King Gizzard & the Lizard Wizard finalmente debutó en Buenos Aires. A esta rara avis de la escena indie australiana se la esperaba por acá desde hace varios años, pero su agenda nunca terminaba de coincidir con la demanda argentina. Si no era porque estaban ultimando el festival que organizan en su país, Gizzfest, el otro condicionante solía ser la grabación de un disco. Así que después de publicar 25 álbumes de estudio, -el más reciente, The Silver Cord, fechado en octubre de 2023-, el sexteto intentó ponerse al día con su séquito local. Y lo hizo con dos recitales enmarcados en la novena edición de Lollapalooza Argentina. El primero sucedió el domingo en el Hipódromo de San Isidro, en calidad de acto de cierre del Escenario Alternative, y la secuela se produjo al día siguiente en su sideshow en Teatro Vorterix. Sólo la lluvia que aguardaba a la salida podía calmar semejante hervidero.
Si bien en situaciones festivaleras los artistas presentan más o menos el mismo set de canciones que prepararon para esa gira, los de Melbourne fueron la excepción a la regla. Con esa veintena de discos, no podía ser de otra forma. O quizá sí. Pero ellos, haciendo alarde de su cualidad expeditiva, decidieron armar dos repertorios diferentes. El del primer show se tornó en un justo muestrario de la paleta de estilos a los que suele recurrir la banda (desde el rock psicodélico hasta el heavy metal, pasando por el rock progresivo, el krautrock e incluso por el boogie-woogie). Al tiempo que hicieron una selección de temas que intentaba abarcar su discografía. Tal fue el caso de “Cut Throat Boogie”, de su álbum debut, 12 Bar Bruise (2012), y “Evil Death Roll”, partícipe de Nonagon Infinity (2016). Aunque básicamente el foco estuvo puesto en sus últimos tres años.
Amén de la selección de temas y de la extensión (en el festival tocaron una hora, mientras que en Vorterix lo hicieron durante casi dos horas), el diferencial entre ambos shows radicó asimismo en la situación performática. No es que fuera tan distinta, pero el lunes apuntó más a lo musical. En tanto que el domingo el tecladista Joe Walker se subió a la valla que divide al público del escenario para cantar e interpretar la armónica en “Cut Throat Boogie”, precedido por esos momentos épicos patentados por el heavy metal. Como cuando los tres violeros se arrodillaron frente al baterista Michael Cavanagh en uno de sus solos, para rendirle pleitesía. En el imaginario de la banda abunda un poco de eso, materializado en los monjes medievales de sus videos o en los reptiles monstruosos de sus letras (“Gila Monster”).
Esa estética ocultista propia del cine de bajo presupuesto evoca a la del disco Dopádromo, de Babasónicos, que tiene en “Perfume casino” su loa al director español Jesús Franco. Mientras eso pasaba en escena, abajo la locura tomaba diferentes dimensiones. Pero primero hubo que invocarla, y luego compartirla. Algo parecido a entregar la hostia en una sacristía. Lo que se tornó en una circunstancia lisérgica colectiva, manifestada mediante un pogo 360 o a través de la introspección. En cambio, el don chamánico de los oceánicos en el barrio porteño de Colegiales se distinguió por controlar la energía fuera de borda que emanaba en la sala para ponerla a circular. Lo que sucedió apenas los músicos salieron a escena, y la terna de guitarristas se colgaban sus Gibson Flying V. La misma que inmortalizaron Dave Mustaine, Randy Rhoads y James Hetfield.
Estos hípsters reivindicadores de las tendencias extremas (misión similar a la de grupos como Deafheaven) inauguraron su repertorio con el demoledor “Self-Inmolate”, en el que los cantantes y guitarristas Stu Mackenzie y Ambrose Kenny-Smith se plantaron frente al micrófono, junto al multiinstrumentista Joe Walker. Ese thrash metal nació de una suerte de calistenia entre el batero Michael Cavanagh, quien esa noche portaba la camiseta de Boca modelo ’82, y los violeros, entre los que también estaba el oficioso Cook Craig. Fue un inicio ensordecedor, porque el público cantaba más fuerte que los King Gizzard. La fórmula vocal se mantuvo en el rock progresivo “Perihelion”. Aunque volvieron al doble bombo del thrash en “Organ Farmer”, y esa intensidad se mantuvo fluyendo en el metal progresivo “Converge”. Durante los primeros 30 minutos, la banda enlazó un tema tras otro sin parar. Un raid que terminó con el hard rock “Witchcraft”.
“Muchas gracias”, dijo a continuación el bigotudo Kenny-Smith. Entonces miró al frontman, Stu Mackenzie, quien se acercó de vuelta a su puesto para desenvainar “This Ting”, krautrock a medio camino de la espacialidad de Amon Düül y la pulsación rítmica de Neu! Pero una canción de la banda parida en 2010 puede ser muchas cosas al mismo tiempo. Algo afín a una suite. “Hypertension”, en sus 15 minutos de duración, suena al King Crimson del álbum Discipline, mechado con la gradación de Can, las armonías vocales de The Byrds y esa flauta traversa que llegó a ser identikit de Canned Heat. Era la única razón por la que Mackenzie de desprendía de alguna de sus guitarras. Previo a ese pasaje del recital, el sexteto rompió el molde con el pop mutante y canchero “Hot Wax”, preludio de otro tema calentito: el kraut “Hot Water”.
Justo en ese instante, al menos en la introducción, el público volvió a ser protagonista del show al ponerle onomatopeyas a la flauta. También lo fue en otros momentos, como cuando sumaron a un cocodrilo inflable al pogo, al que, por supuesto, no sobrevivió. Aunque no fue lo único alucinante que aconteció. La cuota psicodélica del setlist llegó de la mano de “Sleepwalker”. Lo escoltó el jazz rock “Wah Wah”, donde volvieron a flirtear con el primer King Crimson, sobre todo en el momento en que Joe Walker sacó a relucir su saxo tenor. Y es que sólo entre reyes se entienden. Si la fila de músicos al borde del escenario instalaba su propio orden, que sólo era roto cuando Kenny-Smith y Mackenzie iban y volvían de la batería, Michael Cavanagh y su media naranja en la base rítmica, el bajista Lucas Harwood, enarbolaron atrás su dinámica.
Al dejar atrás el “Olé, olé, olé”, el frontman, quien suele pararse en el escenario de forma perpendicular, sentó complicidad con Kenny-Smith para potenciar ambas guitarras en el metal progresivo “Road Train”. Hubo también blues, uno que invitaba a la sedición. Se llama “The Bitter Boogie”, y dejó en evidencia la inmensa cosmogonía musical del grupo. Sin embargo, les permitió bajar varios cambios al mimetizarse con la psicodélica “Work This Time”. Ahí llegó un cierre de tintes épicos, al desenvainar el delirio místico de “Float Along - Fill Your Lungs”, canción que titula el tercer álbum de estudio de King Gizzard & the Lizard Wizard (en español, el nombre de la banda sería algo así como El rey molleja y el mago lagarto). Una muestra más de cómo la locura australiana, en medio de canguros, koalas y otros masurpiales, revolucionó a la música popular contemporánea de este siglo.