Querides lectóribus habitualos, eventuálides y casuálides:
Luego de una profunda pero innecesaria reflexión que me llevó por senderos inusitados –incluidos el infructuoso intento de consultar telefónicamente al Licenciado A. sin abonar primero la factura del celular para habilitar la llamada en cuestión, así como la meteórica gira por diversas sucursales supermercadiles en busca de productos adecuados a mi presupuesto–, llegué a una triste pero verificable conclusión identitaria: “La casta soy yo”. Esa, mis fieles y consuetudinarios seguidores, es la no deseada pero científicamente comprobable respuesta a interrogantes que carcomían mi ya emprobrecida neurona estos últimos tiempos:
· ¿Por qué, cuando el Primer Autoritario y su coro canino fallecido canturreaban: "La casta tiene miedo. Fin", me recorría un fantasmagórico cosquilleo pavoroso digno de Stephen King?
· ¿Por qué, cada vez que Su Graciosa Tujestad grazna: "El ajuste lo está pagando la casta", siento una fría mano invisible del mercado deshilachando mi bolsillo salarial?
· ¿Por qué, al ver algunos programas de discusión política, me recorre una autopercepción de extranjerización, sobre todo cuando hablan con una pasmosa tranquilidad de "tiempos necesarios" que ni mis vecinos ni yo mismo parecemos tener en nuestros relojes alimentarios?
· ¿Por qué, cada vez que el Bolacero Oficial culmina su relato infantil de cada día diciendo “fin”, siento que ningún niño o niña dormirían tranquilos si sus padres, madres, tutores o encargados los acunaran con semejante relato?
La respuesta a esos “por qué” era un ominoso silencio acompañado de una tristeza gastronómica y un retintineo bancario apenas audible, hasta que se hizo la luz: ¡todo esto no se debe a una neurosis de angustia económica, ni a una extraña autopercepción de ser de clase media con el salario equivocado, ni a que hace más o menos tres meses nos abdujeron los alfacentaurinos y nos llevaron a la Nebulosa Mayor..., ¡nónononono! ¡La respuesta es clara y simple!: todo esto me pasa porque... ¡yo soy la casta!
Sin embargo, saberlo no me alivió nada. Porque no se trata de aceptar un destino ineludible como el paria del tango. Casualmente, la palabra “paria”, viene de la India, donde los parias son los descastados, los intocables, los que se quedaron afuera. O, en términos pubertarios: “los orcos, los que no son argentinos de bien”.
Pasaban los minutos, las horas, los días, en fin, el dinero, y yo no podía aceptar mi ineludible realidad castense: ¿qué privilegios absolutistas, qué posesiones privadas, qué poderes aristocráticos, qué castillos, qué colecciones de artículos incunables, qué reposeras, qué miniseries exclusivas tenía yo en mi haber a diferencia del resto de mis congéneres, compatriotas o contertulios? Ninguno. Pero mi problema, según me fue explicado, es que yo “no la veo”. Al parecer, lo que "no veo" es que ahora, para ser “casta”, no hace falta ser rico ni pobre: de hecho, gran parte de la casta pertenece/cía a aquella extraña categoría sociológica denominada “clase media”.
La clase media está formada por extraños seres y seras humanes que, sin poseer sus medios de producción, tienen, sin embargo, ciertos derechos (sueldo fijo, aguinaldo, vacaciones pagas, indemnización, licencia por estudios o por maternidad, capacitación a cargo del empleador, jubilación a cierta edad, posibilidad de crecer, condiciones de trabajo dignas, etc.). Y los tienen ya sea que trabajen en una empresa privada o en una estatal, pero es el Estado –o al menos lo ha sido– quien los regula, quien los hace crecer, o decrecer, o sencillamente desaparecer.
A mediados del siglo XX, el conservadurismo (y no el peronismo, como algunes creen y adjudican malamente) tenía un eslogan nefasto: “Alpargatas sí, libros no”. En este siglo XXI, la han reemplazado por otra, seguramente más nefasta aún: "Alpargatas no, libros tampoco; bitcoins sí”. Entonces, no es de extrañar que quienes llegan al gobierno proponiendo lisa y llanamente exterminar al Estado –programa votado, a sabiendas o no, por más de la mitad del país– crean que quienes somos protegidos por él gozamos de ciertos “privilegios” ; pero, en vez de extender esos “privilegios” a los demás, se los quitan a quienes sí los tenían. Y dicen que esos “privilegios” son injustos, y que quienes los gozan son una casta que debe ser combatida para llegar al sueño dorado de la igualdad social, en la que todes, todos y todas estemos en condiciones de ir al circo, pagar una entrada y ser comidos por los leones.
Así que, querido lectora, “yo, casta; ¿y usted?”.
Sugiero al lector acompañar esta columna con el video de Rudy-
Sanz “Cuando la cast vuelve marchán”: