Filósofa, ensayista, escritora, guionista: Tamara Tenenbaum bucea en distintas aguas del arte y la cultura, un frente muy golpeado por el gobierno de Javier Milei. En esta entrevista con Las12, la autora de El fin del amor, el ensayo que se convirtió en una serie de Amazon Prime y llegó a la televisión abierta, caracteriza el escenario cultural actual, donde la plata pareciera ser el criterio rector de la vida, y habla de su novela más reciente, La última actriz (Seix Barral), en memoria al teatro judío argentino. Hay una voracidad de información en esta época y la ficción no es información, no sirve estrictamente para nada. Pero sí es muy importante para la imaginación sensible y política”, dice.

El gobierno nacional anunció recortes y despidos en el INCAA. No es el primer intento de avanzada sobre el sector cultural. ¿Qué lectura hacés de este ensañamiento?

–El gobierno armó una equivalencia entre el kirchnerismo y la cultura. A partir de eso, no solamente se da un ensañamiento, sino que lo agitan entre sus seguidores. De esa manera, amalgaman a la cultura con las acusaciones de corrupción. Claramente, hay una línea semántica entre “se robaron un PBI” y que el cine se sostiene “con la plata de los niños de Chaco”. Un encadenamiento que, por supuesto, no tiene ninguna lógica. Además, si una efectivamente pensara que los organismos de la cultura están mal manejados, lo cual mucha gente dice, podría haber un consenso frente a alguna propuesta de saneamiento o reorganización. Pero no fue lo que se propuso. En cambio, encadenaron cierto reclamo “anticasta” y “anticorrupción” que es eficaz porque, ¿quién puede estar a favor de que se roben plata del Estado en términos abstractos? El deslizamiento es que si estás en contra de que te roben plata de los impuestos, estás en contra del INCAA. Pero no hay que ofenderse por la pregunta sobre en qué se gasta la plata del Estado, porque es lógico que la gente quiera saber. Es un derecho democrático.

¿Qué características de nuestro cine hacen que sea reconocido en el mundo?

–En nuestro cine hay mucho oficio, inteligencia y sensibilidad. Eso tiene que ver con nuestras instituciones educativas. También es un país con una literatura mundialmente famosa, lo cual influye en la calidad de nuestros guionistas. Nuestro cine se nutre de todo eso: de su tradición literaria y teatral. Y eso es gracias a una clase media pujante, a la que históricamente le importó mucho la educación y la lectura. Eso nos da unas ventajas únicas en un país periférico, no es común. Por eso es muy importante no convertirse en un país que solo tiene clases bajas y clases altas, que es a donde parecería que estamos yendo.

¿Creés que la apelación al valor del cine nacional en tanto producción de lazos colectivos e identidad tiene algún tipo de pregnancia en la gente más allá del sector cultural? ¿Son palabras que construyen puentes o rompen posibles canales de comunicación?

–La cultura crea bienes que no son solamente económicos, sino que son simbólicos, que tienen que ver con el reconocimiento internacional, con la educación. Podemos motorizar eso, por ejemplo, ver la manera de que nuestro teatro sea consumido por gente que hoy no lo consume. Eso es muy importante para todos los que hacemos teatro: no queremos que lo consuma solamente la clase media. También está súper estudiado que hay muchísimos beneficios educativos para los niños en el hecho de estar expuestos a la cultura desde que son chicos, habitar casas con libros, casas en las que se va el teatro y a conciertos. Ahí me parece que podemos llegar a construir una conversación (para salir de las burbujas en que vivimos) porque la mayoría de la gente está a favor de que los niños tengan una mejor educación. Están todo el día hablando de que los niños de séptimo grado no pueden leer un texto entero, eso tiene muchísima relación con los consumos culturales a los que esos chicos tienen acceso, y a mucha gente le importa. Entonces, deberíamos poner a la cultura al servicio de eso, pero para eso hay que financiarla.

Hace poco escribiste sobre un fenómeno actual: casi toda conversación argentina gira en torno a la plata. ¿Creés que eso afecta al consumo y disfrute de la cultura?

–Estamos viviendo un momento cultural que excede a la Argentina. Esto se ve en Europa, Estados Unidos, en todos lados. Atravesamos un momento profundamente materialista en el cual todo lo que no sea hacer plata se ve como algo a despreciar. El único valor en el que se miden las cosas es el valor económico. En un país como el nuestro, que hace muchísimos años vive en un circuito de inflación, estamos todo el tiempo hablando de plata porque nos acostumbramos a que de una semana a otra las cosas salen más. Si tuviéramos el mismo sueldo y los mismos gastos por seis meses, no lo haríamos. Estamos en una etapa de inestabilidad hace 10 años como mínimo, y eso genera que a la gente le cueste ver el valor no económico de las cosas. La cultura también lo tiene, pero no es lo único. Y la gente trata de organizar su vida con lo que puede, con lo mínimo. Hay que tener espacio de memoria RAM para pensar en el teatro.

Es interesante detenerse en el valor económico de la cultura. Hace poco publicaste un tuit donde decías que ciertos sectores “progresistas” tal vez se gastan mucha plata en una cena, pero les parece caro pagar una entrada al teatro o un libro.

–Me refería a la gente que tiene la posibilidad, por supuesto, y que quizás dice “uy, qué caro que está ir al teatro”. Eso tiene que ver con que efectivamente les importa menos. Está bien, no tiene nada de malo, cada uno consume las cosas como quiere. También es verdad que nos acostumbramos a que ciertas cosas sean muy baratas, y ahora todo está encarecido. Es muy valioso que la cultura en Argentina sea accesible, pero nada se puede hacer sin plata. Hacer libros es caro. Es cierto que en este momento los libros están en un precio en dólares que es más o menos parecido a los de Estados Unidos o Europa, pero son países que tienen salarios diez veces mayores que los nuestros. 

Tal vez se tensionan esas prácticas de acceso y circulación de la cultura ante la emergencia de otras libres y gratuitas, como son los contenidos de streamers y youtubers. En ese sentido, el escenario actual reaviva debates históricos en torno a si la democratización de ciertos formatos trae o no aparejada una pérdida o “degradación” de la cultura. ¿Qué lectura hacés de esas discusiones?

--Más que en la cultura, pensaría qué cambios trae ese fenómeno específicamente en el periodismo. Los streaming vinieron a reemplazar cierto periodismo de televisión donde el acceso estaba vedado para personas de nuestra generación. Lo advertíamos, incluso, desde el progresismo: eran siempre las mismas caras. Parecía que se había cerrado la fábrica, que habíamos llegado tarde al periodismo, en un momento donde estaba todo desarmado, y entonces había un tipo de carrera que ya no se iba a poder hacer. El streaming representó un movimiento “anti casta”, si se entiende a la casta como un espacio mediado por ciertos contactos y apellidos. (Tomo el concepto porque se asienta en una pequeña porción de verdad por más que después Milei filtre todo tipo de cosas que no lo son). Y si bien los costos del streaming son bajos, no es tan fácil que la gente lo quiera ver. Muchos pueden prender una cámara, pero ¿cuántos tienen audiencia y la capacidad de fidelizar como ciertos streamers exitosos? Por otro lado, es un formato valioso, pero tiene sus límites, y no reemplaza cierta función del periodismo. Sin una redacción y gente bien paga no se pueden investigar ni femicidios ni casos de corrupción. La pregunta es qué va a pasar con nuestro paisaje mediático.

Otro aspecto que señalás en relación al momento actual es una “crisis de la ficción”, como si hubiese una necesidad constante de realidad. ¿En qué lo observás y qué consecuencias trae?

–Un ejemplo claro es el boom de los documentales. Escuché a gente decir: “¿por qué me sentaría a escuchar una historia que alguien inventó?”. Es un fenómeno global: hacer ficción audiovisual es caro, mucho más que Gran Hermano, y encima la gente no la quiere consumir. Hay una voracidad de la información en esta época, somos muy adictos a ella. Y la ficción nunca es información, va por otro lado, es poesía, no sirve para nada, no suma ningún dato nuevo sobre el mundo. Pero sí es muy importante para la imaginación sensible, para la imaginación política, para pensar mundos que no son este. A mí me gusta hacer ficción, me hace mucha ilusión escribir una novela y que los lectores entren por un rato en un mundo que inventé. Me hace muy feliz porque a mí me hizo muy feliz, siempre, criarme metiéndome en otros mundos. No creo que se trate de una cuestión escapista. En parte es irse del mundo, pero justamente para volver. La crisis de la ficción, el hecho de que no estemos dispuestos a imaginar mundos diferentes a este, no es inocua políticamente ni en la Argentina ni en otros países.

La novela del teatro judio

La última actriz es una historia narrada a dos voces. Por un lado, se encuentra Sabrina, joven investigadora de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA que indaga en las huellas del teatro judío en la Argentina. Al revisar los restos de los archivos de la AMIA, se topa con el diario íntimo de Jana, una actriz del teatro ídish en la Buenos Aires de 1960. El deseo femenino, las vicisitudes del amor, la atracción por el arte y la reconstrucción del pasado son algunas de las obsesiones de las que está hecha la novela.

La última actriz, el último libro de Tamara Tenembaum editado por Planeta.

Hablabas de la potencia de la ficción para introducirse en nuevos mundos. ¿Por qué elegiste a PUAN y al teatro judío en los 60 como escenarios en La última actriz?

–Lo del teatro judío me empezó a interesar cuando me contaron que en el atentado a la AMIA, donde murió mi papá, se había perdido gran parte del material, y me pareció loquísimo. Yo pensé que ya sabía todo lo que había para saber sobre ese atentado, y me sorprendió que nunca había pensado en la memoria, en esos papeles. Ahí empecé a investigar y encontré que el teatro judío había nutrido mucho al teatro argentino en un momento de un teatro muy nacionalista y costumbrista. Ese es el judaísmo que más me interesa. La apuesta por el ídish es una apuesta política, relacionada a un judaísmo que efectivamente es muy crítico del Estado de Israel, un judaísmo mixto, que no tiene una obsesión con la pureza, sino que más bien circula entre otras cosas. Me empezó a interesar cómo parte de la identidad de Buenos Aires se construyó gracias a estos judíos que van y se mezclan en la ciudad, que no se quedan en la suya. De hecho, el teatro judío desaparece justamente cuando las personas que están trabajando dicen: “¿Qué significa hacer teatro judío? Simplemente hacer teatro”. Cuando hablamos de la cultura que se pierde, es eso: en realidad se vuelve parte de otra. Y hay algo muy contracultural en esa investigación sobre el pasado que encara la protagonista, una chica académica de PUAN. Cuando empecé a escribir esta novela hace tres años, no pensé que iba a publicarse en un contexto donde ese trabajo estuviera tan amenazado. El fenómeno de estudiar durante muchos años una sola cosa es una especie de museo a contramano del mundo en un sentido virtuoso y mágico: para construir conocimiento hay que estudiar un montón y tener paciencia.

Tanto en tu novela como en tus columnas, lo que se observa es una tensión compleja con el siglo XX: ¿sentís una nostalgia explícita por la modernidad?

–Soy claramente muy sigloventista, de hecho, mucho más que otra gente de mi edad. Me siento una señora, la modernidad me cautiva en el sentido de todas las cosas que pasaron, las identidades y tradiciones ideológicas que se formaron ahí: el marxismo, el feminismo, el liberalismo… Si siento cierta cosa reivindicativa y nostálgica es porque creo que ahí hay tradiciones que todavía tienen mucho para darnos, entonces no está bueno pensar que lo mejor que nos puede pasar es un borrón y cuenta nueva. Me pasa mucho con el feminismo, hay gente que piensa que se inventó en 2018. Es algo muy narcisista de esta generación pensar que lo inventamos todo. Por eso, prefiero que volvamos a leer a Virginia Woolf. Pero la nostalgia es algo que no me gusta como fuerza cultural, porque efectivamente vivimos en esta época y tenemos que confiar en que puede ser rica y fértil. Además, la nostalgia deja a las tradiciones en un lugar inmóvil, como si solo pudiésemos mirarlas o retratarlas cual piezas de museo, en lugar de continuarlas. Al mismo tiempo, me la paso todo el día en Internet consumiendo información, eso es muy del siglo XXI.

Sabrina y Jana, las dos protagonistas de la novela, también encarnan esa tensión entre el presente y el pasado. Me interesa particularmente cómo suenan sus voces. En algún punto, es como si lo que reflexionan sobre lo que les pasa fuese más importante que lo que efectivamente les ocurre. ¿Eso es así? ¿Fue intencional?

 

–Pienso que cualquier personaje que narra en primera persona es un personaje necesariamente muy reflexivo. Efectivamente, las dos narradoras tienen en común esa voracidad por analizar lo que sea que les pasa. Después, la dificultad central era hacerlas distintas, y ahí me sirvió bastante que una sea investigadora y hable ese lenguaje del siglo XXI, una voz que podría ser la mía, y que la otra no tenga formación académica, entonces sea un poquito más ingenua, pero hasta ahí, porque tampoco lo termina siendo. Lo difícil era esa voz, la de Jana, hacerla de forma tal que tampoco se vea paródica. Me interesaba una construcción más seductora, pero que viera el mundo con un prisma distinto. En ambos casos, quería mostrar a dos chicas que están pensando todo el día, lo cual también es un problema porque ambas quieren ser actrices y para eso tienen que aprender a no pensar, en el sentido de aprender a soltar para actuar, liberarse de cierta tarea de intelectualizar que es más propia de una escritora, saber cuándo usar la inteligencia y cuándo no. Salir al escenario es todo lo contrario a pensar, es jugar, es divertirse.