Nosotros teníamos un vecino que había jugado tres segundos tiempos completos en la Octava de Boca y un primo lejano que salía de joda con el 4 de la Cuarta de River. Y esos eran nuestros dos mínimos pero conmocionantes vínculos con las famas que concede la pelota. Cierto era que el Tío Faustino juraba haber debatido sobre el arte de ser defensor con Roberto Perfumo y juraba, además, que Perfumo (sí, sí, ¡Perfumo, el verdadero Perfumo!) le había dado la razón en ese debate. Pero el Tío Faustino también juraba haber bailado una medianoche con Tita Merello, así que no le creíamos ninguno de esos juramentos. De cualquier manera, ni Boca ni River ni el Tío Faustino y ni siquiera el gran Roberto Perfumo estaban a la altura del mayor de nuestros héroes de la cancha. Inútil compararse con el Tío Naúm. Crack, crack, crack el Tío Naúm, que demostró su condición de crack, crack, crack desde que empezó su carrera en el único equipo de su historia: Los Incómodos.
Puede que por ahí ande gente que jamás se haya enterado de las campañas de Los Incómodos. O no: es más probable que esa gente se haya enterado y, como Los Incómodos eran Los Incómodos, eligiera desmancharse la memoria de ese nombre, desentenderse de haberlos visto y exigirse borrarlos con la furia que se destina a suprimir las señales de algunos amores que nunca serán del todo viejos. ¿Pero cómo olvidar a Los Incómodos? ¿Cómo hacerlo si en una de sus primeras temporadas habían despanzurrado los cimientos de la lógica hasta invitarnos a descubrir que no sólo existía la realidad que conocíamos sino que otras realidades, bien distintas, podían existir? ¡Qué temporada! Uno, dos, siete, doce, veintitrés, treinta y cuatro, setenta: setenta partidos seguidos empataron Los Incómodos, de visitantes, de locales y de neutrales, con el Tío Naúm brillando como marcador central a veces y como preparador físico otras veces, en terrenos en los que los dos arcos no medían los mismos centímetros y eso si había dos arcos porque en ocasiones sólo había uno, y con una hinchada en la que un vendedor de panchos con la garganta aflautada y una soprano que soñaba interpretar un aria de Verdi con la voz de Mostaza Merlo se abrazaban para cantar “A empatar, a empatar, vamos a empatar”.
-Costó mucho empatar esos setenta partidos-, repasaba el Tío Naúm, abrigado por los guantes de arquero que lucía en sus extraordinarios domingos de centroatacante.
Nos lo repetía cada vez que recibía la visita de un antiguo compañero de Los Incómodos, que, en el transcurso de una sola tarde, supo destacarse como lateral derecho con un banderín entre los dedos y como juez de línea con las manos en libertad: “En esa temporada, empatábamos y empatábamos porque se había puesto de moda un lugar común, no recuerdo cuál de todos, si algo así como ‘ganar es lo único que importa’ o eso otro de ‘lo imposible es imposible y no hay que intentarlo’. Es lo de menos. Lo que vale es que, desde el partido uno al partido setenta, pusimos la pelota en movimiento en el cuadrado central con un buen cabezazo y fuimos por los empates frente a los clubes que nos enfrentaban con dos, con once o con quince jugadores. Algunos nos etiquetaban como absurdos. Nada absurdo lo que hicimos: evidenciamos que ganar no era lo único que importaba y que lo imposible no es imposible si se intenta. Si hubiera sido absurdo, la felicidad de esos empates no me duraría hasta ahora en la piel”.
Así jugaban Los Incómodos. Se descalzaban en las canchas con suelos de espinas, pateaban córners en los que la pelota viajaba al cielo y no regresaba más, idolatraban a mediocampistas que se iban detrás de esos córners y de esas pelotas rumbo al cielo y tampoco regresaban más, almorzaban en los entretiempos y desayunaban en el fin de los partidos, cambiaban camisetas con los contrincantes en el primer minuto y sudaban antes de largarse a correr. Nada resultaba una frontera para ese grupo en el que los futbolistas llenaban de indicaciones al entrenador y en el que el plantel entero se erigía de cara a los espectadores y les recomendaba cuándo gritar y cuándo callar. Orgullo nuestro: en la madrugada en la que se estrenó como marcador de punta izquierda para Los Incómodos, el Tío Naúm ni rozó la bola con el botín zurdo. Doble orgullo: no lo cansó ni un poquito afrontar todo ese partido haciendo la vertical.
Luego del campeonato de los setenta empates, Los Incómodos deslumbraron en un torneo de esfuerzos. Una mañana tormentosa golearon por siete esfuerzos a dos a un adversario en el que abundaban los delanteros talentosos pero displicentes. La tribuna, coherente con el esfuerzo, los aplaudió hasta la noche, a pesar de que la tormenta mutó a tempestad. En el minuto 88, con las patas convertidas en barro, el Tío Naúm tiró un centro desde la derecha, corrió hasta la tribuna para prestarle el pañuelo a un chiquito que estornudaba y, de retorno, dobló la frente para impactar esa pelota centreada y mandarla al fondo de la red. Esfuerzo entre los esfuerzos, aplicó las energías que le quedaban para ayudar a que el arquero de los contrarios, desparramado en el piso, pudiera erguirse de nuevo y le comentó que su esfuerzo por alcanzar esa pelota inalcanzable equivalía, por supuesto, a un gol.
“Contra lo que unos cuantos nos atribuían, Los Incómodos no nos proponíamos nada extravagante”, evaluaba, desde una sencillez invariable, el Tío Naúm cuando, en lugar de rememorar penales pateados de taco en un torneo que no era de empates ni de esfuerzos sino de esperanzas, revelaba algún fundamento de la acción de su equipo. Aunque eso reclama una precisión: quizás él pretendía revelar los fundamentos de su equipo, pero nosotros, con los años, concluimos en que los que nos estaba explicando era la vida.
Humilde más allá de todas las vueltas olímpicas que, marchando de espaldas, había recorrido en los campeonatos en los que Los Incómodos se clasificaron últimos, el Tío Naúm sostenía que Los Incómodos habían nacido con el más humano de los motivos:
-No hay rival más embromado que la normalidad. La normalidad o eso que nos convencen y que nos convencemos que es la normalidad. Ya sé: no es fácil. Pero, como les dije, la felicidad de jugar de esa modo me dura hasta ahora en la piel.
El sábado en el que el Tío Naúm nos contó todo eso, el Tío Faustino nos juró, por vez mil, que había debatido sobre el arte de ser defensor con Roberto Perfumo y que el insuperable Perfumo le había dado la razón. También juró por vez mil que no se acordaba de por qué Los Incómodos se llamaban Los Incómodos.
Al Tío Naúm esa incógnita le llegó a los tímpanos cuando apoyaba los labios en la trompeta que empleaba para marcar faltas en las jornadas en las que le tocaba ser marcador central, preparador físico y, encima, árbitro y mientras repasaba dónde había guardado el short de baño que usó en el último partido que Los Incómodos empataron en el fondo del mar. Igual contestó:
-Las cosas no son. La cosas están siendo. Y lo único incómodo es no incomodar ni incomodarse para pensarlas y, en una de esas, para transformarlas. Un incómodo que no se incomoda no puede jugar en Los Incómodos. Sólo soy un futbolista, pero supongo que nos llamamos como nos llamamos porque ser parte de Los Incómodos es una actitud frente al mundo. Eso requiere una vida de empates, de esfuerzos y de esperanzas en las canchas.
Nunca desciframos si la causa fue la potencia de esa respuesta o la imagen digna de un póster del Tío Naum con la trompeta en los labios y el short de baño de aquel partido en el fondo del mar. Por lo que fuera, el Tío Faustino metió la diestra en el bolsillo y sacó una foto. Pose de tango, maravilla perfecta, ahí bailaban Tita Merello y él.
-Ganar no es lo único que importa y lo imposible no es imposible si uno lo intenta. Tal cual, querido Naúm. Ah, con Perfumo no me saqué una foto, pero les juro que era un caballero y me dio la razón-, nos declaró, sonriente, vencedor pero sin jactancia, al tiempo que nos juraba que a Nicolino Locche lo bautizaron, sin exagerar, Intocable, pero que él, un sábado a la noche, le había acertado un cross en la pera en pleno Luna Park.
Crack, crack, crack, el Tío Naúm, nuestra garantía de que es posible jugar en la tormenta y de que siempre habrá incómodos buscando volver al mundo un mejor mundo y al fútbol un mejor fútbol, miró al Tío Faustino como quien se ilusiona con lograr setenta empates consecutivos y lo consigue.