguiendo a Gramsci, asumiendo los dos polos en los que se asienta el poder: la fuerza y el consentimiento. Su método es la seducción ideológica, su objetivo es la revolución cultural.
Cada vez que su ministra de capital humano (ya la yuxtaposición de las palabras "capital" y "humano" en un mismo concepto constituye un claro ejemplo de intervención cultural, naturalizando el sometimiento de lo humano al capital) firma un acuerdo con una ONG o con un referente evangélico para cumplir tareas tradicionalmente asignadas a las organizaciones sociales o a los sindicatos, está operando, como pedía el filósofo italiano, en el plano simbólico de la sociedad. Milei adopta a Gramsci para inculcar las ideas de Hayek y Rothbard.
Hay elementos biográficos que alguna vez amagaron con unir lo que luego la ideología separó para siempre: tanto Milei como Gramsci sufrieron infancias desgraciadas, tuvieron problemas familiares y fueron objeto de bullying. Los detalles de los padecimientos del actual presidente de la Nación circulan hoy ampliamente gracias a la biografía escrita por Juan Luis González. Como es lógico, no se conoce tanto que Gramsci, cuando era chico, sufrió un accidente y una extraña infección que le provocaron una joroba en la espalda y una protuberancia en el pecho. Para tratar de curarlo, los padres lo colgaban con un arnés del cielorraso de la cocina. En la escuela sus compañeritos no se ponían de acuerdo: algunos creían que su joroba era obra del demonio; otros lo tocaban para que diera buena suerte. Por las dudas, en los recreos y en el camino de regreso a casa, algunos de esos niños le tiraban piedras a ese otro niño desesperadamente solitario que un día se cansó y las devolvió, una por una. "Desde ese día me tuvieron respeto y no me fastidiaron más", escribió en una de sus famosas Cartas desde la cárcel.
Pero ahí --y más allá, claro, de las abismales diferencias de capacidad intelectual entre uno y otro-- los caminos se separaron hasta volverse humanamente antinómicos: después de aquel incidente, Gramsci se pasó la vida tratando de arrojar piedras, pero siempre desde el lado de las víctimas. Racionalizó el resentimiento ajeno sin incorporarlo. Percibió a esos chicos que lo golpeaban, a su familia, a sus educadores, como síntomas de un sistema injusto, que intentó cambiar desde una perspectiva socialista. Milei, por el contrario, optó por la revancha personal, para imponerse a todos como rey de la selva.
La reciente imagen de Milei arengando a un puñado de chicos contra un comunismo hoy inexistente nos lleva, por oposición, a aquel Gramsci verdaderamente comunista que en los últimos momentos de su vida, destruido por los diez años en la cárcel, por la anemia, la tuberculosis y la aterosclerosis, sin fuerzas ya para moverse, les escribió una carta a sus hijos (al más pequeño de ellos, Giuliano, ni siquiera llegó a conocerlo personalmente porque vivía en la Unión Soviética) con esta única instrucción que apostaba conmovedoramente al futuro: "¡estudien, estudien!". El niño Giuliano no hizo la revolución que soñó su padre pero se dedicó a la música. Eso también fue gramsciano, inclusive para Milei y para aquel viejo profesor de Instrucción Moral y Cívica.