Ariel Magnus –que en su nueva novela tiene al ajedrez como un motivo central– no se mantiene fijo en ninguna casilla del tablero literario: sus libros pueden ocupar tanto una referida a las letras de las canciones de los Redonditos de Ricota como otra donde se compila determinado tema (la misantropía o el humor). Otros libros pueden ocupar la casilla “concentrados de lenguajes específicos”, como en La 31, una novela precaria y en A Luján, una novela peregrina (donde absorbe y recrea pero no mimetiza –sino más bien parodia, juega con– determinados “tipos” orales), o contar en La abuela la historia de esa mujer llegada a la Argentina, a fines de la década de 1930, sobreviviente de Auschwitz. O, también, desarrollar en clave “realismo delirante” hechos conocidos (el “caso Fosforito”, en Un chino en bicicleta), o contener una “biografía literaria” del cordobés Juan Filloy. En El que mueve las piezas, subtitulada “novela bélica”, Magnus, bajo la historia real, la que efectivamente sucedió y fue (la Segunda Guerra y los exilios de europeos hacia América; su abuelo Heinz Magnus huyendo del fascismo y posteriormente dejando un diario personal que se salteará una generación hasta llegar al nieto que no conoció) articula otras tantas historias, cada cual con su propio estatuto de realidad: las que están en Novela de ajedrez, de Stefan Zweig, en Borges (con sus paradojales juegos de infinitas “relaciones” y asociaciones entre azares y dioses que mueven las piezas de los tableros), en libros de Sonja Graf, en Cortázar, y así siguiendo. Magnus recompone la atmósfera de una Buenos Aires lejana en lo geográfico pero igualmente ligada y expectante ante la inminente guerra (siendo al mismo tiempo escenario en el que se juega otra guerra, otros combates: los de las partidas del Torneo de Ajedrez de las Naciones); entrelazando intrigas diplomáticas (políticas) con la cultura de la época y las “vivencias familiares”, vía la traducción del alemán de numerosos pasajes del diario de Heinz.
Si, como suele decirse, en la novela –como género– entra todo (o de todo), Magnus hace lo propio: acopio de materiales (los cuadernos del abuelo y otros papeles encontrados), y construye su libro desde diversas fuentes, estableciendo relaciones y asociando; leyendo, traduciendo e imaginando: aparecen y desfilan “personajes” (y sus escritos e ideas) como Ezequiel Martínez Estrada, Witold Gombrowicz –quien llegaría, también por barco como el abuelo Heinz a la Argentina, algunos años después–, Macedonio Fernández, Miguel de Unamuno, Martin Buber. Artículos de los diarios de la época, Roberto Arlt, un Renzi (aunque no el de Piglia), un periodista, Yanofsky, de Crítica, el Mirko Czentovic de la novela de Zweig… todos ellos de algún modo interactúan y conviven con los recién llegados polacos, alemanes, austriacos, judíos, con anarquistas locales. Como se ha señalado muchas veces, es la verdad de la ficción, y la ficción de la verdad, ambas dimensiones tan necesarias para el artista y su obra: tal como advierte Magnus al comienzo de su libro, este consiste en ser una ficción “de punta a punta”, aunque se base en “personajes reales”. Magnus recorre, hila su historia, pero se permite disquisiciones, proyecciones temporales (el café Rex, cercano a la zona del Teatro Politeama donde se realiza la competencia ajedrecística, donde ocurrirá a posteriori la traducción del Ferdydurke de Gombrowicz), y –en más de un caso– sorprendentes conexiones entre las informaciones y personajes con los que trabaja.
En un diálogo imaginario (emparentado con el espíritu de la escritura macedoniana, anti–realista por excelencia), personaje principal y autor confluyen y alteran el “normal funcionamiento” de la función narrativa, su estabilidad en géneros (realista, fantástico, etcétera). Magnus desdobla, suma e incorpora capas a la escritura (incluyendo varias –largas– notas al pie de página, e incluso una reproducción fotográfica de Noticias Gráficas); allí, varias veces el autor charla –incluso discute algún que otro “problema de traducción” del diario– con su abuelo, e incluso se pelea, e intercambian pareceres sobre el desarrollo de la misma trama. Son momentos de emergencia y cruces entre la ternura familiar y el humor, vía el chascarrillo y los juegos de palabras”.
Como si se tratara de una circularidad perfecta Magnus nieto hace honor a los deseos y a la profesión frustrada de su abuelo –que quería ser escritor–, y termina “descubriendo” que lo que ha escrito es una suerte de novela por encargo. Elucubrando con los diarios de su antepasado, escribe: “¿quién me asegura, pienso de pronto, o veo de pronto un pensamiento que no preví, a pesar de que estaba a la vista, como lo están todas las jugadas para cualquier jugador; quién me asegura, decía, que no fue eso lo que también hizo mi abuelo con sus propios escritos? Como el diario que leía y sus quiméricas notas sobre ataques aéreos de Polonia a Berlín, ¿cómo saber si su propio diario no es una novela?”. “Mi estrategia de perpetuación en el mundo ficticio”, lo imagina diciendo el nieto, quien le vocifera a su vez, recordando un poema de Borges citado al comienzo de la novela: “¡Eras el Dios detrás del Dios que la trama empieza, abuelo!”.
El Magnus joven dialoga, le explica a su antepasado: “Mi editor me sugirió que el ajedrez era un buen tema para una novela y mi agente literario me venía insistiendo con que escribiera algo de ficción sobre mi abuelo, así que se me ocurrió juntar las dos cosas y dejar disconformes a ambos”. Con base en la historia y la cultura, haciendo foco y concentrando una miríada de personajes y acciones, Magnus destaca una vez más por su capacidad de inventiva, por medio de esta “narrativa híbrida” (que hace a la propia densidad de la novela). Con gracia –y elegancia–, con humor y sensibilidad, ofrece una historia donde cada cual mueve sus piezas. El autor también, cada pieza o trebejo es una palabra. Y lo hace magníficamente bien.