Si cada uno de nosotros pudiera reformar el mundo, lo haría de modo diferente. En mi caso, recuerdo lo de Brecht, “hay hombres que luchan toda la vida”, son los imprescindibles. Está mal traducido, en el original no se dice “hombres” (“Männer”), sino “Menschen” o sea, “humanos”, es decir, hombres y mujeres. Y sí, si por mi fuera, reformaría el mundo para que precisamente las y los imprescindibles no puedan dejarlo sin previo permiso.
Pero no puedo reformar el mundo y, por ende, las y los imprescindibles se siguen marchando sin autorización de quienes más los necesitamos y, a veces, incluso en los momentos en que más falta nos hacen. Así se fue Diana Conti, indiscutiblemente una imprescindible, luchadora de toda la vida, de la que fui testigo muy cercano en sus diferentes roles, asumidos todos con inteligencia, valentía y fuerza vital.
La recuerdo ahora como funcionaria judicial, luego como abogada, como Secretaria del Departamento de Derecho Penal y Criminología de la Facultad de Derecho de la UBA, como Subsecretaria de Derechos Humanos, como senadora y diputada nacional, como miembro del Consejo de la Magistratura, como integrante del Comité contra la Tortura y quizá me faltan más cosas.
Pero ese listado incompleto no es únicamente el resumen de la brillante carrera de alguien que pasó por diferentes funciones, sino de una personalidad movida por el fuego de una vocación militante íntegra y de extremada coherencia ideológica.
Con todo, tampoco con esto se agotarían los rasgos más salientes del perfil de Diana, sino que todo ese itinerario vital fue recorrido con la expresión constante de una afectividad que la movía a cuidar de todos los que la acompañaban o sentía cercanos: nos advertía los peligros, le “sacaba la ficha” a quienes se nos aproximaban por algún interés mezquino, sabía de nuestros puntos débiles y nos protegía, no como madre castradora, sino como la compañera entrañable que nunca perdía la sensibilidad femenina ni el buen humor.
Es muy difícil decir “adiós” en estos casos, aunque seamos conscientes de que esa despedida no es más que un “hasta luego”. Podremos creer que desde algún lugar nos estará mirando, o bien pensar que eso es solo una ilusión que nos crea su memoria. De todas formas, mirada o memoria, siempre nos incitará a ser dignos de su ejemplo existencial.