Mi vida de niño transcurrió en una casa antigua con techo a dos aguas de chapa y forrada en madera, con una gran plata de estrella federal en la puerta, en el barrio porteño de Nueva Pompeya. Los límites con las demás viviendas eran de alambre tejido, el terreno grande me permitía jugar en el cañaveral del fondo y en diferentes espacios. Pero la calle estaba vedada por mi madre que la consideraba ”peligrosa” y sólo podía salir con ella, cuando por las tardes se sentaba en la puerta y hablaba con las vecinas.
El clima sonoro de esa época era producido mayormente por la radio y el club Albion de Ramírez, un pequeño reducto que estaba enfrente de mi casa. La música que se escuchaba era tango, folklore, jazz, española e italiana (en los comienzos del festival de San Remo). Pero el tango era predominante, por lo menos en mi escucha. La radio me atrapaba por las tardes: escuchaba a Tarzanito Radio Splendid, Los Pérez García, Qué pareja y El Glostora Tango Club, míticos programas de entonces, que emitía radio El Mundo a la tarde-noche para toda la familia. Pero a mi me llamaba mucho la atención como cantaba Alberto Castillo. Lo escuchaba en un programa los domingos al mediodía y comencé a imitarlo. Me subía arriba de una mesa de hierro en el fondo de mi casa, lo que llamaba la atención de los vecinos que me gritaban: “¡Dale Castillito!”. Yo tenía 4 o 5 años.
Mientras escuchaba los radioteatros quería ir a la radio, a ver cómo era y actuar como Tarzanito.
En el club de enfrente de mi casa, los fines de semana ponían dos parlantes arriba del techo apuntando hacia la calle. El sonido entraba con toda fidelidad a mi casa, pasaban música, casi siempre tangos, aunque no entendía todas las letras les prestaba atención. Una tarde uno de los muchachos que frecuentaban el club estaba sentado sobre la ventana fumando, y por el parlante sonaba el tango “Fumando espero”. La conjunción de la imagen con la letra me hizo pensar que se lo habían escrito para él. No poder salir mucho a la calle y la escucha de los tangos me hicieron crecer en un mundo de cierta nostalgia.
Los domingos íbamos de visita a la casa de mi tía Ermiña. Más allá del viaje en tranvía, que me resultaba divertido, después me aburría mucho escuchando charlas de mayores . Pero un domingo mi viejos me llevaron al cine Pompeya a ver Marcelino pan y vino, una película española que fue un ícono de la posguerra civil de ese país, de contenido religioso y disciplinador. A pesar de la excitante experiencia de haber ido al cine, salí asustado. El protagonista es un niño huérfano criado por los curas, que le lleva de comer a Jesús, que milagrosamente salía de la cruz. Pero que al final de la película, luego de sus buenas acciones, muere para reunirse en el cielo con su madre, ayudado por el mismo Jesús que interviene ante Dios. “No quiero ser como ese chico”, les dije a mis padres. Trataron de calmarme, diciendo que era una actuación como la de la radio y que eso no sucedía, entonces le dije a mi padre que me gustaría actuar como ese niño para que no pase eso.
Cuando llegaba la primavera, mi madre estaba más tiempo charlando con las vecinas en la puerta, yo me ponía las zapatillas y salía a cazar mariposas con los demás chicos. Saltábamos una pequeña zanja que oficiaba de cordón, la calle era de tierra, no pasaban casi carros y mucho menos coches. Allí jugábamos con libertad, era un momento que lo recuerdo de mucha felicidad.
Un día después de la actividad estaba descansado feliz, con la espalda recostada contra un álamo que estaba en la puerta, cuando por los parlantes del club pasaron el tango “Manoblanca”. Como yo había empezado a ir a la escuela, ya conocía las calles del barrio y descubrí escuchando la letra que nombraban la esquina de Centenera y Tabaré. Fui a decirle a mi Vieja que el tango hablaba del barrio y ella me dijo: “Sí, y el cantor se llama Ángel Vargas. Antiguamente siempre venia a visitar a una vecina que vivía al lado del club”. Ya adulto me contó que era su amante.
Cuando tuve 8 años mi padre, respondiendo a mis ganas de actuar, me llevo al club Unidos de Pompeya, donde empecé a actuar en el elenco infantil los domingos a la mañana. Mi viejo se levantaba temprano para llevarme aunque ese fuera su día de descanso.
Me resultaba placentero caminar las calles de Pompeya, iba la escuela en el turno mañana. Estaba en 3er grado, y volvía corriendo para escuchar el radioteatro de Juan Carlos Chiape, Por las calles de Pompeya llora el tango y la Mireya. Muchas veces me levantaba el sifonero, que solía pasar con su carro. Al verme correr, me invitaba a subir y me alcanzaba hasta la esquina de mi casa, que estaba dentro de su recorrido. Ese día llegaba antes.
Mientras crecía descubrí “Barrio de tango” y finalmente “Sur”, casi un himno del tango y un autorazo como Homero Manzi. Todos esos tangos hablaban de mi barrio.
El tango pronto se me fue mezclando con el folklore de Los Chalchaleros y Ramona Galarza o el rock de Chuck Berry o Elvis Presley, y también Palito, Sandro, Los Beatles, etcétera. Luego junto con el teatro y la música empecé a elegir qué hacer, qué escuchar. Pero a medida que el tiempo fue pasando, cada vez que escucho “Manoblanca” recuerdo aquel momento donde descubrí mi identidad porteña, una sensación que se me repitió después con el rock nacional y su fusión con el folklore. Y aunque es mucha la música y las canciones que me llegan fuertemente, “Manoblanca” fue la llave para que todo esto ocurra.
Cuando repaso esta historia pienso que, a lo mejor, aquella prohibición de salir a la calle en la primera niñez y luego descubrir ese momento de felicidad ya en ella, fue lo que generó que luego de la última dictadura yo me enamorara de un lenguaje teatral que nunca abandoné, el teatro callejero.
Héctor Alvarellos. Como actor realizó múltiples espectáculos en diferentes teatros, entre los que se encuentran La Fábula, Empier, TPC (Teatro Popular de la Ciudad), La Campana, Del Pueblo y en el Teatro San Martin. Fue miembro fundador del grupo teatro de La Libertad. Se dedicó a investigar y promover el teatro callejero. Creó los grupos La Obra, Caracú, Comediantes de la Legua. Dirigió espectáculos de La Tramoya (Santa Fe), entre otros, todos especializados en este lenguaje de espacios abiertos. En 1991 creó el grupo de teatro callejero La Runfla, con el que profundizó la investigación del lenguaje, realizó más de treinta espectáculos y creó el curso de formación para la actuación en el espacio abierto, que cumple 20 años y depende de la EMAD. Escribió Teatro callejero en la argentina 1982-2006. También coordinó centros culturales, entre los que se encuentra Chacras de los Remedios, de Parque Avellaneda. Actualmente sigue dirigiendo el grupo La Runfla y trabaja en la publicación de un libro sobre un método que investiga, sobre la utilización dramática de los engramas motores en la actuación.