Tres días después de su muerte, por la época en que estaban terminando de construir el Muro, ellos decidieron tender el segundo muro. Nadie recuerda como las pinturas ya borradas dibujaron la sonrisa de aquel rostro sobre los paneles de cemento. Aunque algunos, en especial el ciego, aseguraban que no sonreía y otros que los labios eran finos, o el color de su piel tenía tantos matices como las opiniones de cada quien. Lo cierto es que el cuerpo quedó tendido con las piernas solapadas y los brazos abiertos en la cruz formada para amortiguar la caída sobre el salitre inveterado. Su empeine izquierdo se extendía hacia los tres dedos impulsores de la curva que pasó por encima de su cabeza para terminar con nuestro grito de gloria ahogado por los fogonazos inesperados. El cuerpo permaneció allí durante los dos días posteriores a su muerte pese al salitre que corroe hasta los vientos. 

Al amanecer del tercer día, aquellos que intentaron mirarlo, murieron arrasados por la segunda oleada de deflagraciones. Entre esos, el pintor de los murales alcanzó a balbucear que en el lugar del cuerpo había quedado una silueta roja pintada sobre la tierra blanca. Hacia el anochecer y tallada bajo la forma de esa silueta, ellos levantaron la piedra donde graban en marcas verticales cada uno de sus disparos sobre nosotros. La piedra o esfinge rugosa, es más ancha que alta. Cuatro generaciones están inscriptas de abajo hacia arriba y de derecha a izquierda sobre la superficie roja. Conocemos cada una de las ranuras. La primera, a la altura del pelo ensortijado contra el piso, es la del anciano que los insultó cuando colocaban la piedra. La segunda, es la del otro anciano quien les recordó cómo el arte del juego era dominio de las barriadas y que a Él lo habían matado por ser habilidoso. Las siguientes son las de los moribundos quienes aprovecharon los últimos estertores de la agonía para ir a gritar su nombre contra el filo del muro. Entre las ranuras hay miles de otras apenas más bajas recordando a los niños, que en su afán de imitarlo, salían corriendo por entre los pasillos de las casillas de chapa.

A pesar de tantos muertos hemos conseguido inscribir nuestra propia marca sobre la piedra intocable. Invisible para sus ojos, la inscripción consta de un solo punto imaginario percibido hacia el medio de la piedra. Allí un relieve coincide con el lugar donde Él asentaba su centro de gravedad. Cuando jugaba parecía estar suspendido en el aire. Los pies apenas si acariciaban la tierra para desorientar a cualquiera tomando direcciones impensadas. Al caer rodando tampoco estaba sometido a los caprichos del suelo, aun cuando sus piernas se negaban a la armonía. El tallado de la piedra respeta esa asimetría de la zurda más corta. Creo que todos pensamos al ver el punto rugoso, en esa diferencia de alturas de la cual nadie se pudo aprovechar. Se dice que él caía hacia la derecha al correr de frente, y hacia adelante cuando pasaba por entre cuatro. Parecía amagar, y lo hacía, pero en realidad pausaba el movimiento hasta equilibrar las alturas y poder correr. La piedra también resalta el trabajo mayor de la rodilla izquierda. Sobre esa redondez descansan las marcas de quienes lo cuidaron desde niño. Después de su muerte, se escondió durante cada día y a cada uno de la familia postiza en diferentes casillas. 

Tal vez una delación o el simple azar hecho voluntad, consiguió que bajo un solo balazo cayeran los cinco al salir al unísono al pasillo de los intercambios. Había de cien a setecientos metros de distancia entre ellos y sin embargo la bala los atravesó uno por uno hasta terminar desintegrada en el viento salitroso. La familia había llegado a nuestras calles unas semanas antes de los primeros cercos, cuando la prepotencia se hizo ley. Él era distinto a ellos y a todos nosotros. Su manera de hablar recitaba tonos lejanos. Sus ojos no eran como las ranuras oscuras de la órbita en la piedra donde descansan las marcas de sus compañeros. A todos los mataron una madrugada cuando intentaron salir a jugar para el cuarto aniversario. Desde hacía un tiempo se veían vacías las torretas del muro. Los disparos fueron más rápidos que la sorpresa y nadie gritó, como si gritaban los nuestros aquellas habilidades de él. Desde pequeño ayudó a olvidar los primeros estigmas de la segregación, la indecencia de las hambrunas y hasta propuso el juego por la paz que no todos quisieron jugar.

Nada en las rugosidades de la piedra recuerda el costado izquierdo lacerado por las patadas de ellos cuando abandonaron el campo, ni la fractura de la mano acomodada por la madre mientras lloraba reproches. Ella lamentó lo que otros callaron. Que los del muro nunca aceptarían el resultado de ese juego por la paz. Que estas tierras eran el último páramo donde nos habían dejado por ser como éramos y para entenderlo bastaba con mirarnos. Abajo en la piedra a la altura del tobillo derecho se inscribe en el resalto dejado por la segunda bala, la ranura del ciego que sin embargo los desafío después de las palabras de la madre. 

Durante años hicieron que lo perseguían con asaltos sistemáticos a las casillas. En realidad buscaban a quienes el ciego enseñaba el arte del juego para después marcarlos sobre la piedra en ceremonia pública. Podrían haber esperado y encontrado muchos más, pero el ciego se adelantó al descubrir al segundo mejor de nosotros. Una tarde lo escuchó pasar esquivando latas que hacen de sillas y cajones que hacen de mesas y salir disimulando al laberinto de los pasillos para volver a entrar a cada casilla hasta llegar al campo límite con el muro. 

Silencioso, fabricado de retazos y pedazos de plásticos, el ciego le enseñó todas las destrezas con el objeto prohibido. Cuando estuvo listo, lo llevó ante el muro para despertar la revancha de un segundo juego. No hay ranura en la piedra del segundo mejor de nosotros. El se quedó parado junto al cuerpo del ciego por días y días hasta que este se disolvió. No se sabe en qué momento el segundo se fue, o si ellos se lo llevaron y lo devolvieron a través de las tuberías que nos llenan de sal. Después de la muerte del ciego aumentaron los volúmenes de descarga de sal. La piedra quedó entre la segunda y tercera tuberías nuevas después de la curva que nos separa del mar. 

El campo de juego debe haber terminado metros más allá justo bajo la torreta. Cuando el juego por la paz, las casillas estaban pobladas y llegaban hasta el borde mismo del campo. Ahora no es posible llegar hasta allí. Los pocos que quedamos sobrevivimos con las palabras del juego olvidado y el punto inscripto en la piedra que nos dice cómo supimos ser.