Se usa mucho la palabra “popular” para hablar de series y películas, pero rara vez se la define. Pocas cosas dicen “popular” tanto como Dragon Ball. Así, popular es que los niños jueguen a tirarse un kame-hame-ha en los recreos, que intenten elevar su ki a escondidas en los baños, que los adultos sigan usando remeras con sus personajes o que, ante un mal día, pidan “una gendikama” a sus seguidores de Twitter. Popular era (es, será) Akira Toriyama, su creador, que murió el pasado 1 de marzo y en este mundo tan real juntar las siete esferas no hará que Shen-Long quite esa tristeza a sus fans.
Los números fríos pueden hablar de los quinientos capítulos de la serie en la revista Shonen Jump, de la audiencia de sus muchas adaptaciones a la pantalla, de los –literalmente- cientos de millones de tomos recopilatorios vendidos. Pero esos números no capturan lo esencial del fenómeno: todo lo que hacía Toriyama –antes y después de Dragon Ball- tenía corazón. Si su obra caló entre lectores de todo el mundo fue porque le enseñó a esos lectores sobre la amistad, sobre la posible redención de los villanos (y como algunos, que quieren destruirlo todo, están más allá de toda posible redención), sobre cómo a veces hay que enfrentar a los mismísimos dioses en pos de un bien mayor y colectivo: Gokú peleaba por defender la Tierra (y ocasionalmente otros mundos) y pedía fuerza a sus habitantes.
Más allá de Dr. Slump (otro golazo editorial del mangaka, que ya le alcanzaba para ser una figura consagrada del medio), las múltiples historias unitarias después y su participación como diseñador de personajes de videojuegos, el éxito de Dragón Ball planteó otro modo de hacer manga en Japón. En sus comienzos, Toriyama era un dibujante de caricaturas. De hecho, Dr. Slump está repleto de pasos de comedia y chistes subidos de tono y escatológicos (se comenta que un chiste recurrente de esa serie, inspiró el emoji de la caca sonriente).
Algo de eso también se repite en la primera etapa de Dragon Ball, que incluso recibió cuestionamientos por la insistencia de algunos personajes varones en meterse con las bombachas de sus pares mujeres. Incluso en la Argentina recibió una denuncia por “violencia sexual simbólica” y en los ’90 los fans comentaban que al mediodía se emitían los episodios “recortados” y que las versiones completas se emitían a la medianoche. Difícilmente en sus orígenes eso resultara un problema, pero lo cierto es que Dragon Ball comienza como una aventura cómica (Toriyama la pensó originalmente como una mezcla de una novela de aventuras china y las películas de Jackie Chan) y evoluciona luego hacia la estructura clásica de shonen, con sus combates, derrotas, fortalecimiento de los héroes y vuelta a empezar. De esto se terminó convirtiendo casi en un modelo de narración.
Kazuhiko Torishima, el editor de manga (mítico por derecho propio), contaba que veía el dibujo de Toriyama como “descuidado, pero en el buen sentido”. Es que, algo apartado de la cultura laboral nipona, el creador no trabajaba innecesariamente. Por ejemplo, si al alcanzar el estadío de Super Sayiayins los personajes se ponían rubio el pelo era, sencillamente, porque era más fácil y rápido de dibujar. Y si en la pelea los personajes destruian el paisaje o algún edificio, mejor: no había que volver a dibujarlos. Si Toriyama dominó el difícil recurso de balancear áreas claras y negros plenos en sus páginas era, sencillamente, porque cuando empezó no tenía plata para comprar degradés ni tiempo para hacerlos. Era un tipo práctico, y en esa práctica estaba también el dominio de una forma de narrar. Ni siquiera escribía sus guiones por anticipado ni escaletaba la serie. Por eso en ocasiones tenía algún que otro tropiezo, que salvaba con algún deux ex. Todo esto era algo que le venía ya de su época como diseñador gráfico –tres años diseñando posters de películas-. Era bueno en eso, pero terminó abandonándolo porque llegaba tarde por quedarse dormido y solían reprenderlo por ir vestido “demasiado informal”.
Toriyama murió con 68 años de un hematoma subdural el pasado 1 de marzo y su funeral se celebró en la intimidad: su esposa, sus dos hijos, algunos amigos. Se interesó por el dibujo tras ver el film de Disney 101 dálmatas. Como Ozamu Tezuka, a Toriyama también le explotó la cabeza ver la animación norteamericana. Vivir rodeado de manga lo empujó más y más por ese camino. Hacia el final era un hombre reservado –esquivaba las entrevistas y las fotos, que ni siquiera usaba en sus libros- y prefería la vida hogareña con sus mascotas antes que el bullicio de los encuentros de manga e historieta. Incluso, hasta hace un tiempo ni siquiera estaba tan feliz con haber elegido una vida dedicada a las viñetas. En 2010 reconoció que “sólo hace poco descubrí que era un trabajo grandioso” y que la mayoría del tiempo siguió dibujando “porque quería hacer felices a los niños y jóvenes japoneses”. Lo consiguió y con creces. No sólo hizo felices a los niños japoneses. Emocionó a niños de todo el mundo. Arigatou Gozaimasu, Toriyama-sama.