La carretera camino al Valle y Cañón del Colca se abre paso en medio de un desierto desmesurado. En el horizonte se recortan los centinelas de la ciudad de Arequipa, que ya dejamos atrás: el volcán Misti, el Chachani y el Pichu Pichu. Poco después, sobre el primer punto panorámico de la ruta, el valle de Uyupampa da lugar a un conjunto de terrazas de cultivo. Esta mañana el volcán Sabancaya, el más joven de la región, larga una fumarola espesa. 

Más adelante entramos en el territorio de la Reserva Nacional Salinas y Aguada Blanca, creada en 1974 para preservar la fauna autóctona, donde abundan las vicuñas, alpacas, llamas y guanacos. Las vicuñas son salvajes y como su pelaje es el más fino de todos los camélidos su lana también es la más cara. 

Sobre los 4100 metros puede aparecer el mal de altura. Pero Rommel, nuestro guía, tiene su receta para afrontarlo: aconseja un caramelo de coca cada 45 minutos antes de llegar los 1000 metros, y mascar la hoja pura sobre los 4000. El cacao y un matecito, dice, también ayudan. Por eso la primera parada técnica se hace en el restaurante Mate Inca, ubicado en el paraje Pampa Cañahuas. Acá viven cinco familias, pero todos los días llegan artesanas desde Arequipa para vender sus tejidos en lana de oveja y alpaca.  

El mate inca está hecho a base de hierbas como la coca y la tola, que ayudan a paliar el dolor de cabeza, y la chachacoma y la muña, digestivas. “Juntas son dinamita contra el mal de montaña”, apunta Rommel. 

En la puna, el desierto muta. Los cactus en flor, las gramíneas y la fauna sigilosa –el gato andino, el zorro andino, o el venado de cola blanca y las lagartijas– ya no se verán. Pero de pronto, en medio de la más absoluta sequedad, aflora un oasis de lagunas de donde beben llamas y alpacas. Una pastora camina con su rueca y el aguayo cargado en su espalda. Nunca deja de hilar, ni aún cuando un hombre en moto se detiene en el camino, y la mujer cruza la ruta a paso lento. Se sube y se pierden en el horizonte. 

Un rato después, sobre los 4600 metros, nos detenemos en el Mirador de los Andes, el punto panorámico cumbre de la cordillera volcánica. Desde este paraje desolado, repleto de apachetas (altar ritual a la Pachamama) donde los viajeros dejan su piedrita a manera de ofrenda y pedido de protección para el camino, se ven el volcán Misti y el Chachani recortados en un horizonte lejano.

Guido Piotrkowski
La vista de las terrazas con cultivos en las laderas de la zona montañosa del Colca.

EL VALLE A cuatro horas de partir llegamos a la ventana del Colca. Abajo las terrazas de cultivo, siempre verdes, le dan vida nuevamente al paisaje desolador del desierto y la puna que dejamos atrás. Se ve el pueblo de Chivay, la capital de la provincia de Caylloma, una región de veinte poblados divididos por las márgenes del río Colca, que surca el valle y el cañón y desemboca en el Pacífico. 

Acá los lugareños subsisten históricamente de la agricultura, la ganadería y la minería, a los que sumó el turismo en los años ’80, poco tiempo después de que unos jóvenes aventureros polacos que navegaban el Amazonas remontaran el río Colca, y se toparan con el cañón. El “descubrimiento” llegó a las páginas de la revista National Geographic y así comenzó este nuevo capítulo en la historia del Colca, que cuenta hoy con una vasta oferta de turismo aventura -trekking, montañismo, canopy-, la posibilidad de ver cóndores y vivenciar el día a día de los lugareños en estos  pueblitos donde el tiempo transita otra lógica.  

Un arco de piedra da la bienvenida a Chivay, una ciudad de 8000 habitantes con cadencia de pueblo, el lugar donde confluyen las dos etnias preincaicas que habitan la región: los cabanas y los collaguas. Su vestimenta los distingue: mientras las mujeres collagua llevan un sombrero achatado, las cabanas utilizan uno alto. Chivay, como todos los pueblos de aquí, tiene su iglesia colonial frente a la plaza. El mercado se abre paso en las calles del centro a cielo abierto, y bajo techo también. En sus puestos abundan frutas, verduras y cereales de este país que tiene unas tres mil variedades de papas y otras tantas de quinoa. Solo en el Colca hay 53 clases de maíz. Frutos como la chirimoya, el awuaimanto o la papaya arequipeña, entre tantos otros, dan color a este banquete.  

En Yanque, que fue la capital del Colca durante el incanato, se encuentran la mayoría de los baños termales de la región. Son piletones de aguas que fluyen a temperaturas de entre 29 y 39 grados centígrados. El pueblito tiene unos 1500 habitantes, y está ubicado a la vera del río Colca, razón por la cual se establecieron aquí la mayoría de hoteles. Muchos de estos alojamientos cuentan con baños termales propios, pero también hay piletas públicas para los lugareños y viajeros que no cuenten con ellas en su hotel. La mejor bienvenida al Colca resulta entonces un buen baño de aguas termales. 

CÓNDOR A LA VISTA Todos los días, desde las 6.00 y hasta las 7:30, un grupo de estudiantes secundarios se junta en la plaza de Yanque a participar del wititi, una danza tradicional que se baila en la mayoría de las fiestas locales y que es Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la Unesco. El baile es parte de un ritual de cortejo amoroso y suelen interpretarlo los jóvenes durante las festividades religiosas. Los hombres visten polleras y se cubren el rostro, y las mujeres usan vistosos trajes bordados con motivos naturales. Los estudiantes bailan en la plaza para los turistas, y así juntan plata para sus viajes de estudios. 

Frente a la plaza se yergue la Iglesia de la Inmaculada Concepción de Yanque. Como la mayoría de los santuarios de la región, dirigidos por los españoles y erigidos por los incas, fue construida en el estilo barroco mestizo. La iglesia está abierta  a pesar de que está siendo reconstruida después del terremoto del año pasado. 

La parte más profunda del Cañón del Colca tiene 4150 metros y en la Cruz del Cóndor alcanza unos 3400 metros. La mañana está despejada, y las condiciones climáticas parecen inmejorables para el avistaje del cóndor, que utiliza las corrientes térmicas para elevarse, planear y volar a gran velocidad. Es un ave que puede alcanzar más de 6000 metros de altura, una de las razones por las que los incas lo veneraban. “Lo consideraban sagrado porque puede llegar al sol, al dios superior. Y así podían mandarle mensajes pidiendo protección –explica Rommel–. En la época de los incas había huacas o centros ceremoniales, y los españoles los destruían y sustituían por cruces. Este era el punto de observación de los incas, por eso la cruz está acá”. 

Pero el cóndor no se ve todos los días: a la buena fortuna hay que agregarle una dosis climática. Cuando las corrientes térmicas son frías o templadas, suele aguardar mejores condiciones para volar. Pero hoy, en esta mañana diáfana y cálida, una veintena de cóndores sobrevuelan el cañón y pasan muy cerca de la gente. “Es la bienvenida para nosotros”, dice Rommel, feliz.

Guido Piotrkowski
Artesanas textiles de Sibayo, que replican las técnicas tradicionales transmitidas de generación en generación.

EL PUEBLO DE PIEDRA Ubicado en la parte alta del Colca, a 3880 metros de altura, Sibayo es un pueblo modelo en turismo vivencial. Aquí los viajeros pueden alojarse en casas de familia y compartir actividades cotidianas con los lugareños. Desayuno, almuerzo y cena con gastronomía local, a base de carne de alpaca, truchas del río, variedad de papas andinas, refrescos con jugos de la zona, tés de hierbas. Desde la Asociación de Servicios Turísticos de Sibayo Rumillacta promueven diversas alternativas, que van desde trekkings con llamas para ver una momia inca hasta pesca en el río y fogatas con música por la noche.  

En Sibayo viven una 150 familias, y la mayoría se dedica a la producción ganadera, especialmente a la cría de alpacas, cuya lana se utiliza para los tejidos tradicionales. El resto vive del turismo, como Nieves y Eusebio, que fueron los pioneros y alojan viajeros en su hogar de cinco habitaciones hace quince años. “Antes llegaba unito, dosito, el pueblo no tomaba interés para trabajar con turismo”, cuenta Eusebio en el comedor, alrededor de una mesa servida con maíz cancha, queso y variedad de papas andinas. “Pueden aprender a tejer, seleccionar la lana para hilar –se suma Nieves–. Cocinamos y cenamos juntos, les enseñamos a pescar trucha y traer leña”. 

El Away Wasi (Casa del Arte Textil) es un centro artesanal que fomenta la producción textil local siguiendo las técnicas tradicionales transmitidas de generación en generación, utilizando como materia prima la fibra de alpaca. Funciona también como un museo: hay una exposición sobre los camélidos y una muestra sobre el proceso de producción, donde una docena de mujeres, vestidas a la usanza, explican y demuestran las técnicas utilizadas a los visitantes. “Usamos la iconografía de la zona. La  vizcacha, la trucha, la casita, la flor, todo lo plasmamos en nuestros trajes típicos”, dice Adelaida, que lleva la voz cantante, mientras sus compañeras tejen en telares e hilan con la rueca, un elemento infaltable en manos de las mujeres del Colca. Porque a pesar del paso del tiempo, y el desarrollo del turismo, todo parece seguir igual que antaño en el Colca, el valle silencioso.