Tiene bastante coherencia que Federico Luppi haya debutado en cine con Pajarito Gómez, una parodia sobre un cantante nuevaolero estilo Palito Ortega, en una película que formaba parte de la renovación del cine argentino a mitad de los sesenta. Porque la sola presencia de la estampa adusta de actor clásico de Luppi parecía burlarse de las nuevas olas, él era un poco joven viejo, chapa antigua. Por eso el ojo de Favio lo encuadró perfecto en El romance del Aniceto y la Francisca, marcando lo mejor de la personalidad fílmica de Luppi, su star quality más valiosa: un timing interpretativo que podía contener la duración del plano en el cuerpo y la mirada, saber convertirse en cine. Allí Luppi se bancaba tanto la contemplación distanciada y poética de Favio como la violencia del montaje, un poco pasoliniano, que iba del plano general al primer plano sin escala. Mastroianni fue quien dijo que lo primero que tiene que saber hacer el actor de cine es esperar: las largas jornadas de filmación necesitan de paciencia. Luppi hizo de esa espera detrás de cámara un arte de la fuerza en escena, fue quien supo contener la espera en el cuerpo en sus mejores actuaciones. Su Aniceto sosteniendo los largos planos de Favio sobre su cara o sobre todo su cuerpo podía generar esa tensión del transcurrir, a veces incluso en la inmovilidad, dentro de ese ambiente pueblerino en Mendoza, donde parece ser siempre hora de siesta. Esa disciplina la mantuvo en mejores papeles, que a veces si bien explotaban, su talento brillaba siempre cuando surfeaba la calma. Al menos ese parece ser el pacto narrativo de Luppi con Adolfo Aristarain en unas cuatro películas, empezando por ese súmmum de la parsimonia cinematográfica en forma de thriller Tiempo de revancha, que puso literalmente un cartucho de dinamita en plena dictadura. Pedro Bengoa, su personaje, es un dinamitero que, eligiendo el mutismo como estrategia para seguir siendo tan desestabilizador como el sindicalista que fue, se comunica escribiendo en una pizarra portátil. Sus manos repiten siempre el gesto de la espera frente a sus interlocutores, porque Bengoa propone otra temporalidad, que Luppi encarna pudiendo sostener los planos sin hablar, sin gestualidad teatral, solo con el cuerpo y la mirada en un nivel de expresividad que ponía en crisis cualquier sistema, incluso la censura cómplice de la persecución, sometimiento y exterminio que se retrata en la película y se vivía en Argentina. Luppi y Aristarain fueron los suficientemente valientes para representar a un tirabombas que desafiaba al mutismo en Tiempo de revancha, que fue una producción de Aries; la misma empresa que hizo de Federico Luppi un actor pop de esa década del ‘80 que empezaba.
Porque hay que decir que en el núcleo de su carrera en cine, medio en el que dejó sus mejores marcas, Luppi fue la quintaescencia de galán recio y maduro de virilidad ochentera, que siempre venía con un pack que incluía bigote cepillo, sobreexhibición de pelo en pecho y la puteada en puerta como grito primario del climax actoral. Rodolfo Ranni, Julio de Gracia, Enrique Liporace fueron algunos de los cómplices en eso de usar idéntico pack viril, pero el Luppi pop lo llevó a su máximo esplendor. Y si bien es verdad que había en aquello mucho de rancio, tanto como cierto costumbrismo que calcaban esas películas de Aries como Plata dulce, también es cierto que Luppi les infundió a cada personaje un cierto humanismo dúctil, que hacía a la carnadura del chongo pasado de porteño piola un ser un tanto más monstruoso porque parecía más real. A veces, incluso, las actuaciones de Luppi, en su estilo de desarrollo pausado y progresivo, posibilitaban dejar al descubierto la programación del macho como una trampa, educado en un instinto falso como emboscada social.
Alcanzando su celebridad después de los 40, era lógico que su physique du rol de galán maduro hipersexualizado, eslabón perdido y encontrado entre Juan Carlos Thorry y Pablo Echarri, lo condenara a repetir el papel de viejo verde como un Luppi Loop, que ejerció casi hasta la asfixia. Después, según pasaban los años, llegó el casting insistente de viejo crepuscular, un poco sabio, un poco quebrado.
Fue el mexicano Guillermo del Toro quien lo rescató, quien mejor volvió a recuperar eso de actor de estampa clásica que había en el Luppi en su alianza con Aristarain; y además quien entendió, y lo dijo literalmente en varias entrevistas, que era un actor capaz de estar en plano sin diálogos, sabiendo como sostener el timing en el brillo de su mirada. Del Toro le regaló un contexto de cine de género, primero en la vampírica Cronos, luego en la fábula de niños fantasmas de El espinazo del diablo, finalmente en el trono de El laberinto del fauno, casi un cameo-homenaje, que podría haber sido el cierre de toda su carrera, porque consideraba a Luppi de una estirpe de actores de cine que había que encumbrar. En esas películas pudo jugar más a ser otro, un poco Vincent Price en versión minimal. Antes de ser actor, Luppi se anotó en Bellas Artes porque quería ser dibujante. Tal vez sea posible ver toda su carrera actoral como una forma de cumplir aquel deseo: dejar como legado una serie de personajes como una galería de caricaturas virtuosas.