Si bien el pico de interés por Uber en Argentina parece haber quedado atrás, en el mundo la discusión no cesa. A fines de septiembre último la agencia de transporte de la ciudad de Londres decidió no renovarle a Uber la licencia para operar en la ciudad por considerarla insuficientemente “ajustada y adecuada”, lo que se podría interpretar en lenguaje local como “floja de papeles”. Ciudades como Delhi en India o Austin en Estados Unidos ya habían tomado decisiones similares, pero Londres se trata de la primera gran ciudad en prohibirle operar. Además se trata de un mercado valioso, con millones de clientes y más de 40.000 choferes que compiten con los clásicos taxis negros de la ciudad. Estos últimos son aproximadamente un 30 por ciento más caros y requieren dificultosos exámenes para obtener la licencia (que implican, entre otras cosas, memorizar las 25.000 calles de la intrincada ciudad). 

Uber, valuada en 70.000 millones de dólares, ya anunció que apelará para evitar un efecto cascada en otras ciudades. No será fácil: pese a presentarse a sí misma como una simple aplicación, ha sufrido repetidas acusaciones por maltrato a sus trabajadores, misoginia, acoso, además de falta de seguros correspondientes y chequeos adecuados para evaluar a sus choferes, quienes acumulan numerosas demandas por abuso sexual. Los trabajadores también han protestado en repetidas ocasiones por las bajas remuneraciones, algo debido en parte a las comisiones que se lleva la “aplicación”, pero también por la agresiva política empresaria para conquistar el mercado. 

Uber se defiende explicando que los choferes no son empleados, sino “socios” que eligen libremente trabajar con ellos. Para seducirlos intenta que su aplicación se experimente como un juego con objetivos a alcanzar, premios y promesas de clientes en determinados barrios para que los choferes extiendan su jornada laboral y reducir los tiempos de respuesta a los clientes. Por otro lado, la empresa deja bastante libertad a los gerentes locales para decidir la mejor forma de gestionar la empresa cuyo principal objetivo es crecer. Esta política ha contribuido a un clima de estrés y el maltrato con los empleados. Las prácticas del emprendorismo de shock están dejando muchos heridos en el camino; la empresa remplazó en agosto al fundador Travis Kalanick por un nuevo CEO, Dara Khosrowashi, un inmigrante iraní llegado a Estados Unidos en 1978, cuyo principal objetivo será revertir la negativa imagen de la empresa.

Racismo y taxis

La tensión con Uber no es exclusivamente legal o económica sino que funciona también como un resumen de las crecientes tensiones de una sociedad con condiciones de trabajo en constante deterioro. A la cuestión económica se le ha sumado un aspecto racial: mientras que la mayoría de los taxistas londinenses son blancos, los choferes de Uber suelen ser inmigrantes de color que se aferran a la alternativa flexibilizada que les ofrece la aplicación. Con temor a perder su propio trabajo, los taxistas atacan verbal y físicamente a los choferes de Uber acusándolos de “esclavos negros” o cosas peores. Por si fuera poco, los usuarios reunieron más de 800.000 firmas en change.org para pedir la continuidad de un servicio que les resulta más económico. Es de esperar que estos conflictos entre trabajadores crezcan y permitan colar más flexibilización laboral en el mundo, además de facilitar a empresas como Uber utilizar los tentáculos de la fibra óptica para captar parte de la renta del transporte local de ciudades de todo el mundo, una moderna forma de extractivismo 2.0. 

La quita de la licencia no resolverá el problema de fondo pero, al menos, el Estado se sintió interpelado. Mientras tanto, los ex “socios” de Uber, quienes no pueden resignarse a perder sus ingresos, se pasan a otras de las aplicaciones disponibles, las cuáles tienen políticas algo menos agresivas, ofrecen mejores pagos y parecen más dispuestas a cumplir con las exigencias legales para mantener sus licencias.