Parece un bulto; sentado a oscuras. El televisor está prendido. Siempre está prendido. Desde la pantalla se escapa una luz. Algunas sombras tiñen las paredes, y le manchan la cara, aura movediza, piel nebulosa que le acaricia la nariz, los pómulos, y que como un punto se le mueve en las pupilas. 

Un spaghetti western. En blanco y en negro. La mano le tiembla. Se asusta y piensa en la oscuridad. Un caballo al galope, un relincho y el ruido que hace el tambor cuando gira. La cabeza le cuelga desde los hombros; se la sostienen unos hilos invisibles. Busca el control remoto entre las piernas. 

Es martes, dice. Mañana es miércoles, se contesta. El lunes fue igual, salvo el temblor de la mano. El lunes no le tembló. Los lunes dan novelas turcas. Dos. Una atrás de la otra. Faltan seis días para el lunes, piensa, y le preocupa el robo al banco, porque sabe que termina con la foto del buscado clavada a un árbol, la recompensa, un estaqueado en algún desierto de Nuevo México o de California, el sheriff corrupto, dientes de lata, escupidas, alacranes al sol y whisky. 

Son las diez. Sigue siendo martes. Estira el brazo. Hace fuerza. Tantea las cosas que tiene al lado, en la mesa de luz. Agarra un vaso y sin dejar de temblar emboca el sorbete. Chupa. El agua está caliente y en la tele el sol se pierde atrás de un cañadón. Siente el rechinar de la madera en la piel cuando se abre la puerta. Pasá. Ahí está. Cuando termines me avisás, oye. 

Ella no contesta. Hace un sí corto y pone un pie en la pieza. Se acerca despacio y el silencio se llena del punteo que hacen los tacos sobre el parqué, perfectos, rítmicos. Da vuelta la cabeza y la mira. Siente el golpe en el pecho y más abajo, hasta donde puede sentir. No habla. No sabe qué decir. El ritmo de los pasos y la respiración siguen sincronizados. 

Un escorpión le camina por la cara a un tipo que está enterrado hasta el cuello, pero él piensa en otra cosa. Ella se inclina y deja caer la cartera en la silla. Ve un poco más. Le mira las piernas, achina los ojos y mete la luz como por una hendija. Se acomoda la pollera con la punta de los dedos, pellizca y tira hasta llegar al límite que hay entre la tela y la piel. Levanta la mirada y se acaricia la pierna. Deja apoyada la mano unos segundos, como si la mano estuviera pensando qué otras fronteras hay que tocar, y despacio, pero con impulso, se mete la mano adentro del corpiño y saca un rollo de billetes. Están húmedos. Los guarda en la cartera. 

Piensa en la eternidad y en películas en blanco y en negro. Deja salir el aire que juntó en la boca y con la mirada en el balde que hay al lado de la cama se acuerda de la última vez que fue al cine. Quince tenía. La invitó un amigo. No se olvida más. La mano caliente; fuerte como como una patada entre las piernas. Y la risa de Sebastián. Idiota. Por una entrada de cine, piensa, y se dio cuenta y se da cuenta de que fue poco. Bien poco. Y al cine no lo pisó más. 

Siente el olor a naftalina y las tripas se le mueven. Quiere saber dónde queda el baño y si tiene para tomar. Si le quedó. Mete la mano en un bolsillo de la cartera. Los dedos prueban texturas. Acarician el lápiz de labios, bailan en los dientes de un peine y juegan con el celofán. Van y vienen sobre sobre un nudo y sobre el ruido; la angustia. Saca el papel de la cartera y lo abre arriba de la mano. Mira el vacío. Lo siente. Piensa si lo que cobró está bien. Se dice que no y se dice que sí. Se acerca la mano a la boca y lame. 

La pantalla se va a negro y las palabras se caen de a una al suelo; cerca de sus pies. Tampoco le importa. Le mira las piernas y los pies apretados que terminan en punta. Zapatos altos. Las piernas son un río de saltos y cascadas. El The End se pierde en el abismo del televisor. Las rayas de colores se plantan como un abanico de luz suficiente para dar contorno. Luces tímidas y sombras absolutas. 

Es un juego. La vuelve a mirar. Se mueve. Deja caer el peso en un pie y después en el otro. Parece que baila. Tiene la mano abierta y la mirada fija ahí, en el hueco del deseo y de la angustia. Ve cómo se acerca la mano a los labios. Ve cómo la lengua acaricia el papel. Se olvida que es martes, se olvida de las novelas del lunes y con el mismo temblor, el de siempre, agarra la sonda y la corre para un costado, cerca de la rueda. Pero no le importa. Respira hondo y un olor fresco le hace cosquillas en la nariz, lo abraza, lo acaricia y se le desparrama en la boca como una fruta jugosa. Siente el tambor que gira. Vuelve la imagen del whisky y los alacranes. 

La boca se le pone áspera. Whisky, piensa. Levanta la mano, Tiembla, pone la voluntad en ese movimiento y aprieta el vaso de agua. Es whisky. Hace un bollo con el papel vacío. Está bien, piensa; y lo suelta. Baja la cabeza, lo sigue con la mirada y se acuerda del mago, se acuerda de las manos y se acuerda de que era chica. 

El papel flota, se mueve como si navegara en el aire y toca el suelo. Levanta la cabeza, se pasa la mano por la nariz, inhala profundo y lo mira. Le muestra los dientes. Sabe el valor de una sonrisa al final de una película, y que el aire que le robó es vacío, pero que hay para los dos. Se convence de que lo que cobró está bien y lo entiende, porque lo ve temblar. Ve como se acurruca en la silla, como un ovillo, como un bulto. Ve como la mirada le va desde el ombligo al vaso y a sus ojos. Ve en el deseo la humanidad. Igual que los pendejos, piensa y baja de nuevo la mirada hasta donde brilla el papel. Le sonríe.