Vamos a aprovechar esta entrada sobre Camila O'Gorman para hablar del actor, dramaturgo, payador, periodista, poeta y peluquero don Silverio Manco (Lomas de Zamora, 1888 - Claypole, 1964). Aparte de ser un claro ejemplo del polioficio vocacional argentino, Manco dedicó un largo poema a Camila O'Gorman. La edición que poseemos, con todo el estilo de la literatura de cordel, está fechada en 1946. Pertenece a la “Colección Gaucha” correspondiente a lo que parece ser la editorial “Biblioteca Nueva”. Es, claramente, un poema gauchi-unitario, como sus antecesores, Hilario Ascasubi y Estanislao del Campo. Manco, con la corrección política que caracteriza los años 40, nos dice de Rosas:

Desastres y villanías,

fue su norte Federal

más negro que las morenas

de San Telmo y Monserrat.

Y en lo que compete a nuestro tema de la pulsión por la cabeza trofeo:

Los Mazorqueros entraban

en las casas a degüello

satisfaciendo los odios

del Restaurador soberbio.

Y, para reforzar el leitmotiv, agrega:

Días de pena y espanto

rubricaron la ignominia,

Rosas quería cabezas

sin respetar a la Biblia.

El poeta payador Manco hace extensiva la imposibilidad trágica del amor entre Camila y el sacerdote Uladislao a todas las mujeres de Buenos Aires:

Calvario de las mujeres

porteñas de aquellos tiempos,

muchos idilios truncaron

los infames mazorqueros.

Habría que señalar que en aquella época no se hacía mucho distingo entre provincia y ciudad, y que la pampa, que empezaba entre Almagro y Caballito, tendía a llamarse “pampa porteña” de allí hasta Laguna del Monte por lo menos. Lo cierto es que Manco se explaya en exageraciones y desvíos históricos con el objeto de acentuar aún más el drama de la pareja. Nos muestra al padre de Camila como un simpatizante unitario que está a favor de la fuga de su hija, presenta a Rosas como un amante despechado, infatuado por la belleza de Camila, enceguecido por los celos. Manco llega incluso a imaginar la bendición del himeneo entre Camila y el sacerdote por un soldado de la independencia que a falta de otro cura se da maña para legitimar la unión.

Jimena Sáenz, en un artículo publicado en la revista Todo es Historia número 51 nos explica por qué fue tan sonoro el escándalo de Camila y su pareja. Primero nos recuerda que no era para nada infrecuente que un hombre de la iglesia, en aquellos tiempos cercanos a la independencia, se “amancebara”. En 1848 la Iglesia se mantenía a duras penas como una institución nacional sin el control político del Vaticano. La mayoría de la población conservaba un catolicismo sui generis heredado de la Colonia. Curas peregrinos bautizaban en ristra y de vez en cuando a los niños de los asentamientos adonde no llegaba la parroquia. El problema principal era que Camila O’Gorman —hoy calles en Bosques y Bernal— era una niña bien de la sociedad porteña, además de amiga de Manuelita Rosas. Uladislao Gutiérrez era a su vez sobrino del gobernador de Tucumán, don Celedonio Gutiérrez, “fiel servidor del Restaurador”. Que Camila se fugara con el sacerdote, no solo de la propia zona comunal sino también cercano a la familia, ponía los pelos de punta a toda la sociedad del momento. De haberse tratado de un cura sin pedigrí y una china anónima de los pagos de Areco, la historia habría pasado como una más entre tantas.

El propio padre, don Adolfo O’Gorman, elevó al conocimiento de las autoridades “el acto más atroz y nunca oído en el país”. La Curia, por su lado, calificaba la fuga de “suceso horrendo”. El propio obispo lo tildaba de “procedimiento enorme y escandaloso”. La prensa liberal en Montevideo se hacía provecho del escándalo para preguntar: “¿Hay en la tierra castigo bastante severo para el hombre que así procede [Uladislao] con una mujer cuyo deshonor no puede siquiera reparar casándose con ella? Hasta el mismo Sarmiento solicitaba desde Chile un castigo ejemplar:

“Ha llegado al extremo la horrible corrupción de costumbres bajo la tiranía espantosa del Calígula del Plata que los impíos y sacrílegos sacerdotes de Buenos Aires huyen con las niñas de la mejor sociedad, sin que el sátrapa infame adopte medida alguna contra esas mostruosas inmoralidades.”

Claro que cuando el sanjuanino vio que Rosas castigaba las “mostruosas inmoralidades” entonces cambió de opinión y pasó a criticarlo por su crueldad. Tres años más tarde, luego de la caída del Restaurador, Sarmiento señalaba: “Algunos amigos fueron a visitar la tumba de Camila O’Gorman y oyeron del cura los detalles tristísimos de aquella tragedia horrible del asesinato de esta mujer.”

Según Antonino Reyes, comandante de Santos Lugares y encargado de la orden de ejecución, Camila estaba embarazada y así lo hizo saber al gobernador. Rosas, sin embargo, insistió en ejecutar a la pareja.

Cuatro años más tarde, con Rosas en Inglaterra, los liberales emprendieron los ajustes de cuentas con sus adláteres. Así fueron ejecutados a la expectación pública Ciríaco Cuitiño y el padre de Leandro N. Alem, por mazorqueros. Antonino Reyes fue acusado, encarcelado y juzgado por el fusilamiento de los amantes. Según el escritor y abogado Manuel Bilbao (una calle en San Francisco de Asís, Partido de Almirante Brown), enterado Rosas le envió desde Inglaterra los documentos necesarios que podían exonerarlo con la siguiente nota:

“Para el caso de que Reyes sea condenado á muerte y no quede otro remedio de salvarse, decía, que abra este paquete y en él encontrará lo necesario para salvar su vida.”

Se dice que esos papeles incriminaban en la ejecución de la pareja a unos cuántos ex funcionarios del gobierno de Rosas que ahora buscaban reacomodarse en la nueva administración. De hecho, este fue el argumento del abogado defensor de Reyes, Dr. Miguel Esteves Saguí. Lo transcribimos con la grafía de la época:

“Reyes ninguna parte directa ni activa tuvo en aquel asesinato; cuando él hizo apenas lo que podia hacer —hacer sabedor á Rosas del estado avanzado de embarazo en que se encontraba la desgraciada joven ¿qué cargo puede formársele? qué delito imputársele? […] Allá voy, pues: á ese punto de la obediencia á las órdenes de Rosas. ¡Por Dios y este cargo se hace al que desempeñaba, no un empleo de asesino oculto, es decir, de agarrar á los hombres y llevarlos á los huecos y soledades en el silencio de la noche para pasarles el cuchillo por la garganta; sino un empleo publico con título propio […] —Este cargo se hace; y yo no sé por qué no se hace el mismo, y se engrilla y se pide la cabeza de millares de personas que obedecían también. La obediencia!… la obediencia!”

Aquí tendríamos que hacer un alto para señalar que Lorenzo Torres, el ministro que mandó enjuiciar a Reyes, era legislador cuando la ejecución de Camila y enunciador de un voto solemne de aprobación anual —y de gratitud al gobierno de Rosas— a fines de 1848 cuando Camila y Uladislao ya habían sido fusilados.

“¿Por qué entonces —continúa Esteves Saguí con sentida retórica ciceroniana— se pasean en nuestras calles... (¡y qué digo, pasean!)… por qué ocupan todavía puestos públicos muchos jueces, representantes, oficiales, gefes, particulares, eclesiásticos y mil otros que obedientes nunca se atrevieron á repugnar el cumplimiento de las órdenes de Rosas?

¿Qué tema este, no? Y cuánto da que hablar si tenemos en cuenta los ecos de la “obediencia debida” que nos llegan de hace unas pocas décadas atrás. El abogado Esteves Saguí habla desde el pasado ensayando un atenuante para Reyes. Pero las atrocidades de este tipo estaban ahí a la vista, en ejecuciones públicas, no al estilo noche y niebla de la última dictadura que también tuvo sus embarazadas ejecutadas luego de sus capturas clandestinas: Dora Elena Vargas, Liliana Vaccarini, Hilda Margarita Farías y Liliana Beatriz Girardi.

En 1877, poco antes de morir en el exilio, Juan Manuel de Rosas —hoy avenidas y calles de San Justo, Caseros, Ingeniero Budge, Lomas del Mirador, Cañuelas, Garín, Ingeniero Maschwitz, Luis Guillón, General Rodríguez, San Martín— subrayaba en una carta a Federico Terrero con respecto al fusilamiento: “Soy el único responsable de todos mis actos; de mis hechos buenos, como de los malos; de mis errores y de mis aciertos…” 

Esta es la tercera nota de la serie El cuerpo de Goliat.