A Saúl
"You know that ghost is me, and I will never be set free
as long as l´m a ghost that you can see...".
Gordon Ligthfoot
Simán Saúl Scholem y Miriam, su joven esposa, eran políglotas y ejercían distintas cátedras de literatura en una escuela de Lublin; habían traducido del griego, del latín, del inglés, del alemán y del español, diversos textos en esas lenguas. Eran jóvenes sumamente orgullosos de su cultura y esencialmente felices. Alguien dio sus nombres y una impiadosa noche sin luna del 42 fueron detenidos y trasladados de inmediato al campo de concentración de Majdanetz. Miriam estaba embarazada; apenas llegaron al campo fueron separados, Simán, que profesaba el anarquismo utópico, se reprochó quedar paralizado. Esa noche o una de las noches siguientes, soñó que le rezaba a un Dios que está más allá de las preferencias humanas, para volver a su mujer o para despertar no siendo él mismo... Ese amanecer lo derrumbó y todos los siguientes, pero increíblemente, al cabo de un tiempo de horror indescriptible, fue liberado. Volvió a recorrer las calles de su ciudad, como un fantasma surgido de las abrupciones de la muerte... y como tal emprendió un errático periplo que culminó en una ciudad, a la vera de un río caudaloso que invitaba a la idea de anegar las miserias humanas. Después de un tiempo de trabajos ocasionales, alguien, enterado de su profesión, le ofreció dar clases en una escuela de los suburbios y Simán aceptó con cierta reticencia, porque había dejado de creer en lo que antes profesaba. Cuando uno de sus alumnos le entregó un trabajo que tituló N.N., Simán lo ignoró, pero a los días, lo reencontró entre sus papeles y lo leyó: Quién sabe cuántos nombres, una conciencia tiene, que no puede sepultar. El tuyo, Olga, tan largo tiempo caminó conmigo, sin qué sepa qué hacer, dónde guardarlo. Palabras, nada más, es lo que resta, pero acaso lo escrito sobre piedras puede grabarse en la memoria. Que tantos nombres han sido tanta vida y suceden como sucede la infinita letra. Y tanta vida sobre letras hubo, que parece mentira pero es cierto, aunque hayamos permitido esa vehemencia de callar que nos ultraja. Pero aún sin sus nombres persisten, en anónimas torturas sepultados y sin piedra final aunque nos dicen, que son parte de nosotros y una extensión brutal de tanto hartazgo. Ojalá esta escritura pudiese reinscribirse en uno de ellos, para indicar que allí yaces y borrar esa omisión del suelo que repugna ser Patria. Quién sabe cuántos nombres, una conciencia tiene que no puede sepultar... El tuyo, Olga, tan largo tiempo caminó conmigo, que me quita el aliento y me apaga la voz con la vergüenza. Al día siguiente, Simán renunció; sintió que había perdido su lugar en las aulas y en el ámbito urbano. Hacia fines de Abril, logró cruzar a una de las islas y ocupó una tapera en la que trabajó hasta recuperar un rancho, en un predio solitario e inhóspito. Pese al trabajo denodado del día, no lograba durante la noche borrar una pesadilla recurrente: Unos hombres de la Gestapo le preguntaban su nombre y él daba el nombre de un hombre muerto. Entonces despertaba, pero al mirarse en un espejo, su rostro era el de Baruch Spinoza. La Gestapo lo arrestaba y en ese momento se volvía a despertar. Así pasó un tiempo; bruscamente se levantaba y se alejaba un trecho del rancho, para volver a respirar la verde brisa alentando la vibración de los sauces y redescubrir la concreción de lo real. A veces lo ayudaba el canto mañanero de algún pájaro. Por lo demás, se había acomodado a vivir con lo necesario para una frugal existencia y dispuesto a no darse con nadie, pero una noche inesperada de la primavera del 55, cuando le habían llegado las noticias de un golpe de estado, la pesadilla cesó. Alguien golpeó con urgencia la puerta; un joven que lucía desencajado balbuceó unas palabras. Pese a la vacilación inicial, Simán hizo lo necesario para que se calmara. Desde ese momento, unos días de progresiva complicidad transcurrieron; la presencia de Aniceto Lizaso, modificaba sus cavilaciones habituales; una noche, de las tantas que lo demoraban admirando la escritura de las estrellas y la redonda perfección de la luna, duplicada en las aguas del río, sintió que el misterio de la infinitud poblaba de sentidos incognoscibles los proyectos humanos poniendo en jaque las convicciones más profunda. Pese a que se había empeñado en dejar de lado todo lo de su vida anterior, incluso unos libros que había logrado resguardar y que le corroboraban la íntima convicción de un desengaño, la realidad había vuelto a golpear a su puerta. El nombre de Aniceto Lizaso se destacaba en la lista de los nombres insurrectos más buscado, pero no poseían ninguna imagen de él, que a simple vista lo delatase. Esa ventaja le había facilitado eludir los controles policiales y arribar a la isla. La vertiginosa noche en que llegó al rancho, huía de un grupo de la prefectura que requisaba documentos en el embarcadero. Rápidamente identificados, Simán y Aniceto se encontraron compartiendo los pormenores de sus mutuos destinos y en la confidencia de sucesivas mañanas, Simán se enteró de que Aniceto era hijo de un obrero recientemente fusilado en un basural de Buenos Aires. Rodeado por la imagen de una soledad primitiva, donde los símbolos se ciernen sobre lo inexpresable y la hueca lejanía del tiempo se condensa en el círculo infinito de imágenes, develadas en la desventura final que cubre de nada y olvido los sepulcros, Simán presintió que la vida le brindaba la oportunidad de borrar algo que le pesaba. Tal vez haber sobrevivido... Lo presintió y lo supo con definitiva convicción la tarde en que le llegó el ruido de la embarcación de la prefectura atracando en la orilla del predio más cercano a su rancho. Rápidamente retrocedió sobre sus pasos y corrió urgiendo a Aniceto para que huyera. Bruscamente sorprendido, Aniceto se despidió con un abrazo: Ojalá volvamos a encontrarnos, dijo. Simán esbozo una modesta sonrisa y lo miró adentrarse presuroso en la espesura. Lentamente, sin esperanza pero sin temor, como en algunas tardes en que caminaba hasta la playa para contemplar el ocaso, se encaminó al encuentro de los hombres que rápidamente lo rodearon. Uno de ellos, el que los comandaba, gritó: "Aniceto Lazasu". Soy yo, dijo Simán. A empujones y golpes lo arrastraron hasta la embarcación y se lo llevaron.