Debe haber sido el año ´91. Yo vivía en París por esas cosas del azar y me pasaba el día vagando por las calles cual flaneur latinoamericano, poeta sin obra y románticamente pobre. Los días de mucho frío me metía en un café o entraba en un cine donde pasaban películas de acción, dobladas al francés, al precio de dos por una.

En una de esas caminatas vi el anuncio del preestreno de Hasta el fin del mundo de Win Wenders. Además, se anunciaba la presencia del director y era gratis. El cine estaba en uno de los grandes bulevares, quizá en des Italiens, al lado del museo de cera Grevin. Retiré mi entrada. Si Wenders no aparecía igual sería una película gratis y un par de horas alejado del frío implacable.

Recuerdo que la película me gustó aunque pasó sin pena ni gloria por los cines. Wenders, aunque joven, ya era una leyenda viviente. No habían pasado muchos años de Las alas del deseo y aún nos estremecíamos con el recuerdo de París, Texas. Luego se distanció del público con películas soporíferas, a veces insoportables.

Nunca creí que Wenders fuera a aparecer. Un año antes había ido a una fiesta en Lausanne donde también se anunciaba su presencia y el tipo nunca llegó. Me corrijo. No era una fiesta. Era la inauguración de una muestra de arte. No piensen que yo participaba como un hombre de la cultura. Iba como colado, a comer gratis.

La película duraba casi tres horas. Tres horas de no pasar frío. El cine estaba lleno, obviamente. Seríamos unas trescientas personas. Y al terminar, sí apareció Wenders, que se plantó entre nosotros y la pantalla y, en un correcto francés, contestó todas las preguntas, aún las no interesantes. Quiero decir que, aunque las preguntas fueran bobas, las respuestas no lo eran. Habló de su imposibilidad de hacer películas cortas, de por qué la música era de músicos blancos, de proyectos...

Hasta ahí todo perfecto. La cosa ya no fue tan agradable cuando alguien le preguntó por qué había elegido filmar en Australia, en escenarios naturales, rocosos, coloridos y absolutamente extraordinarios que, si lo desean, pueden verificar en la película. Wenders contestó que cuando había visto ese lugar le había parecido “el fin del mundo” y que por eso lo había incluido como locación.

Y, entonces, este gaucho argentino se ofendió y comenzó a mascullar una pregunta. “¿Cuál se supone que es el fin del mundo para un australiano, Win?”. Al fin no la hice. Es que había que hablar en francés delante de un montón de gente y eso me cohibió un poco.

Tampoco era para tanto, digo ahora. Wenders había sido honesto en su respuesta y no tenía la culpa de haber nacido alemán y de que su ombligo y el centro del mundo estuvieran en la misma esquina. Hasta donde se sabe, el eurocentrismo no es una enfermedad. Y si la es, el que la sufre no suele manifestar síntomas, aunque sí los llegan a sufrir los pobres diablos que están lejos, australianos o argentinos.

Al fin, cerrando la actividad, y sabiendo que lo iban a martirizar con fotos y autógrafos, Wenders trazó una rápida analogía entre su película y Fahrenheit 451 de Truffaut, anunció el último rollo de esa película, se apagaron las luces y desapareció por una puerta lateral. Eso fue todo.

Pero en mi cabeza se fue armando un cuento que todavía no escribí. Mi personaje que ya se había tomado un par de cervezas antes de entrar al cine. Y se toma un par más al salir. La casualidad hace que en ese bar esté Wenders cenando con amigos, disfrutando a carcajada limpia. Mi personaje, en el umbral de la borrachera, toma esas carcajadas como una burla de los poderosos y quiere trompear a Wenders y vengar el honor gaucho perdido en la ofensa que solo él escuchó. El final no lo tengo, aunque supongo que debería ser que a mi personaje lo sacan a patadas del bar, ratificando su destino latinoamericano.

Ahora que lo pienso, también es probable que Wenders haya presentido el enojo de este gaucho argentino, o australiano, y luego se esforzó por reivindicarse filmando en Cuba y en Japón. Aunque quizá todo es ficción cuando no confusión.

 

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