“Yo canto a Brasil con la guitarra en las manos. Es mi manera de pensar Brasil”, dice João Bosco, y la conclusión resulta ser toda una definición personal de la música, o de su recorrido dentro de la música brasilera. Ocurre que cuando a este compositor, guitarrista y cantante se le pregunta por su trayectoria personal, la respuesta no contiene tanto su nombre propio como los nombres de otros: grandes compositores que fueron sus referentes, con los que trabajó y trabó amistad, y de contemporáneos de los que también, dice, se ha nutrido. De toda esa música está hecha su música, y esa música a su vez está hecha de la historia del Brasil, explica. Viene al caso porque lo que plantea para el concierto que dará hoy a las 20 en la Sala Sinfónica del Centro Cultural Kirchner (Sarmiento 151, ver aparte) es una retrospectiva de su obra. Que según él la entiende es, necesariamente, una obra hecha de muchas otras obras, que suenan como en un diálogo o un continuo creativo constante, hablando y pensando al Brasil.
Dentro de esa enorme bola de espejos que es la música brasilera, con toda su riqueza, variedad y antropofagia, la obra de João Bosco se ha caracterizado por sumar sofisticación armónica y melódica, influencias tan amplias como las del jazz, la negritud, y hasta la música árabe, sin apartarse nunca de la mejor tradición de los ritmos, los estilos, el swing de la MPB. Al pensar Brasil con la guitarra en la mano, Bosco compuso hitos como “Bala com bala”, que pronto grabó Elis Regina, “Agnus sei”, que en 1972 apareció editada como “Lado B” de la primera grabación de “Aguas de marzo”, de Tom Jobim (ver aparte). Y así como, con su más conspicuo compañero autoral, el poeta Aldir Blanc, le cantó al “Brasil que llora” en “El borracho y el equilibrista (“O bêbado e a equilibrista”) –transformada en himno de resistencia y denuncia a la dictadura, también vuelta muy popular por Elis Regina–, hoy Bosco dice que al pensar Brasil le salen canciones como las que acaba de editar en su flamante disco Mano que zuera: “Ningún futuro” y “Fin”.
–Para este concierto plantea una retrospectiva, un repaso por su carrera. Cuando mira para atrás en ese camino recorrido, ¿qué ve?
–La música comenzó en mi vida muy temprano. Siempre estuvo ahí: Yo era un niño y ya estaba pendiente de la música. Cuando llegué a Río y grabé mi primer disco en 1972, fui el lado B de un disco que tenía en el lado A a Antonio Carlos Jobim grabando una música inédita llamada Aguas de marzo. Ese mismo año Ellis Regina grabó “Bala com bala”, que compuse con mi parceiro Aldir Blanc. Pasaron desde entonces 45 años. En todo este tiempo fui amigo de todos ellos, de Jobim, Vinicius de Moraes, Dorival Caymmi. Pude compartir con ellos toda esta historia de la música brasilera, y además aprendí mucho con ellos, que fueron muy generosos. Recibían a los nuevos compositores con mucho cariño y atención. Luego pude compartir con compositores contemporáneos: Milton Nascimento, mi coterráneo, de Minas Gerais, Edu Lobo, Paulinho da Viola, gran amigo, Gilberto Gil, Caetano Veloso, Ivan Lins… Cuento todo esto para decir que cuando miro para atrás, lo que veo son rostros, personas. Porque la música viene de todos ellos. Entonces cuando estoy cantando, la música me trae toda esa gente, todos esos creadores de esta música popular que es tan diversa. Y junto con esa música, viene la historia de una nación. Que es una historia cantada y contada por todas estas relaciones. Yo canto a Brasil con la guitarra en las manos. Es mi manera de pensar Brasil.
–Le pregunté por una carrera personal, y en su respuesta plantea un colectivo…
–No puede ser de otra manera. Ese colectivo es muy diverso, claro está. Cada uno de esos compositores, a su manera, plasmó su personalidad en sus obras. Y lo que yo aprendí y pude plasmar en mi propio trabajo, como mi personalidad, tiene que ver con ellos también. La manera en que ellos pensaron la música marcó cómo nosotros podíamos pensar y explorar la música y el mundo. Entonces, en mi retrospectiva personal, están esas personas que hicieron y hacen la historia de la música brasilera.
–Mencionó a los que lo precedieron y a sus contemporáneos. ¿Qué pasa con los músicos actuales? ¿Cree que esa cadena cercana como fuente de identidad en la música puede continuar hoy?
–Hoy es diferente. Cuando yo era un estudiante de ingeniería y vivía en Minas Gerais, pasé diez años viviendo con diez discos. Solo eran diez, pero yo conocía a cada uno profundamente, entraba dentro de ellos, salía y me volvía a zambullir, por otro lado, y así una y mil veces. Y me sentía satisfecho, bien alimentado musicalmente, y muy estimulado a crear. No sentía que me faltara nada, esos diez discos me hacían feliz. Hoy tenés 10 mil discos en internet, a la mano. ¿Es posible hacerse un tiempo especial para cada uno, como yo lo tuve para esos diez? Porque yo creo que cada disco, cada libro, cuadro o película necesita que nos adentremos en ellos de forma profunda. Y esa relación no se acaba nunca: yo aprendo con esos diez discos hasta hoy, hasta hoy descubro nuevas ideas en esas músicas. Hoy tenemos diez millones de discos para elegir, pero dudo que haya condiciones, tiempo suficiente, para adentrarnos profundamente y desaparecer dentro de ellos, como yo pude hacer alguna vez.
–¿Y no se podrá, igualmente, elegir diez entre los diez millones disponibles, para meterse en ellos?
–Seguramente así es, estoy hablando de una relación personal con todo eso que no puedo abarcar. Por supuesto que uno sigue llegando a músicas que lo siguen sorprendiendo, en mi caso por lo general es a través de recomendaciones de amigos, o fortuitamente, uno acaba encontrándolo, porque el arte que es fuerte y vigoroso acaba abriéndose paso. El problema no es con la tecnología, el problema es el carácter reducido que se le ha dado a la música. Porque todos los tiempos han sido reducidos, también para la música. Y si no podés darte el tiempo para zambullirte y perderte en un disco, es que no lo conociste.
–Mencionó recién sus estudios de ingeniería. ¿Cuánto de la ingeniería que aprendió “suena” en su música?
–Tomemos dos compositores de finales de los 50, inicios de los 60: uno estadounidense, Dave Brubeck. Y un pernambucano, Moacir Santos. Uno toma como punto de partida el blues y el jazz, el otro la música de su región, llamada maracatu. Uno puede ver que esos dos compositores trabajaron la parte rítmica de sus músicas como una gran ecuación matemática, intuitivamente. Puede tomar sus discos y encontrar los mismos patrones rítmicos, matemática pura. Los menciono porque esos eran dos de los discos que yo tenía, entre los diez. El disco de Moacir Santos de llama Cosas, él no daba nombres a las canciones: “Cosa número uno”, “Cosa número dos”, y así. Porque eran abstracciones, que venían de alguna parte de su ingeniería. Yo tenía una materia que se llamaba “Cálculo infinitesimal”, era pura abstracción. Me encantaba, por supuesto. El método, la manera como organizás las melodías dentro de las formas, todo eso son cálculos intuitivos. No necesitás ingeniería para hacerlos, claro, pero yo encontré que pude hacer conexiones con lo que había estudiado. No entendía por qué me gustaban tanto esas materias llenas de abstracciones, lo comprendí cuando pude aplicarlo a la música.
–¿Y por qué estudió ingeniería?
–Porque era lo que había, lo que se podía estudiar en Ouro Preto, una ciudad muy cercana a la mía, Ponte Nova. Pero está también el hecho de que Ouro Preto es una ciudad muy diferente en Brasil: es barroca, los grandes artistas barrocos trabajaron allí, dejaron esos frescos increíbles, la arquitectura es barroca también. Todo ese espíritu creativo estaba allí, uno caminaba por veredas del siglo 18, pero en el siglo 20. Era una ciudad que respiraba arte, y para mí fue una influencia decisiva, me dio otra manera de ver la vida. Por eso digo que soy un compositor brasilero, muy influenciado por la negritud, por la música formal, por el jazz, por la canción brasileña… pero ante todo soy barroco, porque viví en Ouro Preto. Soy ferroso, como diría Carlos Dummond de Andrade, que era de Itabira, otra ciudad de Minas Gerais: soy brasileño, barroco y ferroso.
–Entre los músicos del Río de la Plata, trabajó con Hugo Fattoruso, de quien habla con mucha admiración. ¿Por qué?
– Es un gran amigo, con quien pude trabajar en varias oportunidades. El vivió en Brasil en una época, y trabajó con Chico Buarque, con Milton Nascimento, con varios. En esa época nos conocimos. Trabajó conmigo en un disco llamado Las mil y una aldeas, alrededor de una alegoría de la música de mis ancestros, del mundo árabe. Hugo no conocía nada de ese universo, ni siquiera había estado allí. Sin embargo pudo viajar con su imaginación y retratarlo perfectamente, fue algo increíble. Solo un músico muy grande puede hacer algo así. Y Hugo lo hizo.
–¿Hay algún otro músico rioplatense que le interese especialmente?
–Conozco grandes músicos de esta región. Cuando grabé aquel primer disco con Jobim en 1972, Vinicius de Moraes dio una fiesta en su casa e invitó a amigos para que nos conocieran a mí y a mi compañero Aldir Blanc. En esa reunión estaba Chico Buarque, Egberto Gismonti, había poetas, cineastas, directores de teatro… Y estaba Astor Piazzolla. Yo era fan de Piazzolla y de su Conjunto 9, había escuchado mucho ese disco en Minas Gerais. Recuerdo el impacto que me produjo conocer a alguien que admiraba tanto, y luego nos encontramos otras veces con Piazzolla, en Brasil y fuera de Brasil. La suya, la de Hugo, son músicas que tienen una genialidad que sigue trasmitida de generación en generación. Y que pueden seguir siendo exploradas, como si hubiera sido hecha hoy. Esos son los compositores que yo llamo “vigorosos”: van reinventando la creación de nuevos talentos, propician nuevas lecturas, nuevas creaciones. Por eso sus músicas no terminan nunca.
–Dijo que piensa Brasil con la guitarra en la mano. ¿Cómo piensa al Brasil de hoy?
–Acabo de lanzar un disco que se llama Mano que zuera. Zuera es una expresión que significa barullo, zumbido, interferencias, voces… Mano es una expresión de la periferia de San Pablo: es el hermano, el par, la usan los chicos de los suburbios, los que hacen hip hop. En este nuevo disco hay una canción que se llama “Nenhum futuro” (“Ningún futuro”, en coautoría con su hijo Francisco Bosco). Es un choro para Brasil. Es una sensación de un momento de realidad que estamos viviendo los brasileros, de retroceso, de tristeza. Son ideas abstractas pero es un retrato amargo, no se dice explícitamente pero aparecen referencias, señales: alguna cosa no va bien. Y la canción que abre el disco se llama “Fin”. Podría decirse que Mano que zuera es un disco “desde el fin”. Eso es lo que yo puedo decir de Brasil de hoy, con la guitarra en la mano.