Dos ideas repetidas y ambiguas han marcado en parte la recepción de la obra de Hilda Hilst. La primera, que se trata de una “escritora para escritores”, difícil de leer, “de culto”. La segunda idea se relaciona con el mundo sexual de Hilst. Está claro que la poeta se permitió costumbres sexuales mal vistas en su época y accedió a hablar de este tema, en su literatura o en entrevistas, con una libertad infrecuente. Sin embargo, quedarse con esa sola imagen implica desatender lo que hay detrás. Porque lo sexual en su obra puede resultar una vía de trascendencia, un terreno para reflexiones metafísicas, una exhibición de imposibilidades ligadas a la finitud y la fugacidad.
Cuando un escritor funda un mundo a través de una experiencia renovadora con su lengua, a veces demanda una lectura más paciente. El círculo de admiradores de Hilst viene ampliándose desde hace décadas. En 2001 la editora Globo comenzó la reedición sistemática de sus libros –hasta entonces disponibles casi exclusivamente en ediciones de tiradas pequeñas– y en abril de 2017 un sello más grande aún, Companhia das Letras, reunió toda su poesía en un volumen.
Hasta donde sabemos, de la obra poética de la autora no se habían traducido al castellano más que poemas sueltos. Estos dos libros, de su producción temprana, sirven para conocer una voz que luego irá profundizando su búsqueda, volviendo casi obsesivamente sobre los temas que aparecen aquí. El tipo de imágenes y los recursos que utilizará la poeta se ven ya en estas páginas, donde encontramos textos que sin duda figurarían entre lo más destacado que escribió.
Hilda Hilst nació en 1930 en Jaú, São Paulo. Su madre, Bedecilda Vaz Cardoso, tenía un hijo de una pareja anterior. La familia paterna de Hilda, acaudalada y conservadora, no quería a la mujer. Y Apolônio de Almeida Prado Hilst –según expresó Hilda- no deseaba tener hijos con ella. Ya estaban separados cuando, en 1932, Bedecilda se fue con los dos chicos a Santos, también en el estado de São Paulo. Apolônio recién visitaría a la hija dos años después.
Hilda ingresó como pupila en una escuela de monjas en 1937. Entonces, la madre le contó que a Apolônio le habían diagnosticado esquizofrenia paranoide. Dueño de una gran finca cafetera, él se desempeñó como periodista y escribía poemas. Bedecilda nunca pensó en casarse y se mostraba sin problema con los hombres con los que tenía amoríos. Siempre hablaba de Apolônio y de su pasión por él.
Las historias de las monjas atraían a Hilst y llegó a sentir grandes deseos de convertirse en santa. En 1945 ingresó en una escuela presbiterana y pasó a vivir en un departamento, con una institutriz. Un año más tarde, el padre pidió verla y, aunque su tío le aconsejaba que no fuera, ella viajó a la finca Olhos d’Água, en Jaú. Era la primera vez que estaban juntos desde 1934. Pasó tres días allí y el encuentro le resultó perturbador. Hilda tenía dieciséis años y Apolônio le pidió con insistencia “sólo tres noches de amor”.
La poeta ha dicho que siempre supo distinguir bien a su padre en estado de locura del padre que conoció a través de los textos o a través del discurso de Bedecilda. La figura idealizada de Apolônio, que le llegó por intermedio de otros (la madre, en especial, y diversas personas que lo conocieron), tuvo una enorme significación en su vida y en su obra. Muchas veces comentó que por él se hizo escritora. Muchas veces dijo que en cada vínculo amoroso buscaba a su padre. En una entrevista afirmó: “En el fondo, soy la perfecta edípica”.
Entre 1948 y 1952, Hilda hizo la carrera de Derecho. Parte de sus compañeras en la facultad se apartaban acusándola de “prostituta” porque no tenía tapujos en mostrarse con hombres. Ella ha contado que, si le gustaba alguien, simplemente se acercaba y se lo decía. La apasionaba “el primer contacto, la primera caricia”, un “encantamiento” que no podía durar demasiado.
En 1950 publicó su primer libro:
Presságio. La madre se preocupó porque asociaba la escritura a la esquizofrenia de Apolônio. En ese primer libro justamente se lee: “Las madres no quieren más hijos poetas”. Hilda siempre tuvo miedo de sufrir el mismo mal que su padre. A la vez, la locura le resultaba atractiva y le interesaban pensadores que relacionaba con la demencia, como Wittgenstein. También admiró mucho a Freud, aunque jamás quiso psicoanalizarse.
Balada de Alzira, su segundo libro, salió en 1951. Obtuvo elogios de poetas reconocidos. Cecília Meireles le escribió en una carta: “Quien ha dicho esto, debe decir más”. Jorge de Lima, a quien Hilst consideraba una influencia, también la halagó. Drummond de Andrade se enamoró de Hilda y le escribió un poema que ella daría a conocer en 1991. Comenzó a frecuentar a Drummond y otros poetas a través de la narradora Lygia Fagundes Telles, a quien conoció en 1949; enseguida iniciaron una amistad que mantendrían toda la vida.
Más allá de un vínculo con la literatura modernista brasileña, la obra de Hilst no se enmarca en ningún movimiento o escuela. Pronto logró un estilo reconocible, una voz propia -esto le preocupaba mucho- y un enfoque personal sobre temas que se consideran universales. Con el correr del tiempo, la propia autora y diversos críticos vincularían su poesía a escritores como Fernando Pessoa, Sor Juana Inés de la Cruz o Catulo.
Hilst siguió publicando. En 1955 había salido Balada del festival y entre 1959 y 1962 sacó otros cuatro libros de poesía y recibió un premio del PEN Club de São Paulo. Para entonces, Massao Ohno se había transformado en su editor. Aunque mantuvieron una relación cercana y duradera, ella muchas veces le echó en cara las bajas ventas y la mala distribución en librerías.
Durante años Hilda fue una presencia infaltable en la noche paulista. Cuando leyó Carta al Greco, de Nikos Kazantzakis, decidió cambiar de vida. Abandonó la ciudad y se estableció en una finca de Campinas (siempre en el estado de São Paulo) propiedad de su madre, reemplazó la ropa de alta costura por túnicas y se dejó crecer el pelo. Quería dedicar todo el tiempo que pudiese a escribir. Le pidió a Bedecilda unas pocas hectáreas en la finca y empezó a proyectar la Casa do Sol, donde viviría desde 1966.
Poco antes había conocido a Dante Casarini. Él trabajaba en dependencias del Ministerio de Hacienda. De vacaciones en São Paulo, caminaba una tarde por la calle y vio que una mujer, desde adentro de una zapatería, le hacía una seña –ha dicho él– “bien insinuante”. Era Hilda. Lo invitó a cenar. Esa noche, un chofer pasó a buscarlo en un Mercedes-Benz. Una vez que la Casa do Sol estuvo lista, se mudaron juntos. Aunque a ella le desagradaba la idea del matrimonio, se casaron en 1968. Mantenían una pareja abierta.
En la Casa do Sol, la escritora recibía a todos los que se acercaran. Si alguien le caía bien, lo invitaba a quedarse. En general, se trataba de escritores (Caio Fernando Abreu, por ejemplo), artistas plásticos o científicos. Entre quienes rodeaban a Hilst siempre había personas más jóvenes que ella.
El día que murió su padre, en septiembre de 1966, Hilda creyó verlo. Había tenido ya experiencias de esta clase y seguiría teniéndolas y buscándolas. Leía mucho sobre esoterismo y sobre ovnis y en una época se dedicó a grabar cintas en procura de voces de muertos.
Entre 1966 y 1969 escribió ocho piezas teatrales con alusiones a la dictadura militar iniciada en 1964. En 1970 publicó su primer libro de narrativa: Fluxo-floema. Ese año también sufrió la muerte de su madre. La Asociación Paulista de Críticos de Arte la premió en 1977 por el volumen Ficções y en 1980 por el conjunto de su obra.
Ya había cumplido cincuenta años cuando apareció en la Casa do Sol su primo Wilson Hilst. Él tenía poco más de treinta y sufría esquizofrenia paranoide, la misma enfermedad que Apolônio. Pese a la desconfianza de los amigos de Hilda, se quedó en el lugar. Al poco tiempo comenzó una relación muy turbulenta, de más de un año, con la escritora. Sentía celos de todos y no le gustaba verla escribir: según él, ponía cara de varón al hacerlo. Llegó a amenazarla con un revólver, la policía intervino y ya no volvieron a verse. Hilst se había divorciado de Dante en 1980, aunque mantendrían siempre un vínculo muy cercano.
El libro Cantares de perda e predileção, de 1983, recibió el prestigioso premio Jabuti y también el premio Cassiano Ricardo. Si bien se sumaban reconocimientos a su obra, ella sentía que no la leía nadie. A fines de los 80, resolvió publicar una serie de textos pornográficos que, creyó, aumentaría el número de lectores. Así surgió la trilogía iniciada con O caderno rosa de Lori Lamby, novela en la que una chica de ocho años relata sus experiencias sexuales. Hilst ya había escrito La obscena señora D, de 1982; el erotismo y la sexualidad impregnaron su obra desde el inicio; no hubo un verdadero cambio en su escritura. Sin embargo, los textos de la “trilogía” vendieron más y fueron traducidos en Italia y Francia. Sus dos libros disponibles en castellano pertenecen a su narrativa pornográfica: La obscena señora D y Cartas de un seductor, publicados por El Cuenco de Plata.
En 1994, volvió a ganar el premio Jabuti, esta vez en la categoría cuentos, por Rútilo nada. El editor Massao Ohno ha señalado que Hilst obtuvo reconocimiento y que la prensa le prestaba atención. Ella, en cambio, afirmaba que su obra merecía una popularidad que durante su vida no alcanzó. A fines de los 90, parecía resignada a no encontrar un público más amplio. En 1998, Bruno Zeni le preguntó si seguía escribiendo y la respuesta fue: “No. Lo que escribí es tan lindo... Lo leo y quedo pasmada. ¿Cómo es posible que haya hecho algo tan deslumbrante y nadie lo entienda? Llega un momento, al envejecer, en que se va dando un desapego y ya nada importa”. En la misma entrevista, explicó que había rechazado una invitación al Salón del Libro de París porque no quería andar “explicando” su trabajo, sino que la leyeran.
En 2002 recibió el premio Moinho Santista por el conjunto de su obra. Ya tenía serias complicaciones de salud. A los pocos meses, casi no salía de la cama y apenas si hablaba. Una noche, a comienzos de 2004, se cayó y se fracturó una pierna. Quedó internada en el hospital de la Universidad de Campinas hasta el 4 de febrero. Ese día murió. La Casa do Sol quedó a cargo de personas cercanas a la poeta. Funciona como residencia artística y espacio de investigación.
Hilst publicó casi veinte volúmenes de poesía –algunos incluyen varios libros– y más de diez de narrativa. Además, dejó escritas ocho piezas teatrales. Y constantemente aparecen poemas inéditos o no incluidos en sus libros. Por ejemplo, estos versos, escritos a los diecinueve años, forman parte de un texto hallado en 2017 por la investigadora Milena Wanderley:
Fracasamos. Seremos los eternos fracasados.
Pero dentro de siete mil años
abriremos las puertas de todos
los claustros y allí nos encerraremos.
Resulta interesante una idea que aporta Wanderley: el modo en que la poeta hablaba del amor y del fracaso hizo que sus primeros textos fuesen tildados peyorativamente de “femeninos”; entonces, Hilst endureció la escritura y resignificó esos temas, lo que ya se nota en Balada de Alzira. El periodista Alcântara Silveira planteaba, en 1952, que los poemas de ese segundo libro resultaban “menos femeninos” que los anteriores.
En 1967 y 1980 se publicaron compilaciones de la obra poética de Hilst. Ella decidió, en ambos casos, dejar de lado sus tres primeros libros. Sin embargo, en Balada de Alzira y Balada del festival (su segundo y su tercer libro) está el germen de toda su poesía.
La imposibilidad aparece entre los temas centrales de la obra poética de Hilst. Se insiste de diferentes modos en la imposibilidad de algo eterno (“si al menos existiese / en nosotros la eternidad”). Se pone en escena la muerte e incluso se imagina el propio funeral, único momento en que el yo figura con un nombre propio, en la voz de otra persona: “No era mala poeta la pequeña Hilda”. Ante estas imposibilidades, a lo sumo, “el genio del poeta” acaso logre “la palabra con sabor a eternidad”.
También se insiste en la imposibilidad de un amor que perdure y mantenga la intensidad del comienzo. En el libro Amavisse, publicado en 1989, se lee: “Que yo te devuelva el hambre de mi primer grito”. La conciencia de que el amor está condenado al fracaso (“la certeza de las cosas imposibles”) no permite que se alcance una satisfacción plena. Si se plantea que “hay en el amor / como una eterna / supervivencia”, esto se le dice a un amigo ausente. Lo perdurable, entonces, parece ser el deseo.
Existe en estos dos libros una dicotomía entre lo ideal y lo real que se mantendrá a lo largo de la obra de Hilda. Se ve claramente cuando reformula un verso de Fernando Pessoa diciendo: “Las cosas no existen. / La idea, sí. // La idea es infinita”. Esta dicotomía también puede hallarse, de otro modo, en el libro Del deseo, de 1992: “Soñé peñascos / Cuando acá, al lado, había un jardín. (…) / Extasiada, cojo contigo / En vez de chillar frente a la Nada”. Lo ideal no impide que se actúe y se busque un gozo en el campo de lo concreto y sensual.
Hilst repitió que Dios está en toda su obra (resulta indudable la búsqueda de una experiencia sagrada, una apelación a la trascendencia). A la vez, insistía en que escribía por su padre, esa figura ausente e idealizada. Como sea, en el centro de su poesía aparece lo absoluto, lo ideal e imperecedero. Qué se hace cuando se comprende la incapacidad de alcanzarlo. La reacción no parece decepcionada. Hay un doble movimiento: conocer esa inaccesibilidad y, sin abandonar su búsqueda, gozar de lo posible.
El encuentro con el otro también resulta fundamental en la poesía de Hilda y se da en una suerte de combate, como si el yo se ubicase siempre contra otro. En el poema “Balada de Alzira”, lo que tiene aspecto de resignación al inicio adquiere al final un giro sobre lo fugaz que será el interés del varón por una mujer más joven. Los encuentros sexuales aparecen más de una vez en la poesía hilstiana metaforizados como una lucha. De todos modos, hay un punto en el cual parece anularse cualquier competencia: la muerte.
Hilda Hilst propuso una renovación en la poesía a partir de temas y formas clásicos (nótese el uso del “tú” en lugar del você). Ella ha comentado que resultaba común que sus versos surgieran con el sonido del portugués que se habla en Portugal. “Lo que hace nacer mi poesía es la no aceptación de que un día la vida va a diluirse y, con ella, el amor, las emociones de los sueños y toda esa fuerza potencial que vive dentro de nosotros”, le dijo a Alcântara Silveira en una entrevista de 1952.