Quedará saber por qué la imagen del pasado, a pesar de ser la región del Tánatos, insiste en aparecerse como una salida. Falsa -lo intuye la razón- de este presente oscuro que difícilmente pueda designarse como el lugar del Eros.

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Escribir: vivir en el presente, del pasado.

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Un informe meteorológico es tan confiable como un informe económico. A las ocho de la mañana de un lunes, surge encarnado en la presencia televisada de un “especialista” que viste según la moda. Enjuto, prieto de talle, con zapatos enormes e inquietos que van y vienen a través del estudio de televisión, delante de imágenes satelitales. El hombre anuncia la llegada del viento del sudoeste y, de inmediato, ese fenómeno es asociado con la palabra “alivio”, convocando a la memoria un término ausente, des-nombrado, impropio quizá del vestuario elegante y de la tecnología que aplica el “hombre del tiempo”.

Se trata de un viejo nombre: el Pampero.

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Alivio: del latín tardío alleviare, significaba: “anunciar.”

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El Pampero se remonta a una época atravesada por la escritura en cuadernos, por ilustraciones y poemas que sólo recuerdan las maestras normales. A los relatos pre-civilizados de la vida en el campo, a una literatura hecha por naturalistas y aventureros: Guillermo Enrique Hudson, Benito Lynch, Cunninghame Graham. Entre ellos, como dice Carlos Gamerro, es Hudson quien crea una poética a la naturaleza.

Hay un texto de Hudson que se llama “Un gran Pampero” y pertenece al libro “Allá lejos y hace tiempo”. Allí se evoca una tormenta en el campo, extraída de la memoria infantil del autor. Hudson describe una tarde bochornosa de calor que precede a la intempestiva aparición de las nubes y el viento del sudoeste. Parece compuesto como una sinfonía de los elementos, con una intensa y variada utilización de los sentidos. Podemos ver el cielo color negro pizarra, mezclado con las nubes amarillentas, las chispas de los relámpagos enceguecedores y, luego, el blanco del granizo que cayó sobre la tierra. La escena va in crescendo, cada descripción permite a los espectadores/lectores subir otro escalón; los prolegómenos pueden ser leídos con música de una película de Hitchcock de fondo: aves que tratan de adelantarse al viento, una bandada de alguaciles que cruza encima de la carrera de los niños hacia la casa y desaparece en un instante. Podemos oír la tormenta: los gritos de los pájaros, los rugidos del viento y del trueno.

A la mañana siguiente, el saldo del huracán equivale a un parte de guerra: zapallos abiertos, calabazas y sandías destrozadas como osamentas en el terreno. Se cuentan las bajas de ovejas y carneros. Otros animales quedan rengos, aturdidos por los golpes de la pedrada. Y el viejo caballo de la chacra, que perteneció a un soldado de las guerras patrias, a siete años de quedar al cuidado del padre de Hudson, ha muerto de una manera menos épica y gloriosa.

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“El cuadro se imponía”.

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Hablar del Pampero nos reconcilia con los recuerdos. O cómo los sentidos trabajan en la conciliación de la memoria y del recuerdo. Tiene la particularidad de acortar distancias, como en la llanura, donde anda a sus aires. Y de estrechar el tiempo. No muy lejana está la voz de mi abuela relatando sus propias tormentas. Ni queda tan atrás aquella fragata que destruyó ese viento aún no bautizado, en el puerto de Buenos Aires, poco antes de la primera invasión inglesa.

Otra vez la infancia sin pretensiones declama los versos de Rafael Obligado: “Hijo audaz de la llanura y guardián de nuestro cielo”.

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“Viento bagual, aliento de salud". (Pampero, tango de 1935).

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El Pampero emerge del pasado para llevarse las miasmas del calor y la humedad, para modificar un estado de agobio en el presente.

En “nuestro lenguaje anacrónico”, Pampero nombra también una marca de ropa asociada al trabajo. Dura, rústica, preparada para aguantar la adversidad. En un movimiento de libérrima filología, parece signo de la lucha por alcanzar el pan: pan/ pero: el adversativo continúa a la palabra sin regla habilitada por la cesura. Lo que viene detrás de ese pan arduo es trabajo ingente y lleno de incertidumbre.

Se pueden incluir otros nombres a la lista. Resulta inevitable mencionar un ícono de la historieta argentina: el caballo que el indio Patoruzú domó en su estancia de la Patagonia. El dibujo de Dante Quinterno, con sus redondeces, su simplismo, su mensaje maniqueo, un poco vergonzantemente está en la base de las primeras lecturas de toda una generación. Ese caballo es indómito y mañero, igual que el viento, según el tango de Edmundo Bianchi y Osvaldo Fresedo.

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“Hay que aguantar hasta que el Pampero lo venga a limpiar”. (Dicho popular que compila la historiadora Susana Boragno en un artículo sobre el Pampero).

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En el compendio de sentidos que ofrece el simple nombre del viento escamoteado de la noticia del día, convive un rasgo de desilusión. Un espacio que flota entre la melancolía y la nostalgia, que interpela otras posibilidades latentes para un texto que no se deja escribir y que está debajo, punzando por salirse a los gritos, como un temporal. No sé si lo que falló fue el pronóstico televisivo. Tal vez se cumplió con la puntualidad que registran los satélites. Pero la ciudad ya no es aquella de patios hondos y casas bajas, de cielo abierto, que permite al viento desplegar su fuerza y su frío. Nosotros no somos tampoco los chicos que mirábamos con asombro las fuerzas que renuevan y remueven lo pesado y ominoso, y creíamos en las leyendas.

Quizá este texto debió ser otro. Un relato que se superpone al mero informe meteorológico y a la prosa escolar, un punto de fuga que merodea la certeza. Que alguna vez ocurrió un algo capaz de barrer la pena y traer alivio. Escribo esto mientras pienso en los primeros versos de la canción de Lisandro Aristimuño: “Hoy se respira viento sur, ese que nace del frío.”