“Si no alcanzan las palabras/ Para lo que hay que contar/ Inventemos otro idioma/ Siempre te voy a escuchar”. Zapala es una pequeña y ventosa ciudad ubicada en el centro de Neuquén. Una jueza de esa comarca, Carolina González, conoció en 2021 la letra de la canción “Hay secretos” del grupo santafesino Canticuénticos, supo que un profesor de música la había usado como contenido de la Educación Sexual Integral (ESI) y que una de sus alumnas, una niña de siete años, se la hizo escuchar a sus hermanas.

“No se tienen que guardar/ Los secretos que hacen mal”. Según la investigación judicial, la escucha de la canción destapó que esa niña y otras nenas de su barrio se animaran a hablar sobre un vecino que las había abusado. El caso llegó a juicio y el abusador fue condenado. “Cuando tuve que evaluar la credibilidad del relato, fue fundamental la forma en que se había dado ese develamiento”, dijo la magistrada. Y en su fallo, fue contundente: “La canción evitó un desastre: estos eran unos abusos que iban a ir en escalada”.

Ruth Hillar, compositora, cantante y multiinstrumentista de Canticuénticos, recuerda aquellas palabras y piensa en el arte como transformador de su tiempo. En la responsabilidad de su grupo, en la ética que supone cada verso de sus canciones infantiles, en un fenómeno impensadamente masivo que nació hace dieciséis años en un pueblo de provincia alejado de Buenos Aires, con seis discos ya editados y más de 1200 conciertos, tres colecciones de libros, múltiples reconocimientos como el Premio Gardel por mejor álbum infantil y que conquistó las infancias a punto tal que hoy agotan rápidamente sus entradas.

Con el caso de Zapala todavía fresco, Ruth siente que la canción infantil sigue estando relegada a un mero lugar de entretenimiento y diversión. Tal vez el lado más difícil, cree, sea el de despertar la imaginación iluminando desde la música lo más duro de transitar para un niño: en lo que duele, en lo que da tristeza y no alegría. Allí puso el acento Canticuénticos y, contra todo pronóstico comercial, allí radica su popularidad. Las canciones y su poder sanador, las canciones como herramienta de formación y reflexión, las canciones como disparadores de conciencia: el respeto por la naturaleza, las Abuelas de Plaza de Mayo, el trabajo infantil, la igualdad de género son letras paradigmáticas de su repertorio.

En YouTube, el video del “Hay secretos” tiene casi siete millones de vistas. No es el de mayor éxito: otro de sus clásicos, “Cumbia del monstruo de la laguna”, alcanzó los 115 millones. “Mueve los pies/ Mueve la cadera/ Mueve los hombros/ Mueve la panza/ pero no le alcanza”. Recién llegado de una gira por España y antes de salir nuevamente para México, Colombia y Chile, Canticuénticos se presenta el sábado en el patio del Konex con su último disco Para saber que te quiero, en el que bailan los niños tanto como los adultos al ritmo de cuarteto, cumbia, cueca, candombe y chamarrita. Un fenómeno que creció desde la periferia hacia el centro, con el boom de Pakapaka y que se proyectó internacionalmente sin caer en la receta del mainstream infantil, innovando con temas cantados en otros idiomas, como el guaraní, y otros interpretados bajo tonadas provincianas.

“Canticuénticos empezó con un aporte al cancionero latinoamericano para la infancia, sin el objetivo de formar un grupo para tocar”, reconoce Ruth Hillar, formada en los talleres de composición de Jorge Fandermole, para quien hay dos elementos esenciales: el tocar en vivo, armando rondas y coros con los niños, y defender una independencia artística, con una autonomía sobre las decisiones estéticas. Todos los días llegan mensajes de distintos lugares del país y de otras latitudes de cómo sus canciones acompañan el cotidiano de incontables familias. Adultos que, además, les dicen que con su virtuoso maridaje de melodía y letra sanan sus heridas de infancia: no casualmente Ruth suele asesorarse con profesionales de la salud a la hora de escribir las canciones.

El fenómeno concentra un rebote descomunal en las plataformas: en Spotify, por caso, tienen más de medio millón de escuchas mensuales. Ruth rememora un viaje a Colombia: conocieron una escuela de música donde le enseñaban el toque de maraca a nenes y nenas con su “Cumbia del monstruo de la laguna”, la que suena habitualmente en fiestas de los jardines y las escuelas. “Siempre llegaba a todos lados el monstruo antes que los Canti”, se ríe Ruth. El monstruo lagunero es un hit: acompaña a la escuela en mochilas y cuadernos, se sube a las tortas de cumpleaños y deslumbra a niños con necesidades especiales.

No todo es baile y juego en el contenido de las canciones. Ruth cita a María Elena Walsh en eso de considerar a los chicos como sujetos de derecho, capaces de poner el mundo adulto patas para arriba. En cuanto a compositores e intérpretes, va de Luis Pescetti al Cuchi Leguizamón, de Chico Buarque a Violeta Parra, de Juan Quintero a Simón Díaz. Prefiere hablar, más que canciones de protesta, de canciones “de propuesta”. Se posiciona: “No subestimar el caudal emocional de las infancias: los niños son personas activas y sufren de inequidad, estrés, violencia y falta de contacto interpersonal”.

Canticuénticos

Formada por nueve integrantes, entre voces, instrumentos, fotografía y video, la big band incorporó dos países nuevos a sus giras: México y España. Allí descubrieron que grandes y chicos se sabían las canciones, hasta las más nuevas. Eso los llevó a pensar que con sus videos generan una expectativa tan alta como la de los artistas pop. Conocían a cada “Canti” por su nombre: les llevaron cartitas, dibujos y regalos. Desde Estados Unidos voló gente para escucharlos en México; para los conciertos en España, viajaron familias desde Inglaterra y Alemania.

Ruth habla de sus famosas “canciones situadas” como “Si viene de la Tierra”, con loas a la alimentación saludable y el consumo responsable; “Vamos a plantar”, que apunta a la reforestación de los bosques nativos; o “Zamba para aprender a caminar”, sobre el respeto a la primera infancia. Y también confronta la idea dominante de la canción infantil: la pasatista, la que se impone para que el niño se ocupe y no moleste al adulto.

Nenas y nenes tienen mil maneras de interactuar con una canción y, en tiempos del reino del revés, defiende a la escuela pública como espacio privilegiado. “El arte infantil como resistencia y agente de cambio, abrazando los lazos comunitarios y la diversidad cultural”, sintetiza Ruth Hillar. Como dice su canción “Juntes hay que jugar”, en ritmo andino: “Son tan poquitos colores el celeste y rosa/ Pintemos un arcoíris de color libertad”.

Canticuénticos toca el sábado 16 en el Kónex, Sarmiento 3131. A las 19.