Basada en la novela de Selva Almada, El viento que arrasa ofrece una puesta en escena espléndida. La solidez formal de la nueva película de Paula Hernández (Lluvia, Los sonámbulos, Las siamesas) permite la construcción de un universo autónomo, en donde sus personajes se conciben y mueven dentro de límites claramente delineados, pero con una potencia metafórica que cifra en sus hechos un mundo más amplio.
De esta manera, la película de Hernández configura el “mapa” (una palabra que será dicha por los personajes) por donde transcurre la historia que protagonizan el reverendo Pearson (Alfredo Castro) y su hija Leni (Almudena González). Un problema en el automóvil los obliga a interrumpir el viaje evangelizador y a detenerse en un taller mecánico. Allí trabajan y viven Gringo (Sergi López) y Tapioca (Joaquín Acebo), un adolescente a su cuidado. Las excusas del argumento justificarán la permanencia prolongada, a lo largo de todo un día. Durante la jornada, el film perfilará un contrapunto afilado entre las duplas que conforman el pastor y su hija con la del mecánico y su protegido. Entre todos, se desplegará un entramado de rebotes espejados.
Para poder indagar en esta cuestión, Hernández sitúa a los personajes en un escenario solitario, a la vera del camino, rodeados de viento y verde, entre la placidez del silencio y la calma que precede a la tormenta. La coloración elegida por el director de fotografía, Iván Gierasinchuk, es sutilmente encantadora; está atravesada de naturaleza y de tierra, de luz solar que filtra por las maderas de los interiores para fisurar con su contraluz a los personajes. Funciona a la manera de pinceladas, que relacionan de manera íntima a personajes con el entorno. En un caso, a través del mensaje de fe que éstos profesan (que será más o menos “ciego”, según se trate de Pierson o de Leni); en el otro, desde un sudor de tierra pegada. Ambas instancias, se requieren en su contraste y dialogan. Discuten. De esta manera, ¿cuál es la historia de Tapioca?; pero también, ¿qué encierran las miradas cabizbajas y los silencios de Leni? ¿Dónde están las madres? Esta pregunta es esencial, ya que se trata, si se quiere, de un duelo masculino entre el hombre espiritual y el hombre animal: el primero bebe de la Palabra; el segundo, de la heladera con cerveza.
El concepto es simétrico, pero este mundo de miradas masculinas, en verdad es leído desde Leni. Es ella quien guía el relato; algo que queda claramente planteado desde las primeras secuencias. Leni es quien entreteje las situaciones, quien observa paciente para, finalmente, decidir. Lo hace, en primer término, de maneras más o menos tímidas, traducidas en palabras y gestos algo atrevidos. La decisión mayor, en todo caso, estará reservada para el clímax, cuando sea la confluencia de los otros elementos en juego; todo, al amparo de la efervescencia cada vez más próxima del viento en su anuncio de tormenta.
El elemento climático, justamente, es el personaje que contiene, pasible de ser entendido según se quiera. Podrá ser la ira divina o el alivio del cuerpo acalorado. Es también un pequeño caos, un breve infierno, que libera en su violencia el costado reprimido. Su manifestación descontrolada promete la calma siguiente. Cuando se llegue allí, el escenario habrá cambiado, y su modelado ofrecerá otras delineaciones al “mapa” de la película, esa palabra e imagen con las que Gringo inventaba historias a Tapioca cuando niño: un mapa de automóviles por rutas; cada una, una aventura distinta. Poco diferentes, tal vez, de las historias encantadas o religiosas con las que creció Leni.
Lógicamente, si el film deposita ya en su inicio una atención privilegiada en Leni, también lo hará sobre el desenlace. Para llegar a esta resolución, hay que atravesar por toda una serie de experiencias, sintetizadas en el día largo y de calor; a partir de un trabajo de guion -a cargo de Hernández y Leonel D’Agostino- meticuloso en su equilibrio: a cada escena de importancia, le corresponderá la correspondiente contraparte; así: el diálogo entre Pearson y Tapioca tendrá correlato con el que sostengan Gringo y Leni. De igual modo, en lo que refiere a Gringo con Pearson y a Tapioca con Leni. Hay un péndulo narrativo que trabaja con mesura el devenir argumental, hasta llegar a la tormenta prometida.
Todo esto, desde esa otra simetría notable que significan los trabajos actorales: entre Alfredo Castro y Sergi López hay un verdadero duelo de talentos; cada uno, de un esplendor que brilla aún más gracias al otro. Así también entre Almudena González y Joaquín Acebo (cuyo rostro, en su media parálisis, grafica el contraste entre dos mundos). La fascinación por momentos delirante de Castro, el rostro hirsuto y seguro de López; la mirada curiosa que comparten Leni y Tapioca. Entre ellos, además, destaca lo no dicho, lo apenas sugerido -otro acierto del guion-, que pone en juego las suposiciones del espectador: entre los dos adolescentes está el deseo, y éste trata de esquivar la represión de maneras variadas. De qué manera lo logra, y si es que lo hace, será cuestión a descubrir en la película, en cada uno de sus personajes, en las contradicciones que los movilizan, con asidero final en Leni, la chica que despierta con el viento de una tormenta.
El viento que arrasa 8
Argentina/Uruguay, 2023
Dirección: Paula Hernández.
Guion: Paula Hernández y Leonel D’Agostino, a partir de la novela de Selva Almada.
Fotografía: Iván Gierasinchuk.
Montaje: Rosario Suárez.
Música: Luciano Supervielle.
Duración: 94 minutos.
Distribuidora: Cinetren.
Intérpretes: Alfredo Castro, Sergi López, Almudena González, Joaquín Acebo.