Leer la Biblia como se lee cualquier otro libro era para Spinoza una práctica
de libertad que no menguaba su relación con Dios sino que, al contrario, la
realzaba. Y le permitía confrontar con quienes hacían del libro y de Dios mismo
un asunto de superstición y sumisión a un mandato teológico. Pues, sometido a
un poder embrutecedor, el supersticioso cree poder "hacer a la naturaleza
entera cómplice del delirio". Pero una lectura sumisa no es aún una
verdadera lectura. Spinoza escribió en su Tratado Teológico-Político que la Biblia
se abría en su máxima riqueza cuando se la leía con el mismo método que se
utiliza para interpretar a la naturaleza. Trasladado al texto, el procedimiento
interpretativo debía poder discernir con la mayor claridad posible el juego de
las intenciones y de contextos presentes en su autores (pues el texto bíblico
no pudo haber sido escrito por Dios ni por Moisés), y el despliegue de las
causas y los efectos en la organización de la narrativa.
Para leer de este modo la condición sine qua non es
no retirar la vista del texto mismo (es decir: resistir a cualquier mediación
intelectual de una autoridad teológica). La ambición spinoziana de separar
teología de filosofía se ponía pues en acto en la práctica misma de la lectura.
Quedando del lado del lector el atreverse a poner en marcha una práctica capaz
de hacer emerger un sentido.
La potencia de la lectura emancipada de la Biblia le permitió a Spinoza encontrar
un saber que, en formato religioso, permitía una primera aproximación al orden
de las leyes de la naturaleza. Pero para llegar hasta allí, era necesario atravesar
la mistificación de una imperativa "voluntad de Dios".
El lector spinozista es el que traza la alianza más exigente con la naturaleza.
Una alianza que supone afrontar una y otra vez el miedo y la esperanza con que
los poderes nos vuelven políticamente sumisos y obedientes. ¿Sobrevive hoy la
querella metodológica en torno a la lectura? La pregunta va dirigida tanto a
las personas que se apegan a los hechos de la realidad a partir de un principio
de "revelación" (los entusiastas que sienten que la "ven"),
como a aquellos que buscan perplejos en medio del oscurecimiento de las
percepciones las vías para comprender el empobrecimiento actual del mundo.
Las espantosas noticias que llegan estos días de la
Ciudad de Rosario vuelven a disparar la cuestión intelectual de un modo urgente.
Mientras crece el estado de conmoción surgido de ver a una ciudad paralizada
por el terror -Rosario como un espejo que adelanta-, la Publicística oficial
nos impone un cuadro mistificado de situación que no admite ser considerado
sino solamente obedecido. Según se nos indica, asistimos a un enfrentamiento “bukeleliano”
entre unos "delincuentes terroristas" (defendidos por los zurdos, los
derechos humanos y el garantismo, como si se tratase de pobres víctimas) y la "ley"
(en defensa de la cual es urgente convocar la intervención de las Fuerzas
Armadas, rehabilitándolas a participar en asuntos de seguridad interior). Sin
embargo, una mínima aproximación al fenómeno (como puede verse por ejemplo en
el artículo “Un Rosario de balaceras, miedo y falopa”, de José Garriga Zucal y Diego Murzi publicado hace tres días en
la Revista Anfibia) nos presenta un panorama completamente diferente: la expresión
“delincuentes terroristas” remite a bandas barriales, narco-policiales, que
operan en estrecha relación con circuitos financieros en los que el dinero del
narco se mixtura con el negocio inmobiliario y sojero. Y lo que se presenta
como un conflicto tajante entre la ley y el crimen remite a la crisis de larga
data del doble pacto entre política y policía, y entre policía y bandas, que
articula la "gestión del delito complejo" en buena parte de las
ciudades del resto del país.
Por estos días el legislador de Rosario sin miedo, Juan Monteverde (votado por
casi uno de cada dos ciudadanos en la última elección a intendente), insiste en
que sin un diagnóstico complejo y real de la situación, sólo aumentarán la
violencia y la confusión. Sin bloquear la circulación del dinero narco, sin
urbanizar los barrios populares de modo urgente y masivo y sin una reforma de
la policía provincial que la depure de corrupción y le de respeto ciudadano, la
retórica represiva no hará sino agravar más y más la situación. La vida pública
argentina está siendo agobiada por un aparato de lectura oportunista y dogmático
que tendiente a aniquilar la capacidad de elaborar respuestas colectivas a
problemas urgentes. Rosario es una muestra insoportable de cómo el miedo, la
superstición y la desidia devienen para un nutrido colectivo humano cuestiones
de vida o muerte.
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