“Está ubicada en la planta baja de mí hermosa escuela. Es grande y alta. Sus dos ventanas dan al jardín…” Así reza, todavía, en mi cuaderno amarillento de quinto grado al que resguardo de la humedad envuelto cuidadosamente en papel celofán, mi composición titulada “Mi aula”. Entre sus cuatro paredes, durante cinco largos años, no sólo aprendí a leer, también me enseñaron a escribir, dos acciones que me salvaron la vida. 

Tres guías individuales, copiadas en hojas cuadriculadas y pegadas posteriormente sobre cartulinas de distintos colores, detallaban cada uno de los pasos a seguir con el fin de obtener una descripción precisa de vegetales, animales o seres humanos. El primer punto era el mismo para todos los casos, “ubicación en espacio y tiempo”. Después de muchos años, cuando regresé orgulloso para votar por primera vez en las elecciones del 83, mi aula luz me esperó vestida de cuarto oscuro. Al abrir la puerta, modifiqué el primer precepto de las pautas aprendidas, en ese preciso instante entendí que el espacio, en realidad, se medía en tiempo. 

Aquel escenario que alguna vez me pareció enorme, lo hallé tan reducido como desconocido. El pizarrón ostentaba otro color, los pupitres eran individuales y un techo de telgopor me rozaba la cabeza. Preso de un miedo extraño de perder para siempre mi idealizado pasado, abrí desesperadamente una de las persianas del ventanal para divisar el añoso ceibo, único referente viviente de aquellos días. Me alegró volver a ver al mismo árbol que se alegraba conmigo cuando su sangre de ceibal, a ritmo de zamba, se volvía flor en vísperas de mis vacaciones tan deseadas, me fortaleció el reencontrarme con el admirado ejemplar cuyas hojas vibraban a causa de un viento invisible, de la misma manera que todo mi ser temblaba mágicamente, a la vez que un santuario de mariposas levantaba vuelo en un viaje directo al esternón, cada vez que me topaba con los ojos de Laura en los recreos, sensaciones que me hicieron sospechar de mis recetas para escribir, ellas se hallaban separadas en apariencia pero en esencia estaban fatalmente enhebradas por el rojo hilo de la vida. 

Si bien en la actualidad aquel lugar en el mundo sólo existe en mi cuaderno tanto como en mis recuerdos mentirosos, recurrentes ruidos que escucho por las madrugadas me devolvieron a un momento preciso, a una imagen intacta como foto jamás revelada que supe capturar involuntariamente en el viejo salón durante la mañana de un invierno con sabañones. Posiblemente sea el único que lo recuerde entre la veintena de alumnos que presenciamos dicha clase, pero todo lo que guarda la memoria caprichosamente es abrojo intangible que llevamos prendido para siempre, un registro de identidad inamovible, una nota suelta a la espera de transformarse alguna vez en una melodía genuina. 

Mi señorita provenía del interior profundo de la patria, maestra rural durante muchos años, sus manos duras eran garantías fieles del repetido discurso campestre que emitían sus labios sin pintar. Mi miopía temprana me había condicionado a sentarme en el primer banco, dicho lugar no sólo me dejaba al descubierto de cualquier travesura, también estaba a mano para todo mandado. Lo cierto es que en aquella ocasión hice de actor para representar una obra sobre la meritocracia. La docente corrió su silla de madera desde su escritorio hasta el centro del salón, luego me pidió que me sentara con los hombros caídos, brazos a los costados y mentón contra el pecho. 

Dijo, entre otras cosas, que lo más importante en la vida era la actitud a tomar, que lo único que nos iba a caer del cielo era agua y dada la posición adoptada antes de morirme de hambre me iba a morir de sed, que teniendo piernas y brazos saludables estaba en condiciones de sembrar la tierra de este bendito suelo en el que cualquier semilla se hacía planta y por dónde caminaban más vacas que personas. 

En el final de su exposición, al explicar las ventajas comparativas de nuestro país, pronunció una frase que impresionó mí mente infantil, “tienen que saber”, expresó como develando un secreto, “que existen lugares muy pobres en el mundo, si mañana vinieran a visitarnos tribus africanas, comerían gustosos de la basura que tiramos diariamente”. 

Una de las funciones que tenía asignadas en mi casa por las noches, consistía en sacar un cajón con los residuos de cocina hasta el cordón de la vereda, esperar al recolector y regresar con el recipiente vacío. Durante todos los minutos que esperaba el camión volcador, no hacía otra cosa que imaginar a chicos africanos doblando la esquina y arrojándose sobre los desechos expuestos. 

Para espantar fantasmas, llevaba escondido entre mis ropas, un paquete de galletas para saciar, llegado el caso, el hambre de los niños desposeídos. Después de muchos años viviendo en el mismo territorio, profundicé, a base de experiencia, la lección temprana de mi maestra, incluí detalles ocultos en su discurso lineal, aprendí por ejemplo que antes de arar la tierra era necesario desalambrar y que las vaquitas a comer, ajenas siempre habrían de ser. 

Por estos días, el golpeteo constante ocasionado por las tapas de los contenedores en su abrir y cerrar sin pausa, despierta en mi imaginación un horizonte de tambores tribales africanos, pero no son extranjeras las familias que avanzan procurando comer de la basura, son argentinos con el alma descalza y el estómago vacío, son habitantes de un país exportador de alimentos. 

Entre las sombras de una noche cerrada, hoy extraje de mi mochila la vianda para el trabajo y se la entregué a Tomás, un pibe de diez años de edad, un niño viejo, un experto trepador de contenedores municipales, un carenciado más de lo mínimo e indispensable para lograr un crecimiento sano, un aula, una maestra y una bolsa con residuos para sacar por las noches.

 

 

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