La lista Forbes de los deportistas mejor pagos del mundo en 2016 lo ubicó en el puesto 32° con 34.200.000 dólares y la de 2017 lo tiene aún más arriba: 23º, casi con la misma cifra. Dicha suma puede ser considerada baja en comparación con los deportes superprofesionales como el fútbol (donde Cristiano Ronaldo ronda los 95 millones de dólares por temporada), el básquetbol (LeBron James US$ 86.200.000) o el tenis (Roger Federer US$ 64.000.000), es verdad. Pero los premios oficiales en el atletismo son ínfimos respecto a esas disciplinas. Es que en el mundo en el que se desempeña Usain Bolt, acaso el atleta más global y trascendente de todos los tiempos, cualquier movimiento que haga el jamaiquino tiene su precio. Por caso, cuando estuvo en el país en 2013 embolsó en menos de 48 horas 3 millones de pesos (de los 4 que se “invirtieron” en total para traerlo a la Argentina) por dar 35 pasos para vencer con facilidad al colectivo de la línea 59 cuando Mauricio Macri, por entonces Jefe de Gobierno de Buenos Aires, promocionaba el Metrobus porteño como la salvación para los problemas de tránsito locales.  

En contraste, aquí y ahora, en la Argentina del cambio aparece Matías Robledo. El Bolt criollo poco tiene en común con el vigente récord mundial de los 100 y 200 metros llanos (con 9.58 y 19.19 segundos respectivamente). Su salario orilla los $25.000 gracias a un mix entre lo que le pagan en la tienda Nike, donde vende ropa y zapatillas en el coqueto shopping Alto Palermo, y una beca de la Lotería Corrientes (su único sponsor). Así, el tetracampeón argentino de los 100 metros llanos (con 10.52 segundos) sostiene la economía familiar junto con su esposa Virginia para que a sus hijas Alma, de cuatro años, y Mía, de apenas unos meses, no les falte nada.

“Ni me puedo comparar con Bolt. Son dos mundos distintos. En todo sentido”, se ríe Robledo al tiempo que le da un sorbo largo a su café industrial. “Él, además de multimillonario, es más alto que yo”. Mientras Bolt mide 1,95 metros y, en competencia antes de su retiro (¿definitivo?), rondaba los 94 kilos, Robledo araña el 1,67 metro y pesa 72 kilos. “Una zancada de él, ¿serán dos mías?”, se pregunta Robledo. “Casi”, se responde a sí mismo. Cuando Bolt consiguió el récord del mundo de los 100 metros llanos empleó 40,92 zancadas para completar la distancia. En cambio, Robledo, hizo su mejor marca con 51,5 pasos.

El sol diáfano se impone entre las ventanas de una remozada cafetería frente a la plaza Dorrego, en el corazón de San Telmo. “Estoy viviendo acá cerquita hace poco más de un año”, advierte. “Es lo que me toca y actúo en consecuencia”, agrega con franqueza. A los 27 años, Matías no conoce derrota alguna a nivel local desde hace más de cuatro años. No se vanagloria con semejante récord. Es consciente de que el nivel nacional en velocidad no es el ideal. “Para crecer no queda otra que salir del país porque acá la competencia es poca”, precisa. Pero no puede. O, mejor dicho, no depende solamente de su deseo y ambición. Está vinculado a múltiples factores. Este año, en febrero pasado, pudo concretar una gira por Europa en pista indoor (en carreras de 60 metros, su otra especialidad) porque la Lotería correntina le dio el mejor regalo de Navidad que podía recibir un atleta argentino. “El 26 de diciembre último, en plena visita familiar a Bella Vista, me llamaron de la Municipalidad para avisarme que estaba listo un cheque para mí”, recuerda. “Sentía que había tocado el cielo con las manos. Mis viejos (don Prudencio Robledo y Nélida Gómez) no lo podían creer. Estaban más felices que yo”.

Volvamos al Mundo Bolt para graficar y entender un poco más por qué, en buena medida, el atletismo argentino no puede sentarse a discutirle a las potencias ni siquiera del continente. Por un lado, la falta de pericia de quienes comandan la Confederación Argentina de Atletismo (CADA), con el longevo y poco dúctil Juan Carlos Scarpín a la cabeza, para quien gestionar es sólo recibir ayuda al mejor estilo de una ONG, es todo un problema. Y por el otro, por ejemplo, porque Robledo pasa entre cinco y seis horas por día vendiendo ropa y zapatillas de running en vez de entrenarse, comer y descansar. “Más allá del nivel, Matías es el mejor velocista que tenemos en la actualidad. El deportista argentino es muy bueno. De eso no hay dudas. A partir de Matías hay que elaborar un plan serio y a largo plazo. Incluso hubo mejores que él, pero hoy es el mejor velocista que tiene el país”, diagnostica Carlos Gats, plusmarquista nacional en 100 y 200 metros al aire libre y 200 metros en pista cubierta. “Robledo debería ser el eslabón para empezar a salir a flote. Si es el mejor, debería tener un apoyo acorde y no que deba llegar por motu proprio a los niveles de estándares que exige el Enard para brindarle a partir de ahí una beca”, describe Gats, doble atleta olímpico en los Juegos Olímpicos de Atlanta 1996 y de Sidney 2000.

No se queja Matías. Al contrario, agradece cada palabra, cada acción. Poco se parece a ese muchacho que ingresa en la pista de tartán como un león enjaulado. Dócil y ocurrente, afuera; adentro, es competitivo y visceral. “Cuando compito me pongo inaguantable. Pobre mi mujer que tiene que bancar mi ansiedad”, se sincera.  

 

Amores que matan

El vínculo entre Robledo y su entrenador Javier Morillas trascendió la mera relación deportiva. Amigos íntimos, no todo fue fructífero al principio. “¡No me quería, no me quería!”, repite una y otra vez Matías. “Le gané a fuerza de trabajo y resultados”. Es cierto, Morillas lo rechazó varias veces. El ojo de unos de los mejores entrenadores de atletismo argentino alguna vez falló. “Hoy somos amigos, es el padrino de una de mis nenas. Al principio no me quería, le costó reconocerlo. Hasta le mandaron cartas y todo antes de entrenarme y él decía que no me quería por la altura”.

Antes que atleta, Matías se define como deportista. Al menos así se inscribe cada vez que se hospeda en un hotel. Tal vez sea por su pasado como jugador de fútbol donde, afirma convencido, era muy bueno. A los 13 se fue a Rosario a la pensión de un representante. Se probó en Boca, River, Independiente, Rosario Central y Arsenal donde quedó pero decidió volverse porque extrañaba a su familia.

En 2007, al finalizar la escuela secundaria, Robledo ya había ganado varios torneos provinciales y nacionales de menores de salto en largo. Con un pantaloncito de algodón y alpargatas se desplazaba a toda velocidad por la corredera de tierra o conchilla (algunas pocas veces en solado sintético). En ese espacio jugaba a saltar un poco más allá que los demás. Como un juego, Matías se topó con el atletismo. Con la ilusión a cuestas viajó a Buenos Aires. La promesa de recibir una beca en el Centro Nacional de Alto Rendimiento Deportivo (Cenard) que incluía alojamiento y comida, en la mole de cemento porteña, se chocó con otra realidad: apenas le daban comida. El resto corría por su cuenta. Al mismo tiempo que estudiaba Educación Física en el Instituto Romero Brest, Matías se alojó en la casa de un tío en San Miguel y en la de su padrino en Ciudadela.

Para ganarse un lugar en el Cenard debía correr fuerte, más fuerte que nunca, para bajar la barrera de los 11 segundos. Tras varios intentos, casi un año después, en 2008, lo logró y la cosa empezó a marchar. A desarrollarse un poco mejor, aunque es consciente de que la vida útil de un deportista no es muy extensa. “Quiero aprovechar al máximo mi momento. Si pudiera dedicarme de lleno al atletismo, seguro que no trabajaría. Lo hago por necesidad”, explica. Y añade: “Así es imposible aspirar a lo máximo: un Juego Olímpico. Necesito una marca de 10.12 y estoy lejos. Para reducir la diferencia debería dedicarme de lleno a correr y entrenar. En este contexto es imposible”. 

Tal vez por ello y producto de su gran capacidad de aceleración, Matías encontró en los 60 metros una buena opción para intentar llegar a un Mundial de pista cubierta. Para ello, deberá limar 2 décimas su mejor marca (6.83 segundo). “Es un poco más de 2 metros en 60 segundos. Parece poco, pero es un montón”, admite.

Sin sponsor deportivo y con viajes de más de una hora entre San Telmo donde vive, Palermo donde trabaja y Núñez donde se entrena, buena parte del día de Robledo transcurre arriba de los colectivos 130 y 152 para unir sus obligaciones familiares, laborales y deportivas. “Así es muy difícil ser un atleta de alto rendimiento –dice–. Pero no me resigno. Hacerlo sería dejarme vencer y no estoy acostumbrado a eso”.