Esta mañana, el que caminaba sobre nuestras tumbas, era mi hijo, Santiago. Llegó a primera hora. Lo supimos porque, en ese instante, la humedad en la tierra comienza a ceder. Algunos tallos giran, se expanden, se abren y bifurcan al sentir las vibraciones de los primeros pasos en el horario de visitas. En el aniversario de su boda, Luis, a mi izquierda, recibe la visita de la mujer. En el cumpleaños, Esteban, a mi derecha, recibe a su papá. Hoy, escuché a Santiago por primera vez en la isla.

Su voz perforó vertical hasta mí. Diferente. Madura. Dijo que tenía las manos entumecidas y que ojalá el sol calentara un poco más. Lo imagino alto, corpulento, puede que tenga bigote. Acá estamos, dijo. Los tres lo oímos, ellos un poco menos. Más tarde les repetí la historia, la buena. Santiago dijo que el lugar es totalmente distinto a lo que esperaba encontrarse. En cambio, el frío no. El frío es lo que esperaba. Lo que te habrás cagado de frío, dijo. Varias piedras chocaron contra la madera de la cruz y lo creí sentado en canasta, junto a mí. Dijo que llegar es un quilombo y que, de saber que caminaría tanto, se hubiera puesto otras zapatillas. Se oyó el tirar de un cierre. Imaginé unos dedos grandes, peludos, torpes, abriendo un cierre. Dijo sentirse bien de haber venido. Y eso le daba bronca. Se escuchó sorber un mate. Sentí en mis labios la tibieza de una bombilla. El gusto de la yerba en el paladar. El agua calentando la garganta. En mi cabeza, compartíamos el mate, amargo.

Dijo que me extrañaba horrores y que no se animaba a venir a las Malvinas hasta que pasó el milagro de Maradona. Que sintió la necesidad urgente de contármelo. Pero hablaba tranquilo. Pausado. Tal vez lleve el pelo largo, un suéter color marrón y jeans gastados. Ahora no lo imagino corpulento, más bien es flaco y con lentes. No tiene bigote, sino una barba completa, tupida. Trajo un regalo. La camiseta suplente de la selección Argentina. Es hermosa, dijo. Lo escuchábamos describirla e imaginábamos a Luque usándola, entrando al área. Fue tremendo, dijo. Lo que hizo Maradona con esta camiseta, en ese partido, fue tremendo. Y fue por ustedes, agregó.

La camiseta suplente alterna las rayas verticales como la titular, en dos tonos de azul, dijo, y lo imaginé levantándola sobre mi placa, de cara al sol de la mañana. El número en la espalda es plateado, brilloso, inmenso. Ninguna llevaba el apellido, contó. Hasta en eso, dijo Santiago, pensaron en ustedes. En los que todavía no llevan nombre. En lo que aún son un número.

Sabíamos que era mil novecientos ochenta y seis por la mujer de Luis. Santiago contó que el mundial fue una locura y que habíamos salido campeones en México. Intentaba imaginarlo cuando arrancó a contar que el partido había estado trabado durante el primer tiempo y que se fueron al vestuario igualados en cero. Ahora se viene lo lindo, dijo, y los pasos y murmullos que bajaban a través de las grietas de la tierra empezaron a mermar. Sucede en el último tramo del horario de visitas. A los cinco minutos del segundo tiempo, continuó Santiago, Maradona pasa entre dos. Gambetea a un tercero. Tira una pared con Valdano, que estaba de nueve, un poco a la derecha. Valdano la quiere parar y la pelota se levanta, no me acuerdo si Butcher o Sansom la pellizca en el aire y termina metiéndola en el punto de penal. Shilton, el arquero, sale a despejarla sin ver a Maradona que, con el puño sobre la cabeza, lo anticipa y manda la pelota adentro del arco. Entra picando, como pidiendo permiso. Los ingleses, como locos, reclamándoles al árbitro y al juez de línea. Escuchábamos a Santiago e imaginábamos a Maradona con todo ese pelo, lleno de rulos, casi afro, como lo conocíamos antes de venir a la isla. Ahora ellos corrían a pedir ayuda ante los ojos del mundo.

Se pone mejor, siguió Santiago, después del gol con la mano la cosa se pone mejor, dijo y se detuvo. Hacia los lados, en el instante en que la tierra se encuentra en el punto más seco, los llantos se filtran con mayor claridad. Imaginé a Santiago mirando a su alrededor. A quienes tenía cerca, con detenimiento. A quienes estaban lejos, con nostalgia. Lo imaginé con los ojos brillosos. Sosteniendo otra de tantas lágrimas que se debe haber guardado. Extrañé, de nuevo, con más rabia, poder abrazarlo. Extrañé mi voz. Mi llanto. La gente empieza a irse, dijo en un tono más bajo.

Esto es lo mejor, dijo y se escuchó nuevamente un cierre. Lo imaginé contemplando la isla mientras retomaba el relato: marcó firme Cuciuffo cerca del medio. Recuperó la pelota y se la pasó al negro Enrique, que estaba tirado a la derecha. Enrique enganchó hacia atrás y se la tocó a Maradona en el círculo de mitad de cancha, de espaldas a Shilton. Salieron a marcarlo Hodge y Beardsley. Maradona pisó la pelota, giró y la tiró larga hacia la derecha. Los limpió a los dos y encaró por la banda. Corrió con pelota dominada dando zancos largos. Al medio lo acompañaba Burruchaga como opción de pase. Hizo pasar de largo a Peter Reid que volanteaba por izquierda, la de ellos. Atrás de Burruchaga, picando hacia el área, lo tenía a Valdano. Fenwick, el dos, no le salía porque dejaba solos a Burruchaga y a Valdano. Maradona amagó el pase y siguió corriendo hacia el arco. Le salió Butcher, el seis. Pasó de largo. Cuando Fenwick se decidió a cerrar, Maradona se metió al área con otra zancada. Shilton salió rápido a achicar. Maradona lo pasó con pelota dominada. Pegada al cuerpo. Shilton quedó desparramado y Maradona definió cayéndose porque Butcher le había pateado el tobillo. Steven, que llegaba corriendo de atrás, terminó abrazando el palo, y Maradona corriendo hacia el córner. Podés creerlo, dijo Santiago, corrió con pelota dominada desde mitad de cancha y tuvo aire para salir a festejarlo hasta el córner. Nunca vi algo así, dijo. Y nunca grité tanto un gol, agregó. Creo que todos los argentinos lo gritamos como lo que fue, el mejor gol en la historia de los mundiales. Un desahogo. Una revancha. Una humillación.

 

Se escucharon algunas piedras chocar contra la placa e imaginé a Santiago, de rodillas, mirándola. Quitando el polvo que la cubre. Leyendo mi nombre y apoyando la camiseta antes de marcharse, de espaldas, atravesando las tumbas, para volver a casa.