No le voy a andar dando explicaciones, indiscreto lector, sobre por qué volví a tocar el piano después de decenas de años de haberlo abandonado. Retomé piezas facilitas de Schumann, de un libro de música que se desmigaja de viejo y, últimamente, me da placer enredarme en una de sus melodías, creo que la más dulce. Me deslizo por el teclado como si paseara por un bosque encantado, verde y húmedo, musicando acordes en los que, dados los años de práctica que les faltan a mis dedos, sonidos que debieran ir juntos se desgranan como el continuum de un arpegio, como si el agua de un arroyo que surcara mi bosque fluyera entre las cuerdas de un arpa.

Si me detengo en ese particular aroma a bosque que se desprende de las teclas cuando toco a Schumann es porque, en algún momento, se me ha entremezclado con la voz cascada de Raya Kaplinsky, a quien oí contar en hebreo --porque vive o vivía en Israel-- los recuerdos y las sensaciones que le provocaba el bosque. Que el bosque era su continua ensoñación, decía, su hogar; que su olor la acariciaba, que los sonidos y los colores que le daban su especial tono a cada estación del año eran pura poesía que la estremecía. Y es muy verdadero y profundo su amor por el bosque porque al bosque le debe haber sobrevivido y poder contarlo.

Alguna vez relaté cómo, cuando los nazis invadieron Bielorrusia en el verano de 1941, los hermanos Bielski, unos rústicos granjeros judíos de intensas relaciones con la gracia de la vida y la tenacidad de la supervivencia, se largaron al bosque como manera, en primera instancia, de salvar su propoio pellejo; pero cuando entendieron en qué consistía la experiencia nazi, les pareció miserable y mezquino ocuparse meramente de sí mismos así que, en excursiones secretas y nocturnas presionaron a los dirigentes de los ghettos para que facilitaran la huida y así muchos judíos de ciudades como Lida y Novogrudec --tal el caso de Raya Kaplinsky-- cavaron túneles o se arrojaron de los trenes con destinos inciertos y se internaron en el bosque para vagar durante semanas hasta que los Bielski --o algún polaco gentil y humano-- los encontraban y los guiaban hasta el campamento.

En un principio se movían constantemente porque si permanecían mucho tiempo en un mismo sitio corrían el riesgo de ser descubiertos. Finalmente, con motivo de la operación Hermann, que los nazis destinaron a cazar partisanos, atravesaron una extensa zona pantanosa para llegar el bosque de Naliboki, donde establecieron su base definitiva, a la que llamaron Jerusalem del Bosque. Vaya desafío que fue organizar la vida en un campamento que llegó a albergar a más de 1200 judíos, cavar los bunkers bajo tierra para vivir escondidos y proveer el sustento diario agradeciendo o robando --no podías plantearte ser amable, decían-- presionando a mano armada y arrasando vidas y propiedades de los colaboradores de los nazis que se atrevían a denunciar su ubicación.

En el verano de 1944 ya la Jerusalem del Bosque era parte de la contraofensiva, recibían provisiones, colaboraban con los partisanos soviéticos y conocían las buenas nuevas del avance del Ejército Rojo. En julio de ese año atravesaba el bosque la desbandada del ejército alemán atropellando lo que les entorpeciera el paso y algún miembro del campamento Bielski pereció con las tripas al aire en esa mezcla de caos y regocijo por el fin de la guerra. Cuatro de esos soldados fueron capturados y llevados a la base.

Los rodearon --cuenta en otra entrevista Leah Johnson--, todo el mundo los golpeaba, los insultaban, los escupían entre gritos de rabia, esta por mi padre, esta por mi madre, esta por lo que sea. Los golpeamos hasta morir --recuerda-- ¿por qué no? Mi marido empuñó su rifle, le metió el caño entre los labios a uno de ellos y el disparo le salió por la nuca. Y siguió gritándoles. Estábamos furiosos. Teníamos una sed de venganza que duró mucho tiempo. Habíamos visto demasiadas atrocidades contra nuestro pueblo. Nada podía compensarlo. Después llegó la caravana de la artillería rusa. Sois libres, la guerra ha terminado. De pronto los poderosos alemanes se batían en retirada como las ratas.

En esta nota intento preguntarme, desorientado lector, qué fue de ese miedo, de esos años de espanto, de la presencia constante de la muerte, de la furia, de la rabia, de la retroversión del mal, de la voluntad de venganza como resarcimiento, enquistados de tal manera en las vidas de esos judíos. Por las arterias de la venganza, de la ley del talión, germinó una semilla que, buscando entre todos los caminos abiertos a la savia del reencuentro, eligió redimirse en la encarnación de sus propios victimarios, en un ¿sabés que? ahora es mi turno. El judío que dijo volver a su Palestina ancestral, en realidad se instaló como reivindicador de su pasado occidental, recreándose en el avance científico y tecnológico, pero portando en su historia su propia Europa, la que intentó señorear la Tierra Santa a manos de los cruzados, la que aplastó los cuerpos y las sabidurías de los pueblos de América sin siquiera intentar conocerlas, la que asoló las sabanas africanas para producir a bajo costo, exudando esclavos de piel marrón. Esa Europa en que católicos y hugonotes se espachurraron aduciendo verdades teológicas, que fabricó guerras maratónicas y que inventó el genocidio, fue el trasfondo de los judíos que se instalaron al Este del Mediterráneo, los mismos socialistas que, recostados bajo el cielo estrellado del kibutz, apenas intuían a los pobladores locales como ladrones en la noche --tal el título de un libro de Arthur Koestler-- o como sombras inasibles que se escurrían en la oscuridad. Por qué caminos sospechados de soberbia y venganza, de tortilla que se vuelve para emular al victimario y dejarse poseer por su esencia demoníaca --así como el que vota a Macri o a Milei para volverse o rico o poderoso o inefable dueño de su futuro-- la sociedad israelí se encharcó en un engrudo autorreferente y negacionista cuando no le pintó acatar la resolución 181 de las Naciones Unidas que dividía Palestina en dos estados independientes con una Jerusalem bajo régimen internacional o la 194 que otorgaba a los palestinos el derecho a ser indemnizados y a volver a sus hogares o la resolución 242 que exhortó a Israel a devolver los territorios ocupados en 1967.

Con qué contrapuntos y disonancias los israelíes armonizaron acordes o resquebrajaron arpegios en la construcción de sus vivires y pensares como sociedad. Tal vez algunos soslayaron la historiografía del documento y prefirieron engolosinarse con la historia mítica, la misma que inspira a las derechas evangélicas, imitando a los hebreos del libro de Josué, que guiados por un dios antiguo, vengador y preceptor del castigo, derribaron las murallas de Jericó gritando y soplando sus trompetas para entrar a la ciudad y destruirlo todo, hombres y mujeres, mozos y viejos, hasta los bueyes y ovejas, y asnos, a filo de espada, según reza la Biblia que heredé de mi abuela. Pero lo que en la Biblia es bíblico, en este tercer decenio del tercer milenio de nuestra era es mesianismo teñido de expansionismo genocida.

 

En la misma Biblia de mi abuela, el salmo 137 entona el llanto de los hebreos cautivos en Babilonia; pero El Libro se dehoja y, por entre los hilos rotos del salmo encuadernado escucho el Va pensiero de Nabuco --porque Europa también produjo la belleza de la ópera de Verdi-- pero los que cantan en la escena de mi Libro su nostalgia por la Jerusalem perdida no son los judíos esclavos sino los palestinos expulsados, refugiados, exiliados, los que trajinan perdidos entre Gaza y Rafah, azorados entre las ruinas, desangrándose bajo los escombros, acunando a sus niños y a sus abuelos muertos vapuleados por los intereses geopolíticos que siempre se han chocado en ese territorio, a lo largo de la Historia.