Crueles son sucesos naturales cuando nos afectan por causas humanas y por lo tanto no los consideramos naturales sino intencionales o responsables. Designamos así aquello que no debería suceder, aunque ineluctable, y construimos ciudades, discursos, culturas en las que la crueldad se ordena, reglamenta, disminuye o aún se excluye. En las narrativas civilizatorias, la crueldad no fue originaria sino razón de los proyectos redentores o utópicos. Así, la crueldad es relativa a marcos contextuales, sensibilidades y moralidades. Lo progresivo de los derechos es para disminuir toda crueldad.
La Emancipación puede definirse como superación de crueldades, bajo cuya rúbrica quedan implicadas la esclavitud, la supremacía de género, el absolutismo. Prácticas brutales, martirizantes, patibularias fueron abolidas. En la era de la Emancipación la crueldad es objeto decisivo de obras y debates. Ponerla en evidencia, reducir el umbral de las sensibilidades, advertir sobre sus efectos cuando no es reconocida. Muchas de nuestras atribuladas conversaciones sobre los sucesos de los que nos anoticiamos son ponderaciones sobre la crueldad y discusiones sobre cuánto somos indiferentes o impotentes ante ella, y sobre cómo nos convocamos a denunciarla o reducirla.
Uno de los rasgos decisivos del fascismo es su crueldad como política. No solo no se propone disminuirla o abolirla, ni desear o imaginar tales atenuaciones, sino al contrario, su propósito es quitarle todo freno, investir al poder de una expansión ilimitada de la crueldad. Pocas imágenes han sido tan elocuentes como una filmación que Edgardo Cozarinsky reunió en su documental La guerra de un solo hombre (1982), en la que se registra un desfile nazi de modas --en la París ocupada en la Segunda Guerra--, de tapados de piel. Allí la modelo posaba junto al animal vivo de la especie correspondiente a la indumentaria, dentro de una jaula. El goce de la moda abarcaba el método para agenciarse de las prendas.
Se nos hace creer en una civilización (incivilizado es uno de los sinónimos de cruel), en la que el libre mercado introduce prácticas de crueldad que están muy por debajo de umbrales supuestamente aceptables de sensibilidad, junto a discursos publicitarios, no ajenos a los del fascismo en su genealogía, que nos persuaden de la normalidad que les concierne. El libre mercado bajo dominio corporativo o monopólico reduce a millones de personas a un adormecimiento complacido en el que todo escrutinio lúcido se ve reducido o suprimido.
Milei lo dijo todo y creímos haberlo escuchado pero es discutible qué entendimos, adherentes y adversos. Su performance introdujo umbrales muy elevados de percepción de la crueldad y los convirtió en normales porque se le dejó hacer y decir palabras y gestos inéditos en la esfera pública, cada uno de ellos susceptible de ostracismo. Un solo ejemplo: el mercado debe ser libre porque se regula solo, pero ¿cómo? Si lo producido no es de mejor calidad y precio el productor quiebra. Esa palabra en su boca se repitió hasta el hartazgo. Quebrar. Como si así se pudiera autogobernar la vida en común. El mercado como gobierno totalitario, sostén de ilimitada crueldad.