Contra el sentido común, a Tigre no se viene sólo a navegar: en su zona continental –en la margen sur del río Luján– queda el casco histórico del antiguo “Pago de las conchas”, que pocos visitan. En sus bordes están el Paseo Victorica y el Museo de Arte Tigre (MAT) y hacia adentro se levantan una serie de casonas palaciegas tras una muralla de árboles, algunas reconvertidas en hoteles urbanos que permiten combinar relax con salidas a cenar y a conciertos.
Esta escapada al verde urbano –con algo de sentido lúdico– arranca con una “noche de gala” dedicada a la música y las artes plásticas en el Museo de Arte Tigre. Sin exagerar, nos vestimos como para una fiesta con cierto aire galante. Bajo un rojo atardecer atravesamos los jardines del MAT para detenernos en una glorieta a observar las lanchas pasar. Cae la noche y los reflectores iluminan la opulencia aplastante de este palacio-museo con algo de castillo, la corporización estética de una oligarquía que se había devorado de una dentellada a la Pampa Húmeda y la Patagonia, identificada con los ideales de progreso y civilización de la modernidad europea.
Dedicamos largo rato a “paladear” la obra arquitectónica desde afuera: un ecléctico edificio terminado en 1912 con dos plantas inspiradas en el academicismo francés de la Escuela de Bellas Artes de París. Su fachada simétrica brilla en la noche con su techo de mansarda, una lucarna y cúpulas rematadas en aguja. En los exteriores proliferan columnas dóricas simples, semicolumnas, pilastras, arquerías y ornamentos de palmetas, guirnaldas de flores, hojas de laurel –emblema de la gloria en aquel sistema de signos– y encinas que simbolizan la idea del poder y la fuerza.
Entramos al MAT para recorrer la colección permanente: caminamos por galerías con cuadros de Berni, Castagnino, Fader, Soldi y Quinquela Martín. El concierto está por empezar pero nos detenemos junto a la escultura de una mujer de bronce burilado en las Fonderies du Val d'Osne de París: subimos una gran escalera de mármol que desemboca en un luminoso pasillo y el ballroom, donde hay un piano bajo un techo oval decorado con un marouflage –pintura en tela pegada al cielorraso– de sensuales ninfas tocando instrumentos musicales. En el centro de la bóveda cuelga una monumental araña de bronce de 1500 kilos con caireles de cristal. El parquet de roble de Eslavonia brilla como en los ’50, cuando se bailaba aquí al ritmo de las orquestas de D'Arienzo, Pugliese, Troilo, La Jazz Casino y Oscar Alemán.
Aparece en escena el Dúo Lebhardt –piano y violín– para interpretar, en el que pareciera ser su ambiente natural, obras de Liszt, Beethoven y Strauss (se presentarán diferentes artistas un viernes de cada mes hasta diciembre). Durante el intermedio salimos a caminar con una copa en la mano bajo la noche, por la larga terraza del MAT con su piso de mármol griego sin vetas que llega hasta la orilla, entre luminarias de cinco esferas modelo Costal Azul: nuestro juego plebeyo y afrancesado de evocar el romanticismo de la Belle Époque ha alcanzado su cumbre, y solo faltan los hombres con galera y las damas de alcurnia con grandes sombreros y vestidos con miriñaque.
EL ARTE DE LA COCINA La velada deriva ahora hacia el arte culinario: cruzamos caminando desde el MAT al restaurante Il Novo María del Luján para ocupar una mesa con vista el río reflejando en sus leves olas el brillo tenue de la luna menguante. Y la música sigue: viernes y sábados hay jazz en el restaurante.
La propuesta es “jazz a la carta” con el pianista Gustavo Silva, a veces acompañado por un trío, donde los comensales piden clásicos a gusto: elegimos Summertime de Gershwin y Body and Soul de Johnny Green.
Algunas de las opciones del menú son entradas como empanada criolla de lomo cortada a cuchillo o frittata de mozzarella en coulis de tomate; y platos principales como el pollo a la mostaza Dijon con papas noisette; lenguado a la crema de limón con arroz azafranado; bife de chorizo con papas rústicas; o raviolín de espinaca y queso parmesano a la Panna. Para los postres hay flan mixto y natilla María del Luján.
SUEÑOS DE GALA La jornada dedicada a la Belle Époque debería concluir con una noche en un lugar acorde: uno de ellos es La Soñada, levantada a comienzos del siglo XX y que perteneciera a la familia de Lisando de la Torre, quien vivió aquí un tiempo. La casona de estilo normando está en un estrecho callejón de una sola cuadra llamado Anastasio el Pollo, tan camuflada entre la vegetación que los huéspedes suelen pasar de largo.
Las siete habitaciones están en el casco central de dos plantas con crujientes pisos de madera y en un anexo junto al gran jardín con piscina y jacuzzi. La Soñada tiene algo de fortaleza verde: no llegan los sonidos del exterior porque casi no pasan autos y los árboles se ocupan del resto. Pero a ciertas horas los trinos son ensordecedores: gorriones, palomas, loritos y hasta teros llegan atraídos por un profuso jardín. El parque invita a la lectura en bancos a la sombra de ciruelos, pinos, arboles de alcanfor y palta, almendros, palmeras de 120 años y un liquidámbar, todos rodeando un viejo aljibe.
El almuerzo suele encargarse por teléfono para comer en las mesas de hierro forjado, bajo la galería con techo de cenefa de chapa recortada y piso en damero naranja y negro, en un ambiente invadido por el verde del jardín que trepa por paredes y faroles coloniales. Por la tarde una opción es sentarse al piano en el living o salir a caminar por el casco histórico a visitar las antiguas plaza, iglesia y aduana bicentenaria. Además hay un spa con sauna y sala de masajes descontracturantes. Los desayunos de La Soñada son profusos en panes y budines artesanales, tortas de manzana y coco, jugo de naranja exprimida, fiambres y medialunas recién horneadas.
VILLA VICTORIA Dentro del entramado laberintico de calles y callejones de la zona fundacional de Tigre se levanta el hotel boutique Villa Victoria, un palacete de 1920 encargado por un duque español. La casa cambió de dueño varias veces y cada uno le hizo reformas a su gusto, entre ellos un empresario maderero que decoró los interiores con maderas nobles: un hogar a leña finamente tallado, una suntuosa escalera y finas puertas y ventanas. Resultado de los cambios que cada dueño adosó a la blanca fachada, el estilo es de un eclecticismo inclasificable donde quedan rasgos de su neoclasicismo original con pilastras o falsas columnas.
Villa Victoria tiene una galería lateral con arcos que da a un jardín de 3000 m2 con una piscina rodeada por enredaderas Santa Rita, palmeras pata de elefante, una magnolia emblemática de 200 años, moras silvestres, jazmines, cactus, rosas, limoneros, naranjos y mandarinos. Los nuevos dueños de casa, quienes instalaron el hotel, son un matrimonio compuesto por una argentina y un sueco, quienes agregaron tres arañas de candiles centenarias compradas en una casa de antigüedades en Estocolmo.
VILLA JULIA Frente al río Luján –en el Paseo Victorica– se construyó en 1913 la mansión Villa Julia con un estilo neoclásico italiano. Dentro de sus tres pisos con exteriores revestidos en piedra París, uno entra a una película de los años ’30. En las galerías exteriores se erigen columnas toscanas y en las paredes perduran las palancas giratorias de baquelita con marcos redondeados de bronce con que se encendían las luces. Las escaleras que conducen a los cuartos conservan sus sujetadores de alfombra forjados en bronce con remates decorativos. Las enormes y señoriales habitaciones tienen baños que parecen parte de un museo de decoración antigua: mayólicas policromadas estilo romano en las paredes, duchas de porcelana en forma de flor, bañeras con patas de león e inodoros Britton originales.
Villa Julia tiene siete habitaciones y un gran espacio público con vitreaux multicolores, suelo de mosaico pompeyano y un restaurante gourmet con piso de roble de Eslavonia que se extiende por la galería abierta, donde brilla un piano catalán de media cola Cusso Sfha. Y los días templados se come incluso en mesas sobre el pasto del jardín.