Asistimos a un fenómeno extraño, que cuesta pensar: un gobierno que actúa como una fuerza de ocupación colonial en un territorio donde parte de la población es declarada sobrante. Sergio Olguín escribió hace unos días: “Cualquiera podría pensar que en Argentina tuvimos una guerra y la perdimos. No queda claro contra quien, ni el motivo. Creíamos que estábamos ejerciendo nuestro derecho constitucional a elegir autoridades, de renovar nuestro presidente, pero no. Era una guerra y no lo sabíamos”. La imagen es más que sugerente, porque describe algo del trazo de esa lógica que cuesta pensar: un gobierno que no se presenta como expresión de un pueblo, representante de una tradición o de una historia de la que son parte, sino como agentes de una transformación cuya estrategia es exterior y que declara, a parte de ese pueblo, como enemiga.
Como gobierno, dispone de los instrumentos legales para reprimir y, a la vez, produce una atmósfera de violencia y denigración que habilita los ataques silvestres. Desde su perspectiva, parte de la población sobra en un territorio cuya riqueza es imaginada como objeto de mercado. Si la discusión con el desarrollismo se dió alrededor de las zonas de sacrificio definidas en pos de conseguir recursos para el desarrollo general; esta ultraderecha declara zona de sacrificio al país entero. Ya no se trata de pedirle perdón al querido rey, sino imaginarse sus sucesores, quienes vienen a realizar, de una vez para siempre, la subordinación al desguace previsto por la dinámica del gran capital.
Un país rico y una población empobrecida. Que se va declarando desechable, por vieja, por enferma, por habitar territorios desvalorados, por pobre, por racializada, por mujer o trans, por estatal, por dedicarse a la ciencia o la cultura. La privación de alimentos a los comedores, la cesación de entregas de medicamentos, el desconocimiento de la obligación pública frente a la expansión de enfermedades como el dengue, y la licuación de salarios y jubilaciones son las evidencias de ese enorme mecanismo que si parece negligencia o dispersión, tiene una efectividad profunda: la de convertir a parte de la población en excedente. En sobras, alimentadxs de sobras, residuales, desechables. Porque las sobras también pueden ser vistas como restos, que pueden incorporarse a nuevas y necesarias elaboraciones.
Pero una nación es más que eso, es una trama viva, una solidaridad, unas memorias, saberes, culturas, una capacidad de hacer. Un modo de tejer la heterogénea coexistencia. Como en otras ocupaciones, la fuerza invasora actúa tratando de borrar nuestra experiencia nacional, hacerla trizas, estallar la lengua, aplanarla a la brutalidad del insulto, cerrar las universidades, evitar la investigación científica, sustituir la información por fake news, desfinanciar al cine, las editoriales, el teatro. Se trata de borrar la cultura de lxs vencidos, porque no es un gobierno que considere representar a un país, sino a una dimensión suicida de esa nación. A un hartazgo, un enojo o un cansancio traducidos como impulso destructivo, que el gobierno entiende como carta blanca para destrozar la nación existente.
El plan es vasto e integral: implica la liquidación de las riquezas nacionales, la transformación de las relaciones entre las clases sociales, la mutación de la subjetividad. Para cumplirlo necesitan disciplinar las disidencias, castigar los conflictos, reprimir las protestas. Hacen gala de la crueldad carcelaria, generan cambios legales para que la represión no tenga consecuencias judiciales, abren la puerta para ataques políticos clandestinos. Una vez más, el Estado se vuelve parapolicial y policial. Reivindican el terrorismo estatal no como un hecho del pasado, sino como palabra de futuro y amenaza en el presente.
No hay que dejar de leer todas las dimensiones juntas. Economía, hambre, cultura y represión van en el mismo sentido. Se trata de reconfigurar, enteramente, el país. Mientras lo hacen al calor de likes, aplausos virtuales, granjas de trolls, empresarios que escriben decretos, una elite global que se está babeando ante el horizonte de negocios y una parte de la población que tolera su sacrificio mientras se le permita gozar de la visión del ajeno. ¿Puede el resto de la clase política, incluso la que proviene de partidos nacionales democráticos, acompañar esta brutal y cruenta reconversión? ¿En nombre de qué necesidad de gobernabilidad se toleran estos pasos hacia una nueva experiencia represiva y no democrática? ¿Qué miedos y qué esperanzas alimentan esa espera?
A días del 24 de marzo, de un nuevo aniversario del golpe de Estado, hacer un acto de memoria es también activar el recuerdo de quiénes somos, de nuestras capacidades de interrumpir la crueldad -decir no, poner en duda, activar la solidaridad-, de nuestra diversidad cultural y sensible, de nuestras instituciones, de la alegría compartida. Una memoria de un pueblo en un país ocupado por una elite invasora. Se dirá: parte del pueblo aplaude. Es cierto, como en toda experiencia colonial una parte de la población se plegó. Pero eso no debe obliterar ni negar nuestras resistencias. Al contrario, las exigen más sagaces, críticas, amorosas, generosas. No somos sobras. No lo son, tampoco, quienes hoy aplauden. Interrumpir la crueldad es decir, una vez más: acá no sobra nadie. Y quizás pensar desde las sobras, no para arrojar al basurero, sino para componer una nueva fuerza.