Mariano Rajoy jugó fuerte. Ordenó la disolución del Parlamento catalán, la intervención de la policía regional y el llamado a elecciones. Lo hizo en caliente, cuando estaba fresca la decisión de los parlamentarios catalanes de establecer una república independiente. Pero, ¿jugó fuerte porque su posición es sólida? ¿O jugó fuerte para huir hacia adelante? Durante años apostó al grito más que a la negociación. Fue inflexible con los catalanes. ¿Habrá calculado que si profundiza el conflicto después lo capitalizará, o que una crisis le conviene porque será él quien pilotee la tormenta? Parece haber tomado ese riesgo.

Ada Colau, la alcaldesa de Barcelona que pertenece a Podemos, escribió en Facebook que Cataluña sufrió un choque de trenes. De un lado el tren más grande, el Partido Popular de Rajoy, según ella incapaz “de escuchar y de gobernar para todos”. Ese tren consumó “un golpe a la democracia con la aniquilación del autogobierno catalán”. Del otro un tren más pequeño que, para ella, tomó una actitud kamikaze. Consumó una declaración de independencia “hecha en nombre de Catalunya pero que no cuenta el apoyo mayoritario de los catalanes”. Resumió Colau: “Es un error renunciar al 80 por ciento a favor de un referendum pactado, por un 48 por ciento a favor de la independencia”. 

En la encrucijada, de todos modos, Podemos promete imaginar “nuevos escenarios de autogobierno” y defender los derechos para garantizar “más democracia”. Mientras, seguirá apelando al diálogo y al consenso. Una posición incómoda, sin duda. De un lado quedaron los independentistas de derecha y de izquierda. Y del otro no solo el PP sino el Partido Socialista Obrero Español, aliado con Rajoy ante el conflicto catalán. Podemos seguía teniendo en carpeta, a futuro, la edificación de una mayoría de gobierno junto con el PSOE. Rajoy dinamitó ese puente. El otro apoyo clave de Rajoy frente al litigio con Cataluña es el partido Ciudadanos de Albert Rivera, un dirigente ligado al poderoso grupo financiero catalán de la Caixa, opuesto a todo intento de independencia. 

El presidente del Gobierno español no es un chico fácil. A los 62 años, este político gallego formado por Manuel Fraga Iribarne ya lleva siete años al frente de la administración. Siempre redobló la apuesta. Ante la recesión no mejoró las prestaciones del Estado de bienestar. Apeló a una reforma laboral que facilitó los despidos. Le puso un tope a la famosa “ultraactividad”, es decir al alargamiento prácticamente indefinido de los convenios colectivos. Y priorizó los convenios por empresa. En materia internacional siguió prestando la base de Rota, en Cádiz, para los destructores de los Estados Unidos encargados de lanzar desde allí los misiles a Siria. También reforzó su compromiso con la Organización del Tratado del Atlántico Norte en la contención del poderío ruso. En el plano de los derechos sociales interpuso un recurso en el Tribunal Constitucional en contra del matrimonio igualitario. Terminó perdiéndolo.

Las apuestas audaces le sirvieron a Rajoy para disimular los casos de corrupción que afectaron al corazón del PP. La intervención de Cataluña se produce solo tres días después de que la fiscal Concepción Sabadell diera por probada la existencia de una contabilidad paralela de los conservadores, una caja B alimentada de coimas y tráfico de influencias. Es el caso Gurtel, donde hasta confesó el ex tesorero del PP, Luis Bárcenas, que aparece en algunos papeles como “Luis el Cabrón”.    

Según explicó antes de esta crisis el gran historiador español Julián Casanovas a www.eldiario.es, el Estado central venía perdiendo legitimidad por tres razones. 

La primera, justamente, era la corrupción, que irritó a los catalanes. Dijo Casanovas: “Hay un discurso del independentismo que ha calado en Cataluña. No estamos hablando de la conciencia independentista, la identidad cultural o de conciencia política, sino del chollo (ganga) que significaba que la España que nos roba estuviera dominada por ladrones. Esta percepción es muy importante en el sector más joven y menos concienciado de Cataluña”.

La segunda fuente de pérdida de legitimidad sería la decadencia del parlamento. 

La tercera, la falta de poder de negociación por parte de Madrid sobre todo en los años de Rajoy.  

Otro historiador prestigioso, Josep Fontana, le explicó al  periodista Ramón Lobo que el Partido Popular hacía mal en agitar a la opinión pública con la idea de que una consulta implicaba automáticamente la secesión. Para Fontana todo el mundo sabía que separarse era imposible “porque implicaría que el gobierno de la Generalitat tendría que pedir al Gobierno de Madrid que tuviera la amabilidad de retirar de Cataluña al Ejército, la Guardia Civil y la Policía Nacional, y renunciar pacíficamente a un territorio que le proporciona el 20 por ciento del PBI”. 

Tanto el aragonés Casanovas como el catalán Fontana rescatan la validez histórica del pacto de transición que llevó a la Constitución de 1978 y tildan de anacrónica toda crítica que no tenga en cuenta las circunstancias concretas. Pero al mismo tiempo entienden que 40 años después España necesita buscar otras fórmulas, sobre todo en medio de las crisis como el Brexit, el conflicto ampliado del Medio Oriente y la irrupción de Donald Trump. Casanovas cuestiona que a esta altura siga rigiendo una Constitución que establece como un dogma la indivisibilidad del Estado español. Esa rigidez podría ser un factor más de estimulación del conflicto. La postura de Podemos, por ejemplo, es la formación de un Estado plurinacional y la realización de un referendum pactado. 

El problema es que a los sentimientos catalanistas Rajoy no les opuso una propuesta superadora –la negociación política– sino la discusión jurídica. Y luego, directamente, la fuerza. Hasta Donald Tusk, presidente del Consejo Europeo, dijo ayer que para la Unión Europea España seguirá siendo “el único interlocutor”. Sin embargo, señaló en Twitter su esperanza de que Rajoy “favorezca la fuerza de los argumentos y no los argumentos de la fuerza”.

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