Hay un escrito breve de Marguerite Duras, bastante conocido, que en los últimos años leí muchas veces, pero que recién ahora se me abrió. Pasan esas cosas con la lectura y la escritura. Hay gente capaz de sumar en lo que escribe capas y capas de sentido que se superponen coreográficamente, sin que una pizca de una capa contradiga ni desdiga a las otras. Hablo en este caso de “La muerte de una mosca común”.
En ese texto, Duras evoca el recuerdo de algo vivido intensamente, pero que nunca había estado en primer plano: muchos años atrás, en su estudio de campo, esperando a una directora de cine, se quedó mirando la muerte de una mosca. Advirtió en el silencio roto que el zumbido provenía de la ventana, donde la mosca había quedado atrapada entre el vidrio y una pared. Agonizaba. La escritora cuenta que se sentó en el piso de esa despensa convertida en estudio para observar con toda su atención los últimos momentos de la vida de una mosca común, esa “reina, negra y azul”.
Describe cómo la vida la iba abandonando y cómo la mosca la aceptaba. Con mansedumbre. Y sin embargo, después de quince minutos de movimientos leves y agitaciones milimétricas, cuando por fin ella creyó que la mosca había muerto, la vio emerger de su quietud y regresar a la vida, intentar aletear, recomponerse, y vio cómo luego sí la muerte entró del todo en ella y la invadió, y la mosca quedó inerte, inmóvil, presente todavía pero ausente en el estado de la vida. Duras dice que en ese instante miró el reloj: eran las tres y veinte de la tarde.
Posiblemente sea esa reina negra y azul la única mosca del mundo de la que se conoce la hora exacta de su muerte. Como otros insectos o animales de rango inferior, sus nacimientos y sus muertes nos pasan completamente inadvertidas. Es ése el tema dominante en el texto, pero hoy asomó por primera vez la idea de aquellos que son asesinados como moscas. Recién hoy la mosca fue la extraordinaria excusa que usó Duras para deslizar, en un párrafo casi aislado del texto, lo que pensó esa tarde, viendo a la mosca muerta: “Pensé en los judíos. Odié a Alemania como durante los primeros días de la guerra, con todo mi cuerpo, con todas mis fuerzas”.
Dice que aquella tarde se sintió un poco loca, pero que lo aceptó. “Está bien que el escribir lleve a esto, a aquella mosca agónica, quiero decir: escribir el espanto de escribir. La hora exacta de la muerte, consignada, la hacía ya inaccesible. Le daba una importancia de orden general, digamos un lugar concreto en el mapa general de la vida sobre la tierra”.
Imagino a esa mujer sentada sola en el piso de su estudio en el campo mirando atentamente la agonía de la mosca, y me estremecen los pensamientos que llenaron su mente. No era un estado intelectual. Era un trance sensible que le revivió el odio por aquellos que habían arrancado vidas por millones o por goteo. Ella misma sigue murmurando en el texto, y llega a hablar “de todas las guerras de la Tierra”. Todas las vidas de moscas cegadas por intereses que nadie confiesa ni sabe, por las que nadie paga, las que no salen en los diarios, las que se olvidan, las que se disfrazan, las que abandonan cuerpos que luego aparecen sin ellas, sin sus vidas, sin sus propias vidas, de las que son dueños.
Haber fechado, registrado el horario de la muerte de una mosca común fue un homenaje a todos los NN de la historia. A todos los niños, mujeres, hombres, ancianos, jóvenes que cada día y desde siempre son acribillados cuando nadie mira y a sabiendas de que nadie preguntará.
Podemos estar satisfechos, cuando hay indicios de que somos un pueblo confundido, cuando hay evidentes signos de degradación moral en este país, de haber convenido entre millones que Santiago Maldonado no iba a ser una mosca que alguien mató porque le molestaba. Hemos convidado al mundo a que reclame, y la pregunta “dónde está Santiago Maldonado” no se cierra con el hallazgo electoralmente oportuno de su cuerpo, porque Sergio Maldonado nos expresó a muchos mejor de lo que somos cuando se constituyó en guardián de su hermano. Fue el guardián del cuerpo muerto del que presumía entonces su hermano, porque no confía en nadie. Los millones que han gritado la pregunta y que ahora rechazan los incesantes inventos sobre la causa y los aviesos ataques a Sergio Maldonado, no podemos creer que este odio se extienda con la campaña en redes para boicotear su negocio familiar de tés especiados. Esa saña. Esa baba de fascinación por el horror es inconcebible.
En el bloque de países al que Macri nos acerca, como México o Colombia, la vida de millones de personas vale tanto como la de una mosca. Asesinan a líderes populares, a periodistas opositores, a docentes, a sindicalistas. No los mandan a la luna ni a la cárcel: los interceptan de noche y los acuchillan o los ametrallan, y dejan sus cuerpos a la vista para que nadie se atreva.
Recién hoy entendí que la mosca común de Marguerite Duras podemos ser cualquiera de los comunes y corrientes, por un lado; y por el otro, pese a esta reacción demente de racismo y de odio,que en la Argentina todavía somos millones los que no estamos dispuestos a que un ser humano sea transformado en mosca porque al poder se le antoje. Esto no es electoral, nunca lo fue. El escándalo por una vida interrumpida por fuerzas del Estado sale de un lugar anterior a la política, así como el odio que se sigue esparciendo desde arriba, incesante, también es anterior a la política. Lo que llamamos cultura no es un compendio de costumbres ni una paleta de colores. No es algo descriptivo sino encarnado. Y una vez más, nuestra más fuerte fricción pasa por la cultura de la muerte intentando perforar y diluir la cultura de la vida, y la cultura de la vida resistiendo con sus uñas y dientes.