"Aprendí mucho de la naturaleza. No me imaginaba lo que pasaba con el frío. Solo me imaginaba que el cuerpo de los chicos no se desnudó más, que iban agregando capas y más capas. Que la mugre venía desde adentro, que el olor venía desde adentro. Me imaginaba el olor para lograr el color, y nuevas formas de producir estos cuerpos sobrevivientes. Me interesaba contar esa degradación de adentro hacia afuera", reflexiona Julio Suárez, vestuarista argentino que acaba de ganar el Premio Goya al Mejor Diseño de Vestuario por su trabajo en la película La sociedad de la nieve, la mega producción de Netflix sobre los sobrevivientes de la tragedia de los Andes. Aprendiz de los viejos teatristas, artesano de las ropas y fiel a los materiales nobles, fue el vestuarista de la mayoría de las películas de Lucrecia Martel y convirtió a Natalia Oreiro en Gilda. Pasó de observar los pasajeros que bajaban del tren en la estación del pequeño pueblo de Valdés, partido de Veinticinco de Mayo, a ser el primer argentino en llevarse la estatuilla de esa categoría. Con más de 30 años de trayectoria, afirma que no quiere perder su costado amateur. Desde su estudio en Constitución, revisita su historia y reflexiona sobre el oficio de vestir a otros en la gran pantalla para Buenos Aires/12.

Alguien lo tiene que hacer

Alrededor del tren existían todos los espectáculos posibles de Valdés, el pequeño pueblo agrícola que en el censo del 2022 declaró 1000 habitantes, y en el del 2001, 519. En los sesentas, cuando Julio creció, el tren no acercaba solamente la grandilocuencia del circo, sino también una manera de mirar más modesto: los forasteros. Criado en el hotel del pueblo, tenía acceso a ese tránsito de viajeros que aportaban la única diferencia al pequeño mundo de campo. Como muchos otros como él, a mediados de los setenta se fue a estudiar a Buenos Aires "con el teatro en la cabeza", sin entender del todo el llamado de la vocación. Pero se encontró con que el Conservatorio Nacional estaba intervenido.

"No había otra opción que el trabajo. En cine estaban los últimos utileros, gente que era recordada y famosa por cómo trabajaba. Aprendí de ellos, investigando por mi cuenta, mirando, viendo historia del traje, yendo para atrás. Agarré los últimos coletazos de la escuela de oficio", afirma.

Al principio fue actor. Dentro de la compañía de teatro independiente que dirigía el dramaturgo Máximo Salas, comenzó a hacer sus primeros vestuarios por necesidad, "porque alguien lo tenía que hacer". Su primer vestuario significativo fue una adaptación de Bodas de sangre de Federico García Lorca en el Teatro Margarita Xirgu, que cruzaba un estilo tradicional con Picasso. El resultado fue un mundo gitano de colores que lo hizo empezar a pensar dos veces en esa profesión. Fue después de ese trabajo que comenzó a colocarse detrás del escenario.

"Creo que el teatro me enseñó a poner el cuerpo. No a pasar todo por la mente, por la inteligencia o por lo intelectual, que por supuesto te va formando. Pero para saber realmente de qué se trata, pienso que tenés que hacer como una degustación por el personaje, pasarlo por el cuerpo. Hacerlo más creíble. Nunca me gustó empezar por la estética, por lo visual. Para mi es un universo llegar a cada personaje, hago el camino inverso. Creo que es al revés, empezar por el personaje y contar el universo que te presenta cada obra que hacés", afirma.

Desde que empezó, no paró. Ya son más de 30 años trabajando en cine, teatro, televisión. Hizo series en el exterior, teatro chico, grande, óperas. Hizo el vestuario de El clan (2015), de Pablo Trapero, le dió color al Robledo Puch de Luis Ortega en El ángel (2017), recreó próceres en Belgrano (2010) y en Revolución: el cruce de los Andes (2010), y convirtió a Natalia Oreiro en Gilda (2016), entre otros.

Como pintar un cuadro

El trabajo que le valió ser el primer argentino en obtener el Goya de Vestuario traía consigo el sabor de un desafío. Además de llevar y traer un rodaje de trescientas personas, La sociedad de la nieve (2023) fue rodada en la hostilidad de la montaña, con el apremio clásico de una mega producción. Pero Julio trabajó como siempre.

"Inclusive en el cine, meto mano y cambio las cosas del lugar. Me gusta el set por eso, siempre estuve atento a lo que ponía. Sé que hay otras personas que diseñan vestuario pero delegan. A mi me gusta cargar los bolsos, aprendí así. Me gusta ir al Once, a la modista, revisarla entre toma y toma. Sigo trabajando de la forma en la que trabajaba de joven, como siempre. Y sigue siendo algo que defiendo", afirma.

La obsesión del director J.A. Bayona por representar la historia con fidelidad podía o no representar un desafío para el vestuarista, que aprovechó a su favor las estrictas indicaciones para desarrollar su creatividad. El director había pasado más de diez años investigando esos personajes y sus maneras de ser para su representación, y si bien tenía "piezas icónicas" de cada uno que no podían faltar, no estaba todo dicho. Había que ir de atrás para adelante.

"Había que encontrar las postas para llegar a que estén vestidos de esa manera. Partiendo de la época, y de lo que era este grupo de personas, ya podía elegir determinadas prendas y determinados colores. Chicos católicos, de clase alta de Montevideo, en los setentas, pero con cortes y modos sobrios. La cosa de psicodelia y de lo pop, eso no tenía nada que ver con este mundo. Por ejemplo, el cuello de las camisas era muy largo en ese momento, llegaba a tener doce centímetros. Pero en estos chicos parecía, aunque fuese real, siempre parecía un poco demasiado. Por la característica de cada personaje, porque tenían como un atuendo muy parecido a un informe de colegio también, de un grupo de deportistas que iba a hacer un amistoso a otro lugar", afirma.

Se marcaron abrigos: montgomerys, gamulanes. Cada personaje tenía una cantidad de ropa limitada: una valija de fin de semana para cada uno. Cada vestuario tenía siete o ocho copias, que además, se desgastaban a medida que pasaba el tiempo, ya que la película se filmó cronológicamente, excepto el accidente y el rescate, que se filmaron al final. "Era como pintar un cuadro, algo que se iba transformando", afirma.

"Las ropas estaban divididas por estados: primeros diez días, antes del alúd, después del alúd, ya con una base trabajada de color, de roturas, de lavado. Pero también después de la misma acción se modificaban, venían empapados por la nieve, así que teníamos salas de secado, para que ellos pudieran volver a filmar", afirma.

Justamente, uno de los puntos importantes del trabajo de Julio con los materiales es "el vínculo humano del actor con la ropa". "Cuando diseño algo le busco la vuelta de cómo se mueve, para qué lo usa, cuándo se lo pone, si lo transforma. Me imagino siempre un vestuario que tenga movimiento", afirma. En este caso, las condiciones de hostilidad de la estación de esquí de Sierra Nevada, España, que los actores tuvieron que aguantar durante cuatro meses desafió aquel vínculo. Pero Julio dejó a "los chicos" (algunos cuya primera experiencia en una megaproducción era esta) hacer.

"Había muchos que estaban con pie vendados, manos vendadas. En esa repetición del modo de formar el cuerpo cada día, de cómo se iba atravesando todo, a ellos también le servía ver cómo se hacía. Inclusive algunos se hacían las ataduras ellos, con mi supervisión, claro. Pero siempre lo que ellos tocan y mueven termina siendo rico. El que modifica es porque funciona y porque lo entiende, porque se adapta", afirma.

Al cuarto día de filmar, Bayona comenzó a pedirle más. "Que lo roto era más, que lo sucio era más, y yo le decía pero hace dos días que están en la montaña. Y tenía razón. Porque la cámara tarda en ver eso, sobre fondo blanco te rebota. Era un escenario para pelearse", afirma.

Materiales nobles para camuflarse

Una frase de cabecera de Julio resuena en otros diálogos que tuvo con expertos en el área: "La luz del cine se tiene que enamorar de los colores de la ropa". "Eso yo lo digo porque me gusta trabajar con materiales nobles. No es lo mismo iluminar una piel de verdad que una piel sintética. A mi me interesaba que se sienta la época, la juventud de ellos. Uno de mis pensamientos era que se notaran las madres en ellos. Por eso busqué tejidos a mano, maneras de abrigarse. Que se vea en ellos algo que no estaba ahí", afirma.

Según Julio, la luz se enamora de las telas, de los estampados, de sus texturas. Si no, la cámara no penetra. "Y yo sabía que él (el director) se iba a acercar con la cámara. Hay una sensación de que estas muy cerca de cada uno", afirma sobre la cercanía que construye la película con los sobrevivientes.

Con la intimidad Suárez tiene experiencia, quizás legada de todas las películas de Lucrecia Martel en las que trabajó: La niña santa (2004), La mujer sin cabeza (2008), Zama (2017). A través de esas representaciones, aprendió que el verdadero valor de su rubro, a contrario de lo que pensaría un director de su propia película, es que no se recuerde.

"Me gusta lo que no se ve. Me gusta más el presentir, que haya posibilidades de que te pasen cosas con lo que no ves o con lo que te parece haber visto. Es tan importante poner un pendiente como poner un vestuario entero. Que no dude, que no salte, que no llame la atención, que sea creíble", afirma.

En su afán por camuflarse dentro del plano, rechaza aquello que es "auténtico" porque sí, de manera fetichista. En cambio, abraza la posibilidad que le da la reconstrucción histórica de volver a construir "algo imposible". "Hay cosas que las tenés que hacer y empezás a pensar pero, ¿cómo las hago? ¿Con qué tela puedo lograr lo mismo? Porque a lo mejor no tenés esa misma tela, esa misma cosa. Y cuando la ves, a veces no funciona. Con Gilda me pasó que ví el vestido que habían guardado, el vestido violeta clásico de ella. Y cuando lo ves, no te sirve. Porque ya pasó algo que no es el momento que vos tenés que contar. Ya pasó el tiempo, estuvo guardado, perdió el color. Como que hay algo que nunca va a ser creíble. Lo real a veces no es creíble. Porque pasaron muchos acontecimientos en el medio, y que en el momento de contarlo ya no corresponden", afirma.

La estatuilla del Goya descansa en su estudio de Constitución junto con pedacitos de tela, portarretratos y recuerdos de otros rodajes. "¿Viste qué pesado que es?", observa divertido, quizás con la misma curiosidad con la que habrá mirado a esos pasajeros que bajaban del tren en la estación Valdés.