El 3 de febrero de 1852, Urquiza, al frente del Ejército Grande, derrota a Rosas. Le promete al general Chilavert –que conducía las fuerzas del Restaurador– que habrá de respetarlo, que nada le pasará. No bien el general abandona la tienda de Urquiza, es fusilado. “¡Tiren aquí! –grita señalándose el corazón–. La victoria da derechos. Integrantes de La Mazorca son degollados con cuchillos sin filo. Rosas se embarca rumbo a Southampton. Habrá de vivir en una chacra hasta el fin de sus días. (Leer: El farmer, novela de Andrés Rivera.)
Urquiza se instala en Palermo. Había entrado en Buenos Aires con la cinta del federalismo. Uno de sus gestos más coherentes y combativos. (Que luego abandonará en Pavón y hasta su muerte.) Invita a las damas de la sociedad porteña a que lo visiten. Las damas van. La larga entrada hacia la residencia del caudillo (en Palermo, donde estuvo Rosas durante su gobierno) está desbordante de rosistas ahorcados. Las damas se horrorizan, pero dan por descontado que se trata de mazorqueros y siguen adelante. Es el costo de la victoria. El triunfo otorga el derecho a los malos modales. Como sea, no les gusta Urquiza.
Este disgusto se encarna en el movimiento antiurquicista del 11 de septiembre de 1852: Urquiza tiene que abandonar su residencia porteña. Hay una calle, en Belgrano, que se llama así: 11 de Septiembre. Golpe unitario contra el federal Urquiza. Hay otra que se llama 3 de Febrero, fecha de Caseros. Las calles de Buenos Aires trazan la ideología de las clases altas, los que triunfaron.
Federales y unitarios hacen un pacto de gobernabilidad. El federal Lorenzo Torres se abraza con las grandes figuras del unitarismo. Todos están de acuerdo: el Puerto y la Aduana deben ser propiedad de la ciudad metrópoli.
Se dicta la Constitución en 1853. Su artífice es Juan Bautista Alberdi. Urquiza lo nombra al frente de las relaciones exteriores. Alberdi va a Europa y se quedará ahí hasta el 80.
El período que va de Caseros al 80 recibe el nombre de “organización nacional”. Consiste en poner al país bajo el dominio de Buenos Aires. Ya se había propuesto la separación. La sustantivación de la gran provincia agrícola y ganadera. Así, se enfrenta al proyecto de la Confederación, que lidera Urquiza. La lucha por la hegemonía del país se dirime entre Buenos Aires y Paraná. Se combate en Cepeda (1859) y en Pavón (1861). Aquí, en Pavón, se produce la misteriosa retirada de Urquiza, que le permite a Mitre la “guerra de policía” contra las provincias y la guerra contra el Paraguay. Se liquida a los negros en tanto carne de cañón, a los gauchos en las guerras civiles y a los indios con la campaña de Roca. Hay que poblar el país, pues la victoria de Buenos Aires lo ha dejado sin mano de obra. Aquí aparece la figura del inmigrante. El Martín Fierro pide que se respete al gaucho. Que se le entreguen casa, trabajo y derechos. Critica la política inmigratoria: “Era un gringo tan bozal/ que nada se le entendía/ quién sabe de ande sería/ tal vez no fuera cristiano/ lo único que decía/ es que era papolitano”. Sin embargo, es al gringo al que se recurre, aunque los gringos traerán nuevos problemas. Los anarquistas. Al gaucho se le reserva la identidad del payador. Y se lo erige en mito nacional, en identidad para oponer a la mezcla peligrosa que producen los inmigrantes. Se dicta, en 1905, la Ley de Residencia.
Los vencedores del 80 saben que ahora pueden moldear el país a su entero arbitrio. Es el precio de la victoria: ahora –se dicen– hacemos lo que se nos da la gana, para eso hemos ganado. Amontonan a los inmigrantes en los conventillos. En el Hotel de Inmigrantes se lee: “En este país, como en todos los de la Tierra, hay vencedores y hay vencidos”. Malos tiempos para los vencidos se preparan cuando se dice esta frase. Los vencidos todavía se rebelan y habrán de rebelarse en distintas circunstancias a lo largo del siglo XX. Se empecinan en tomar la casa de los vencedores, que harán todo lo posible por impedirlo. Años después, Cortázar escribirá Casa tomada y Germán Rozenmacher hará su resignificación en Cabecita negra. El mayor peligro que temen las clases altas es que el Otro les tome la casa. Esto habrán de impedirlo una y otra vez. Siempre con la ayuda de la cruz y la espada. Ahora tienen votos. Y muchos. Proponen la “reforma permanente”, fórmula trotskista con una variación decisiva, la reforma no es la revolución, aunque se dice “reforma” para marcar lo esencial: lo permanente. O sea, de aquí no nos vamos ni podrán echarnos. En este país, que nadie lo dude, hay vencedores y hay vencidos.