¿Cómo aprendí a leer? Probablemente ese acto vertiginoso y singular de reconocer letras y palabras por primera vez sea equivalente a cruzar una frontera e ingresar a un nuevo territorio. ¿Cómo aprendí a leer? El calor de la tarde libreña no fue un obstáculo, absorbido como estaba en reconocer signos que otorgaban un mundo nuevo a mi propia experiencia. Cada letra que enseñaba la maestra Zulma era una sorpresa. Paso a paso, a lo largo de ese primer grado, comprendí que las letras tenían una fisonomía, y una forma, y una dimensión que las volvía singulares. El abecedario no era un ritual mnemotécnico sino un croquis de especies particulares. Pájaros raros, plantas exóticas, insectos desconocidos. Absorbía la letra L, y también absorbía el alborozo de un color, de una textura, de algo que emergía al mundo para que yo, más que usar la letra, pudiera hospedarla como una compañía. Y sobre todo para que la pudiera reconocer como una forma del acontecimiento.
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Me llamaba la atención que las letras pudieran desplegarse en distintas formas. En algún aspecto cambiaban de acuerdo a la ocasión. Podían escribirse en cursiva, en imprenta, en minúscula, en mayúscula. Esa materialidad fue una magia mutable pero sobre todo una artesanía. Cada letra tenía distintos semblantes. No dejaban de ser dibujos, figuras que trazábamos en el papel del cuaderno. El cuaderno verde comprado minuciosamente por mi madre comenzaba a ser el depósito de pequeños trazos: los tesoros de la niñez. El inicio de una infancia que dejaba atrás la algarabía de las sensaciones en estado puro. Salíamos de una era de impresiones en que los sonidos y los significados eran una masa nebulosa. Habíamos sido felices en esa pequeña eternidad acuática. Habíamos descubierto una masa amorfa que nos conducía a un bosque lleno de juegos en el que podíamos embelesarnos con la pronunciación de un vocablo sin saber escribirlo. Habíamos podido crear oralmente vocablos sin pudor. El habla infantil tenía el don de lenguas. Se podía inventar un idioma. Ese embeleso era un acto físico. Y también un ritual inventado cada vez: el rito de glosolalia. No obstante, había un lugar inexplorado donde habitaban las letras. Comenzaba la infancia letrada.
PRIMERAS LUCES
¿Cómo se llamaba el libro de primer grado? Primeras luces. Con ese libro saldríamos definitivamente de la era glacial. La señorita Zulma escribía en el pizarrón la letra a, y nos mostraba sus rasgos. Y nos decía que era un círculo con una alita que le salía del costado. O nos mostraba la mayúscula de la letra Q, y hacía malabares para describir sus accidentes. O dibujaba la p, e insistía en hacer una línea vertical que atravesaba la raya horizontal del renglón. Las distintas letras flotaban. Eran icebergs a la deriva. Todo ese esfuerzo pedagógico nos conducía a un dulce curso de agua, un río en zigzag al que no le temíamos. Leer y escribir era expandir y precisar, simultáneamente, un estado en ebullición. Designar los objetos mediante signos era fundarlos otra vez. Cada letra iluminaba algo anteriormente difuso. Al reunir una serie de letras en asociaciones silábicas y armar un vocablo se adivinaba una resonancia y parecía crearse un objeto. Sí, las vocales y las consonantes construían palabras y podían designar las cosas a través de una inscripción. A la oralidad sumida en un cielo vaporoso se le sumaba ahora la marca de la letra. El mundo empezó a ser menos escurridizo pero también más vasto. Cuando desciframos el título del libro que nos había propuesto la señorita Zulma, reconocimos los signos de un código. Había un fin instrumental. Objetivos. Planificaciones. Es cierto. Pero también había un margen que se escapaba. Una fuga de sentido. Las letras podían designar los objetos y, al mismo tiempo, podían ser materias autónomas. ¿Qué resplandores proyectaban esas “primeras luces”? ¿Cuál sería el sentido preciso de ese título?
Fragmentos de Primeras luces de Carlos Battilana, publicado por Ampersand en su colección Lector&s. Carlos Battilana nació en Paso de los Libres en la provincia de Corrientes, y en esta biografía rememora sus primeras lecturas de infancia y adolescencia en su pueblo, en su escuela y en los primeros veranos a las horas de la siesta.