-Te reinicias, Andrew. Como un cassette que toca lo mismo una y otra vez. Tengo esperanzas de que lo que hacemos evite que vuelva a pasar. Pero necesito saber que aceptaste la realidad.
Shutter Island (Martin Scorsese, 2010)
El doctor John Cawley (Ben Kingsley) casi que le ruega a Andrew Laeddis (Leonardo DiCaprio). Lo pone frente a un dilema crucial. Si no es por ciencia, implora desde la fe: que Andrew vuelva a operar en la realidad. Abandonar la disociación que lo transforma en el agente federal Edward Daniels. Tensionar el anagrama que une ambos nombres para cambiar una dinámica angustiante y peligrosa para todos.
En Argentina 2024 vivimos una suerte remake de “Shutter Island” (traducida aquí como “La Isla Siniestra” pero en su literalidad “La Isla Obturada”) que cambia sustancialmente la dinámica de esta escena. Si en el film de Scorsese la angustia del espectador se acelera cuando queda en evidencia la derrota del método científico, nuestra cotidianidad va en el sentido contrario. Periodismo, dirigencia política, funcionarios nacionales y “el público” en las redes sociales -tanto oficiales como oficiosas- parecen normalizar conductas nocivas que dinamitan los anclajes más elementales con la realidad. Insistimos para que DiCaprio no le dé bola a la realidad: seguimos diciéndole “agente”.
Hay muchos incentivos para continuar por este camino. Menos por convencimiento que por cinismo, los estrategas digitales en las sombras se abrazan a la utopía inicial de Silicon Valley: pasar más tiempo conectado a Internet enriquece nuestra mente y hace del mundo un lugar mejor. Se grita ese postulado para tapar el murmullo de los algoritmos y del diseño de las plataformas: una edición invisible en tiempo real que configura de forma deliberada las experiencias y los incentivos que tenemos como usuarios. En su libro “Las redes del caos”, Max Fischer bucea en las profundidades petrolíferas de plataformas como Twitter para desmontar esa neutralidad autopercibida. “'Te lo aseguro: estas plataformas no están diseñadas para mantener conversaciones razonadas —dice Brianna Wu—. Twitter, Facebook y las redes sociales están diseñadas así: Nosotros tenemos razón. Ellos están equivocados. Insultemos a esa persona lo antes posible y lo más duro que podamos. Y no hacen más que amplificar todas las divisiones que tenemos'”.
Un recorrido rápido por los debates en el territorio virtual que propone el oficialismo muestra que la política argentina se sacude al ritmo de la canción de Fischer. Desde el affaire con el gobernador de Chubut, pasando por el escrache a la embustera maestra de cuarto grado, hasta el intercambio de Milei con Cristina Kirchner por el aumento del sueldo presidencial, todo confluye en un savoir faire troll. Más allá de la metodología para ejercer la nada meritoria doma digital, la pregunta inicial que se impone es: ¿qué lógicas alimentan y potencian estas intervenciones públicas? Y, quizá más importante, ¿para qué?
En ese encuadre de barullo, el abordaje de la realidad y sus alrededores va construyendo verosímiles ajustados a los caprichos de las “burbujas de filtros”. La “burbuja de filtros” es un concepto desarrollado por Eli Pariser para dar cuenta del proceso de plataformas como Google, que personalizan la información y nos confinan en cómodos aislamientos de experiencia a medida. “La democracia precisa de ciudadanos que vean las cosas desde el punto de vista de otros (...) demanda una dependencia con respecto a hechos compartidos, pero en su lugar se nos ofrecen universos paralelos separados”, argumenta Pariser.
La Argentina de Milei, émulo exacerbado de otros procesos de índole similar en el mundo, amplifica diariamente este estado de cosas. Vivimos en un jacuzzi con motor de Fórmula Uno: un país potencia hacia 1900, fotos oficiales del presidente libres de papada y con facciones de Clint Eastwood, recortes caprichosos de video sobre domas dialécticas, hipérboles hiper inflacionarias contra fácticas a velocidad de DeLorean y covers mal tocados de escrituras sagradas. Verosímiles improbables a los que la realidad les raja. Pero, más temprano que tarde, esa realidad va a dejar de rajar. Y será un problema de todos enfrentarnos a la certeza de que estuvimos perdiendo el tiempo peleándonos con la trivialidad.
Porque más allá de la construcción de narrativas, de la puesta en valor de medias verdades y la viralización memética pírrica, hay una materialidad que está ahí construyéndose por las suyas. En algún momento, los hechos diseñan su propia identidad contra el algoritmo. La resistencia no es pechear molinos de viento sino armar narrativas simultáneas sólidas para cuando los espejismos se desvanezcan.
En nuestra Shutter Island, no podemos esperar al final de la película para salir de la obturación y dejar de llamar “agente” a DiCaprio.
*Licenciado en Ciencias de la Comunicación (UBA)