Si bien Un hombre rubio saldrá a la venta en 2018, Christina Rosenvinge aprovechará su regreso a Buenos Aires, hoy a las 21 en Caras y Caretas (Venezuela 330), para adelantar sus canciones, así como para repasar sus clásicos. Y es que, a siete años de su primer y único show en el país, la artista madrileña se decidió a conquistar al público local. “La Argentina se me resiste, pero creo que a partir de ahora nos vamos a entender bien”, vaticina. “Sigo intentándolo porque son muchos los lazos que tengo con vuestro país. Viggo (Mortensen) también me pasó una lista de cosas para hacer”. Además de la amistad, lo que aúna a la cantautora con el actor es su abolengo danés. Eso no le impidió convertirse en la emperatriz del indie español, al punto de que habla con PáginaI12 desde las oficinas del Primavera Sound, el festival de pop independiente más importante del mundo, celebrado en la hoy convulsionada Barcelona, y cuyo sello discográfico, El Segell del Primavera, se encargó de editar el flamante material de la rubia de 53 años.
–¿Cómo vive la situación en España?
–Tanto mi banda como yo vivimos en Madrid. Estamos desalentados y viviendo la relación de la Capital con Barcelona con mucha angustia. Es una realidad cruenta y el relato es complicado. No todo tiene que ver con economía y territorialidad. Hay que analizarlo desde el punto de vista psicoanalítico, porque también hay un lado emocional importante.
–¿Un hombre rubio refleja esta realidad?
–Ahora me pillas regresando de una performance y llevo puesto un traje de hombre, por lo que ando un poco travestida. Los discos que hago son consecuencia uno del otro y al final forman una especie de narración. En 2008, tras regresar de Nueva York, volví a cantar en castellano. Ese año hice un álbum de divorcio llamado Tu labio superior, en el que hablaba de las relaciones personales desde muchos puntos de vista. El siguiente trabajo, La joven Dolores, era una revisión de los mitos a partir de la representación femenina y feminista. Y Lo nuestro, que apareció en 2011, está muy influido por la crisis que estaba viviendo en España. Eso me llevó a tocar temas más existencialistas. Allí había una canción en concreto que hablaba de políticas de género y Un hombre rubio entra de lleno en esto. Aunque esta vez hice algo más complicado: componer mediante la perspectiva masculina.
–Luego de sostener sus canciones en el folk y el rock, Lo nuestro sorprendió por mostrar su aproximación a la electrónica. ¿Su nuevo disco mantendrá esa fórmula?
–Un hombre rubio se gestó durante la gira de Lo nuestro, en gran medida en una computadora. Esto es una consecuencia lógica del momento que estamos viviendo y de las herramientas que tenemos. Pero al tocar con una banda, pensé en canciones que no tuvieran nada de intimidad y que sonaran contundentes, así que volví al rock.
–Más allá de los géneros por los que transitó, un rasgo que atraviesa a sus canciones es la oscuridad ¿Está consciente de ello?
–Es cierto. Pero es algo que, aunque intente evitarlo, no lo consigo. Sin embargo, lo que para muchos es oscuro, para mí no lo es. Ese tipo de armonías me suenan más bien como arrebatadas, y me remiten a una concepción de la música y de la escritura románticas. Se trata de la búsqueda de uno mismo, de llevar tus emociones al extremo. Una cosa va de la mano de la otra. No puedo pensar en las canciones sin tener en cuenta las lecturas que me invitan a escribir esas letras.
–A pesar de la dimensión que cobró su obra, aún se suele recordar la etapa musical de su adolescencia, cuando fue parte de la dupla Alex y Christina, con la que se dio a conocer en América latina. ¿Le incomoda que se tome el viraje estético y sonoro de su trayectoria como un mero acto de rebeldía?
–Juana Molina es una artista que me apasiona y que tuvo una evolución en su estilo. A la gente le cuesta identificar de dónde uno viene y hacia dónde va, y piensa que una transformación así no es clásica. Sin embargo, es de una lógica aplastante. Cuando comienzas una carrera muy joven, todavía no posees el aplomo de enseñar quién eres de verdad. Es algo que vas ganando con los años y no te da vergüenza decepcionar. Al romper esa expectativa de lo que se supone que debes de ser, para muchos es un descoloque. Pero hay otros que lo aprecian.
–Su “legitimación” artística se produjo luego de su autoexilio en Nueva York, donde trabajó con Lee Ranaldo y Steve Shelley (Sonic Youth), y luego con el álbum que firmó con Nacho Vegas. ¿Le sorprendió el impacto que tuvo en su carrera esas sociedades?
–Siempre supe quién soy y con qué herramientas cuento, así que mi dirección la tenía bastante clara desde bien temprano. A pesar de que debuté con un dúo de música pop, venía de una juventud en la que tuve un grupo de punk. La cuestión de cómo eres juzgado por los demás es algo sobre la que no tienes mucha influencia. A veces hay que surfear para conseguir lo que quieres. Si vale la pena lo que estás esperando, eventualmente llega. Al volver a España, sentí que toda una generación me arropó y me tomó como una influencia. Tuve la sensación de que me estaban esperando.