Todos los gobiernos tienen sus ensoñaciones, sus visiones de época. Sobre el final del kirchnerismo catalizó el “nunca menos”, una convicción sobre la nueva conciencia popular en el carácter relativamente irreversible de algunos derechos económicos y sociales recientemente adquiridos. La perspectiva condujo a un error de diagnóstico casi adolescente –el de quien ve los problemas por primera vez– sobre la alta conflictividad social de una restauración conservadora. Allí estaba como ejemplo la columna vertebral del movimiento, que se plantaba firme en las demandas de segunda generación, como la suba del mínimo no imponible de Ganancias, frente a un gobierno que se había definido como “no neutral” en favor de los trabajadores. En consecuencia cuando se imaginaba, casi como el ejercicio de un horror imposible, el devenir de un potencial gobierno neoliberal, se describían inmediatamente las restricciones fácticas que enfrentaría, como la resistencia social de los “empoderados”, una vara que se ponía muy alta gracias a la que, se suponía, sería la reacción de los trabajadores y sus organizaciones.
Pero la salida de la ingenuidad adolescente fue violenta. La ficha cayó cuando, ya con el nuevo gobierno, los actos de protesta comenzaron a hacerse lejos de Plaza de Mayo o encorsetados en diagonales. La dirigencia sindical se endureció, pero de oídos. Fue sorda al “ponele fecha…” y olvidó rápidamente sus corridas para escapar del enojo de sus propias bases. La resistencia sindical resultó inversamente proporcional a la caída de salarios. La disciplina de la suba del desempleo fue más efectiva y potente que cualquier aumento reciente de la conciencia de clase. El país heredado no fue incómodo para los dirigentes y el oficialismo, conocedor del paño, porque fue certero negociando a dos puntas: billetera y carpeta, recursos financieros o Poder Judicial.
Ya cerca del ingreso al segundo tramo de la restauración, el ministro de Trabajo, Jorge Triaca (h), dio la señal de largada. Se necesita –dijo– una reforma laboral que termine con “muchos privilegios que son de los trabajadores pensando en el trabajador desocupado” y en negro. Presentar la reforma como una cruzada contra “los privilegios” de una porción de los trabajadores fue mucho incluso para Cambiemos y el gobierno volvió a los clásicos: la lucha contra los elevados costos laborales de todo tipo, los que atentarían contra la productividad y la competitividad de la economía. Nótese que en las relaciones de los mercados de trabajo las partes son tres, no dos, los empleadores, los trabajadores y el Estado. Una estrategia que ataque los costos del trabajo puede ser, por definición, contra el nivel de salarios y/o contra la parte que se lleva el Estado, por ejemplo, los aportes patronales que van a la Anses.
Las elecciones de medio término ordenaron las relaciones de poder y esta misma semana el gobierno cerró acuerdo con el triunvirato de la CGT. Según trascendió, la reducción de costos laborales ya fue acordada, pero con dos salvedades. La primera es que sólo se recortará la parte del Estado, no la que recibe el trabajador, y la segunda que será el mismo Estado quien cubra los fondos que no paguen los empleadores para no desfinanciar a la Anses. Dicho de otra manera, se trataría en la práctica de una transferencia indirecta desde el Estado a los empleadores. En una primera etapa se prevé la eliminación de las cargas patronales para todos los salarios de hasta 12 o 15 mil pesos, cifra todavía no definida, con la parte no pagada por los empleadores asumida por el Estado. Al parecer cuando los subsidios son para el capital nadie introduce en el debate la preocupación por el déficit fiscal. Adicionalmente también se pactó, como supuesta estrategia de blanqueo laboral, un amplio jubileo para las deudas previsionales de quienes formalicen trabajo en negro, con un tope de hasta cinco años de aportes, una medida que deberá pasar por el Congreso.
Los argumentos por detrás de estos subsidios y blanqueos al capital son los mismos que se escuchaban en la Argentina de los ‘90 y que los economistas ortodoxos repiten como un mantra a lo largo del planeta. A saber, que la baja de costos aumenta el empleo y el empleo registrado y, al reducirse la parte que se lleva el Estado, permite también aumentar salarios. Al mismo tiempo también aumentaría la competitividad de la economía, lo que supone que los menores costos se trasladan a precios. Así, para los mercados de trabajo, las reformas funcionarían como una suerte de piedra filosofal. Quizá sea redundante recordar que estas promesas ahistóricas y acientíficas no se cumplieron ni en los ‘90, ni tampoco en otros países y que la verdadera disputa es anterior, es por quien se apropia de la mayor productividad del trabajo, lo que no tiene nada que ver con la creación de empleo, pues dado determinado nivel de desarrollo de la tecnología y la organización de la producción, nadie contrata más mano de obra porque resulte más barata, una realidad que sólo aplica para una economía primitiva. Luego, dicho por el absurdo, si un menor costo laboral se tradujese en mayores salarios, el empleo en negro debería tener la retribución más alta.
La realidad presente del mercado de trabajo es otra. En 2016, como era de esperar, el empleo cayó junto con el PIB. Luego, desde el segundo trimestre de 2017, cuando el PIB comenzó a recuperarse parcialmente, también lo hizo el trabajo, pero bajo las condiciones del nuevo modelo económico: se expandió el empleo de mala calidad, con aumentos del monotributismo –el social, el privado y el público– más la recuperación inducida en la construcción, tanto por la obra pública como la privada empujada por una expansión relativa del crédito. En contrapartida, cayó el empleo industrial, precisamente el de mejor calidad. Como puede observarse, los cambios en el mercado de trabajo ocurren en el momento de la producción, no en el de la distribución del valor agregado generado.